Religión, violencia y diálogo. Diez años después del 11-S

FRANCESC-XAVIER MARÍN i TORNÉ, profesor de la Universidad Ramon Llull y miembro del Consejo Asesor para la Diversidad Religiosa de la Generalitat de Cataluña | Cuando se cumple el décimo aniversario de los terribles atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos, son muchas aún las preguntas por responder. Y no solo sobre su autoría o sus trágicas consecuencias, sino también a propósito del nuevo escenario religioso que se ha dibujado durante la última década a raíz de aquellos ataques.

Estas páginas, que quieren ser un ejercicio contra la desmemoria, nos invitan a recorrer el camino que va de la violencia al diálogo. El mismo que vienen cultivando islam y cristianismo en su afán por superar fundamentalismos y ambigüedades, para descubrir a Dios en cada prójimo, especialmente en las víctimas de nuestros egoísmos.

Barbarie y teología: cuestiones pendientes

Theodor W. Adorno se preguntó, en un célebre dictum, sobre la posibilidad de continuar escribiendo poesía después de Auschwitz. Quería significar así la inhumanidad plasmada en los campos de exterminio como símbolo de aquello irreversible, irrevocable e imprescriptible que, a pesar de la justicia, no puede ser reparado. Auschwitz habría echado a perder definitivamente la inocencia humana.

Algunos han querido ver en los espantosos atentados del 11 de septiembre de 2001 una vuelta de tuerca a la capacidad humana de infligir mal a sus semejantes. El horrorismo impacta de una manera brutal precisamente porque quien lo aplica no se limita a la destrucción de la víctima, sino que sucumbe a la indiferencia ante el sufrimiento ajeno.

Sea como sea, el 11-S habría sido un acontecimiento, es decir, un hecho que marcó un punto de inflexión en la percepción de la realidad, un fenómeno que fracturó muchos presupuestos (sobre seguridad, progreso…) porque es, a la vez, manifestación de ideologías radicales, pero también expresión de las patologías sociales que nos acechan.

Nos interesa mucho centrar nuestro enfoque en una perspectiva teológica, que tome en consideración aspectos tan decisivos como la ambigüedad de las religiones y la urgencia del diálogo interreligioso.

En efecto, muchos son los retos teológicos que los diez años transcurridos desde el 11-S nos han planteado. Así, por ejemplo, los textos sagrados compartidos por judíos, cristianos y musulmanes establecen el imperativo de amar al prójimo como a uno mismo y la prohibición de la violencia en nombre de Dios, pero la condición humana más bien parece inclinarnos a odiar al prójimo, explotarlo, humillarlo y martirizarlo.

De alguna manera, este ha sido el debate de la humanidad desde sus orígenes: ¿tiene la teología algo que decir ante la condición humana (contingencia, vulnerabilidad, fragilidad, pecado…) que nos sumerge en una especie de contradicción entre lo bueno y lo malo, lo aconsejable y lo reprobable?, ¿puede la teología ilustrarnos sobre el perdón entendido como gratuidad y magnanimidad, como voluntad de reanudar las relaciones, como radicalidad del sacrificio dispuesto a instaurar un nuevo orden en la realidad?.

¿Está capacitada la teología para desafiar la profunda desmemoria de nuestro tiempo, que nos incapacita para descubrir la dimensión salvífica en la densidad de la historia y la singularidad de cada persona?, ¿tiene la teología una respuesta al mal como desafío que fuerza a pensar de otra manera, al mal como provocación que obliga a replantearse los atributos de Dios?.

¿Es aún capaz la teología, de dimensión utópica, de insuflar esperanza ante la fascinación del nihilismo, de prometer liberación ante la seducción de la banalidad, de apelar a la responsabilidad ante la tentación de la indiferencia, de predicar el mesianismo reconciliador ante el avance arrollador de los intereses creados?

Pluralidad e intransigencia: el fundamentalismo como trastorno

Una de las dimensiones más llamativas de las proclamas de Bin Laden fue el recurso sistemático a expresiones prototípicamente teológicas. Tanto cristianos como musulmanes provenimos de una historia profundamente marcada por las repetidas interferencias entre lo político y lo religioso.

