El árbol de la vida

JOSÉ LUIS CELADA | Hay artistas que aprovechan cualquier oportunidad para referirse a sus creaciones, en una desvergonzada y casi enfermiza exhibición de narcisismo. Otros, por el contrario, prefieren que sea su obra la que hable de ellos. Y este parece ser el caso del enigmático Terrence Malick, a quien le han bastado cinco películas en cuatro décadas para forjar un estilo tan inconfundible como arriesgado.

Su último trabajo no representa una excepción. Desde que se alzara con la Palma de Oro en Cannes, El árbol de la vida viene anunciándose como la nueva obra maestra del veterano cineasta estadounidense. Unas expectativas que, unidas a la propia ambición del proyecto, podrían perjudicar la acogida de este complejo, bello y majestuoso poema sobre el ser humano y sus circusntancias: sus búsquedas, sus preguntas sin respuesta, su sed de trascendencia…

Job, el personaje bíblico cuestionado y probado por Dios, sirve como pórtico y telón de fondo de una historia que arranca con un apabullante despliegue visual y sonoro apenas interrumpido por la voz en off (¿del pensamiento, de la conciencia, de la memoria…?) de los protagonistas de la misma. Una apuesta quizá desmesurada –también en metraje– si lo que se pretende es poner de manifiesto cómo la naturaleza (planetas, mareas, volcanes…) sigue impasible su curso ajena al dolor humano.

Por mucho que quien lo sufra sea una madre que ha perdido a su hijo, situación que no sabe de lugares, estaciones o épocas.
Tras este prólogo rebosante de un cierto misticismo new age y un declarado panteísmo, Malick nos traslada a la América profunda de los 50, al hogar donde se sitúan los hechos que se dispone a contarnos. Un padre autoritario (Brad Pitt), una madre protectora, la infancia como territorio donde se fragua el futuro (un Sean Penn testimonial), una familia en la que brota y crece el milagro de la vida…

Todo ello constituye el núcleo argumental más explícito de esta cinta y una admirable lección narrativa por parte del realizador, en la que se conjugan armoniosamente letra y silencio, las escenas cotidianas con los grandes misterios del universo, imágenes de impecable factura con notas de clásicos como Bach, Mozart, Mahler o Brahms.

Pero si El árbol de la vida acaba cautivando es, sobre todo, por su decidida invitación a creer, a “buscar algo más grande que la fortuna o el destino”, a sobreponerse a las ausencias de Dios (“¿por qué?”, “¿dónde estabas?”…), a descubrir su mano cuando nos otorga algo y cuando nos lo arrebata (“el Señor nos da, el Señor nos quita”)… Que el espectador se entregue con idéntica fe al cine de Malick dependerá ya de su capacidad para minimizar e integrar los “excesos del genio”. Y para ello se necesita tiempo, casualmente una de las grandes inquietudes metafísicas de este filósofo contemporáneo.

En el número 2.769 de Vida Nueva

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