Santa Sede-China, una relación enquistada

Lei Shiyin (portando la cruz a la derecha), durante su reciente ordenación ilícita como obispo

DARÍO MENOR. ROMA | El nudo gordiano en las relaciones entre la Santa Sede y China está en la ordenación de los obispos. Se trata de una parcela de poder y de la vida de la Iglesia en la que el Gobierno de Pekín no cede, pues teme que si acepta las peticiones vaticanas, el resto de minorías religiosas también pedirán autonomía. La población católica china oscila entre los 6 y los 9 millones de personas, según las estimaciones más recientes, una pequeña minoría en la nación más poblada del planeta, con 1.336 millones de habitantes. La intransigencia del Gobierno en este punto no significa falta de conciencia: Pekín sabe bien que no se puede despreciar a la Santa Sede.

Por ello, ambos Estados han abierto una vía de comunicación por trámites oficiosos que suple, en parte, la falta de relaciones diplomáticas oficiales. A través de este canal se acuerda la mayor parte de los nombramientos de obispos, eligiéndose candidatos de consenso que no desafíen a ninguna de las partes. En ocasiones, sin embargo, Pekín hace valer su posición e impone a purpurados afines en ordenaciones forzadas que son consideraras ilegítimas por el Vaticano.

La situación de los católicos chinos es compleja. Desde los años 50, cuando se rompieron relaciones diplomáticas con la Santa Sede y el régimen comunista creó la Asociación Patriótica Católica China (APCC), la comunidad está dividida en dos. Por un lado, están los fieles, clérigos y religiosos de la Iglesia oficial, controlada por el Gobierno a través de la APCC. Por otro, está la Iglesia clandestina, formada por aquellos que rechazan la injerencia del Gobierno y que mantienen una comunión total con Roma. La capacidad de tolerancia de las autoridades con estos católicos clandestinos varía según las regiones.

El llamamiento más significativo para superar la actual situación de los católicos chinos partió de Benedicto XVI, quien en su histórica Carta de 2007 pedía que “la unidad” fuese “cada vez más profunda y visible”.  El Papa abogaba por el diálogo con las autoridades, impulsaba la reconciliación y subrayaba que la Iglesia no pretende “cambiar la estructura” del Estado chino. Citando a san Pablo, recomendaba incluso “oraciones y agradecimientos” para “todos aquellos que están en el poder”.

Se mostraba el Pontífice firme en la cuestión más espinosa: la ordenación de obispos, que supone la piedra de toque del respeto a la libertad religiosa en el gigante asiático. Pedía Benedicto XVI la consecución de “acuerdos” con las autoridades para que los prelados fuesen apoyados tanto por el Gobierno como por el Vaticano.

La carta del Papa fue recibida con satisfacción por los católicos chinos, incluso por los dirigentes de la APCC. Pekín, por su parte, se limitó a defender su posición. Pidió que no se interfiriese en los asuntos internos del país y exigió a la Santa Sede que cortase sus relaciones diplomáticas con Taiwán. Aquella misiva marcó un punto de inflexión, pero todavía queda un largo camino por recorrer para llegar a una situación de entendimiento mutuo.

En el nº 2.771 de Vida Nueva.

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