¿Qué sentido tiene calificar la experiencia religiosa por su capacidad de suscitar autotranscendencia?; sin una frontera que dibuje las posibilidades de la vivencia, ¿cómo podríamos presentar la violencia ejercida en nombre de la religión como una extralimitación?

La violencia en nombre de la religión acostumbra a provenir de una sobreexpectativa de sentido que la realidad no puede satisfacer de ningún modo. Por eso, el fundamentalista idolatra las propias creencias y, en realidad, las profana. Bajo la apariencia de presentar la verdad como algo evidente, en realidad la enmascara. El fundamentalista es un iluminado que deslumbra a los demás. Es alguien que ha confundido las prioridades y ha perdido de vista que lo único importante son las personas.

Es en este contexto donde la religiosidad vivida con autenticidad y esperanza es un potente antídoto contra el fanatismo. La sabiduría espiritual ayuda a entender la experiencia religiosa como terapia, es decir, como curación-salvación de la realidad. Las religiones enseñan que la actitud debida no debe ser ni la conformidad ni la rebelión, sino la esperanza.

El futuro de la humanidad y la credibilidad de las religiones pasa indefectiblemente por adoptar la actitud dialogante de quien se sabe en permanente peregrinaje, siempre en camino rodeados de ambigüedad.

Pluralidad y alteridad: el diálogo como compromiso religioso

Hechos como el 11-S hicieron cobrar una conciencia aún más clara de la urgencia de comprometerse en una decidida opción por el diálogo interreligioso. Se asumió decididamente que el debate acerca de la diversidad resulta inevitable y clave en un contexto de globalización. Es el imperativo de la aceptación de una extraordinaria variedad que reclama ser acogida; es la exigencia de unas relaciones entre las religiones basadas en el reconocimiento y no en la imposición.

Teológicamente, esto ha supuesto una auténtica revolución: se profundiza en la tesis según la cual la humanidad espera de las religiones una respuesta a los enigmas de la condición humana; se renuncia formalmente a las tesis exclusivistas según las cuales fuera de la propia religión no existe posibilidad de salvación; se reformula la histórica propuesta de la tarea misionera y se sustituye por una apuesta por la evangelización; se abre el debate sobre la dimensión salvífica de la persona de Jesucristo, en una apasionada y apasionante tensión entre partidarios del inclusivismo y del pluralismo…

Comprometerse en el diálogo debería ayudar a ver la realidad evitando los sesgos etnocéntricos que esencializan las diferencias y nos hacen percibir estas diferencias como amenazas.

Tal vez uno se niegue irreflexivamente a convivir con los demás, pero no puede evitar coexistir con ellos. Hoy las religiones ya no pueden pretender pasar desapercibidas las unas de las otras, invisibilizarse en un mundo global donde ya no quedan esquinas donde esconderse.

No se trata simplemente de capacidad de apertura, sino de escucha respetuosa; no de simple tolerancia, sino de capacidad de reconocimiento. En este sentido, la diversidad cultural y religiosa no es sino una relectura del clásico binomio Yo-Otros, una nueva mirada sobre una Identidad y una Alteridad de perfiles cada vez más borrosos en un mundo postmoderno donde el miedo al Otro ha cedido el paso al miedo a los Semejantes, y el islam (en tanto que religión abrahámica) se nos asemeja demasiado…

Benedicto XVI y el islam

Algo de todo esto ha habido en las declaraciones de Benedicto XVI a propósito del islam, siempre caracterizadas por la tensión de las semejanzas y diferencias entre cristianos y musulmanes. Evidentemente, hay que situar todo esto en su contexto específico: un difícil encaje de las dos grandes religiones en la postmodernidad, que ha llevado al cristianismo a un debate centrado en la Nueva Evangelización como estrategia para encontrar o preservar un lugar en un entorno vivido como no necesariamente acogedor.

Y que ha conducido al islam a la discusión sobre el islamismo político como posible estrategia identitaria en un mundo globalizado que amenaza con occidentalizarlo todo. En definitiva, tanto para Benedicto XVI como para las autoridades del islam una cuestión clave ha pasado a ser la del lugar de los creyentes en una sociedad secularizada e intercultural.

