Capellanes castrenses, soldados de la Nueva Evangelización

La pastoral militar testimonia una vida religiosa creciente en número e intensidad

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Entre los muchos rasgos que se le suponen a un sacerdote están la obediencia, el sacrificio y la disponibilidad. Todo esto, y mucho más, es lo que vive un capellán castrense, en el ejercicio de un ministerio “especial”. Como uno más en la milicia, el páter, como es llamado cariñosamente, sufre las penalidades del cuartel y genera en torno a su figura una oportunidad muy importante para acercarse a Dios en quienes apenas le conocían. [Siga aquí si no es suscriptor]

Nada de esto es figurado. Como testimonia Ángel Cordero, capellán castrense de 61 años y que, tras pasar el pasado año a la reserva, quiso volver a estar en activo (como docente en Escuelas de Defensa, en Madrid). Después de 32 años de servicio, volvió porque lo necesitaba. Y le necesitaban: “Somos una gran familia. Pasas por muchos sitios y conoces a innumerables personas, pero el ambiente de compañerismo es tal que acabas sabiendo todo de los soldados y notas cómo ellos confían en ti y te cuentan sus problemas como no hacen con los demás. Siempre somos los mejor informados, hasta el punto de que los altos mandos nos consultan muchas cosas”.

“Igualmente -sigue-, somos una referencia para sus familias, a las que apoyamos en todo momento y les damos tranquilidad. Eso hace a la nuestra una pastoral de frontera. Somos como islas sueltas repartidas por los cuarteles, bases, barcos y lugares de misión diseminadas por todo el mundo”.

Esta misma sensación la tiene Ángel Díez, capellán de la Guardia Real y delegado de la Pastoral Vocacional del Arzobispado Castrense: “Veo que mi entrega sacerdotal tiene mucho sentido. Me siento querido y eso hace que la entrega como sacerdote sea de una forma sencilla y natural. No hay que hacer grandes cosas, sencillamente ser natural e intentar acercar a estos hermanos el mensaje del Evangelio”.

En su vocación intenta conjugar el verbo estar: “El estar significa hablar con la gente, hacerte el encontradizo y, entre otras cosas, ir de marchas o maniobras con ellos. En definitiva, que vean la presencia del sacerdote como un amigo y compañero más”.

Todo esto, según Ángel Cordero, favorece un clima espiritual que no es tan fácil de apreciar hoy en otros contextos: “Muchos soldados vienen a la capilla a primera hora, para hablar conmigo, confesarse o participar en las misas, que siempre son muy concurridas. Hasta los hay que vienen a rezar incluso perdiendo la hora del bocadillo. Son jóvenes maravillosos, que transpiran una gran energía en la fe”.

Una gran oportunidad

Ángel Díez la encuentra una gran oportunidad evangelizadora: “Nuestros militares son jóvenes e hijos de su tiempo y, por lo tanto, tienen los mismos problemas e interrogantes que los demás. Están abiertos a aprender y a que alguien les hable con claridad, para que ellos sean los verdaderos protagonistas de lo que sucede. A lo largo de estos años, he visto cómo gente que apenas sabía algo de Jesús, se ha acercado a Él, le ha descubierto de verdad y ha sido un cambio radical en sus vidas. Muchos se han bautizado y han recibido los sacramentos de la iniciación cristiana, pero, sobre todo, han descubierto que la fe no es algo extraño o para unos pocos, sino que les ayuda en su vida y les da verdadera alegría”.

Andrés Alfonsín, coronel y vicario de Primera de la Armada, opina que “el plus de humanidad que aporta el sacerdote a la milicia contribuye a que muchos descubran a Cristo y se decidan a vivir la aventura del Evangelio en el mundo de hoy”.

Una aventura de la que él mismo forma parte: en 27 años de servicio, ha estado en 12 destinos, siendo el último de ellos la base naval de Rota, en la Bahía de Cádiz. Eso sí, “cada nuevo destino” lo acoge como “un reto ilusionante”. Como ha acogido sus experiencias en numerosas misiones internacionales, entre ellas, la liberación de Kuwait y las intervenciones en Albania y la antigua Yugoslavia.