En efecto, en su libro de entrevistas con Peter Seewald titulado La sal de la tierra (2005), Benedicto XVI resume su visión panorámica del islam como una religión con una concepción de la vida distinta del cristianismo, caracterizada por la rigidez y la falta de adaptación al mundo moderno.

Pero el 20 de agosto del mismo año 2005, en un encuentro con dirigentes islámicos con ocasión de la XX Jornada Mundial de la Juventud de Colonia, Benedicto XVI plantea la relación entre cristianismo e islam más bien desde el respeto a las respectivas identidades, la reconciliación y la defensa de la libertad religiosa, así como la necesidad vital del trabajo en común ante los retos mundiales. Apuntan ya aquí los dos grandes ejes de su posición ante el diálogo interreligioso: la identidad religiosa y la libertad religiosa.

Podemos entender mejor todos estos matices si abrimos el objetivo para obtener una panorámica más amplia de aquello que está en debate. El 6 de noviembre de 2007, tuvo lugar un hecho de una trascendencia enorme: el rey Abdallah de Arabia Saudí, guardián de los Lugares Santos del Islam, visitó el Vaticano. A nadie se le escapó la importancia de esta visita del máximo dirigente del reino wahhabita, acusado de auspiciar atentados islamistas contra intereses occidentales y que ahora quería presentarse como uno de los adalides del diálogo de civilizaciones.

El 4-6 de noviembre de 2008, se firmó una Carta de Derechos para cristianos y musulmanes. Desde entonces, distintas reuniones han trabajado sobre las implicaciones teológicas de la libertad de conciencia religiosa, la violencia ejercida en nombre de Dios o de la religión, y el respeto entre los creyentes de distintas religiones.

El imperativo del memorial: la teología como resistencia a la amnesia

El drama del 11-S provocó en muchas conciencias un fuerte impacto. A más de uno le introdujo en la vorágine de una espiral de violencia que aún no sabemos a dónde conducirá ni cuándo acabará; pero a la mayoría le hizo reflexionar sobre las causas que nos habían llevado hasta aquí y, sobre todo, a plantearse qué se debía hacer a partir de ese preciso instante. En este sentido, nos preguntábamos al inicio si la teología tenía algo que decir a todo lo acontecido después del 11-S.

Nunca debe perderse de vista que la obligación de la teología es preguntarse cuál es la respuesta de Dios a la oscuridad del dolor humano, y contribuir así a poner fin al clamor de los que sufren. El sufrimiento resultado de la violencia se convierte en una provocación religiosa y, porque perturba la tendencia del creyente a la tranquila acomodación, fuerza a la compasión. Y es que, a fin de cuentas, el terreno en el que la teología es competente es la historia de la pasión/compasión humanas.

Y es que, para las religiones, la salvación no se obtiene a costa de la desmemoria. Al contrario, el imperativo de la fe es revelar aquello que corre el riesgo de pasar desapercibido u oculto por el secretismo interesado del poder. La teología debe anunciar y denunciar. El 11-S nos recordó dramáticamente que no podemos calificar de religiosas a aquellas personas que no se definen por la empatía, que viven de espaldas a Dios quienes recurren a la violencia.

Después del 11-S, algunos pensaron que solo cabía esperar venganza o convertirse en voyeurs pasivos de las decisiones políticas. Otros optaron por la protesta y por la apelación al diálogo. Los creyentes recordaron que su fe se fundamenta en un Dios que siempre adviene, que no nos deja abandonados a nuestra suerte, sino que irrumpe para pronunciar su palabra.

Un Dios por llegar definitivamente, un Dios de la promesa que invita a un éxodo permanente de crisis y conversiones. Si la violencia ejercida como abuso de la religión nos paraliza, acabaremos siendo patéticos adoradores del fatalismo, seres melancólicamente resignados, simples gestores estratégicos de las oportunidades de cada instante, cínicos apáticos o conformistas gregarios. Solo preservando una irrenunciable disposición al diálogo continuará viva la permeabilidad al sufrimiento ajeno y la porosidad imprescindible para no caer en un egoísmo enfermizo.

Pliego íntegro, en el nº 2.767 de Vida Nueva.

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