En esos momentos de tensión, en los que la guerra no es una preparación sino una realidad, la presencia del sacerdote se hace indispensable. Como defiende Cordero: “La experiencia en una misión acentúa aún más la dimensión familiar y espiritual del grupo. En esos momentos, los soldados y sus familias nos ven como una figura capital. Una vez, dijeron que no había sitio para ningún sacerdote en una misión. Los soldados se negaron a ir y se dio marcha atrás en la decisión”.

Esto también es compartido por Díez, quien ha estado en Kosovo y dos veces en Afganistán: “Las relaciones más intensas se dan cuando se está de misión. La distancia hace que los problemas se multipliquen el doble, y es ahí cuando la figura del sacerdote cobra todo su verdadero sentido. No haces nada especial, pero cuando has hablado con una persona y, al despedirse, te dice: ‘Gracias, páter, por haberme escuchado’, creo que solo por eso ha merecido la pena el ser capellán castrense”.

Alfonsín destaca, ante todo, su utilidad: “Para los soldados, incluso para los no creyentes, la figura del páter es entrañable y cercana; en él depositan de forma natural su confianza. La mayoría de los militares ven en el sacerdote y en todo lo que representa un catalizador de humanidad transcendente, alguien indispensable para afrontar situaciones vitales tan complejas”.

De esta gran familia nace una gran parroquia. Como explica Alfonsín, párroco de la base naval de Rota, en el acompañamiento a los marinos y sus familias se incluye la actividad propia de toda comunidad cristiana, como la celebración de los sacramentos, la pastoral matrimonial, la catequesis o la formación cultural y religiosa.

Algo de lo que participan los propios militares. Dándose anécdotas emocionantes, como las que cuenta Cordero: “He llegado a preparar a chicos para el bautismo que, radiantes de felicidad, se preguntaban por qué no los habían bautizado sus padres de pequeños. Muchos alejados nos piden los sacramentos. Y ha habido casos de soldados que me han pedido permiso para dar ellos mismos la catequesis a otros compañeros… Es fantástico ese compañerismo y esa unión en torno a la fe”.

Por su condición itinerante, la gran familia de la pastoral militar no conoce fronteras. Por eso, en la JMJ de Madrid se concentraron hasta 1.200 militares y sus familiares, la mitad de ellos de España.

No es un privilegio de la Iglesia

Respecto a las críticas de quienes rechazan la presencia de sacerdotes católicos en el ejército por considerarlo un trato de privilegio a la Iglesia, Andrés Alfonsín se muestra sorprendido: “Estos planteamientos solamente los he oído en España, y no en ninguno de los países con los que mantenemos colaboración. Lo que sí se cuestionan estos es cómo se puede facilitar una asistencia religiosa más eficaz a sus ejércitos, preocupándose por preparar e integrar mejor a los capellanes que prestan ese servicio”.

Ángel Díez se muestra claro:  “Sin querer entrar en cuestiones técnicas o de otra índole, creo que debemos partir de que una cosa es un Estado aconfesional y otra un Estado laico. Para mí, lo importante es la libertad. La persona elige, y para que elija, hay que darle diferentes posibilidades. Si hay personas a las que la fe en Jesucristo les ayuda, creo que es un deber de los diferentes dirigentes nacionales el darles esta posibilidad, con el mismo respeto para aquellos que no piensen de esta manera”.

“Desde esta labor de acogida -continúa-, la Iglesia está presente en las Fuerzas Armadas, como diría el Papa, proponiendo el Evangelio y su mensaje de salvación, no imponiendo nada. Aunque solo hubiera una persona a la que esta labor le hubiera ayudado, yo creo que ya habría merecido la pena”.

Ambos sacerdotes dejan claro que, si no hay presencia en España de capellanes de otras confesiones es porque no hay demanda al ser el número de sus practicantes muy bajo. Además, se facilita el acudir a cualquier culto fuera de la dependencia militar”.

En el número 2.768 de Vida Nueva

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