Dios en la poesía española del siglo XXI (I)

Ábside de nuestros labios

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Sin voluntad de crítica ni tan siquiera antológica, esta exégesis de lecturas trata de exponer, con más o menos continuidad entre los finales del siglo XX y la primera década del XXI, cómo el diálogo con Dios crece –y se multiplica– entre los poetas contemporáneos españoles. Es decir, constata la firme presencia de la poesía religiosa entre los jóvenes poetas de hoy, que aúnan calidad, fervor y tradición. “Dios desciende a poema y quiere ser ábside de nuestros labios”, que dice el verso de Pureza Canelo. Estas páginas –que tendrán su continuación en una segunda entrega coincidiendo con el período vacacional navideño– tratan de dar buena cuenta de ello.

Está claro que el término poesía religiosa “no es uniforme, pues responde a actitudes disimiles”, como advertía Leopoldo de Luis (Córdoba, 1916-Madrid, 2005) en su antología Poesía religiosa (Alfaguara, 1969), que recogía a los poetas españoles que la habían cultivado entre 1939 y 1964.

Una simple enumeración permite distinguir numerosas vertientes: confesional, espiritual, humanística o sacra, que, a su vez, como hicieron en su Suma poética Miguel Herrero y José María Pemán, se podría compartimentar en bíblica, evangélica, eucarística, virgínea, hagiográfica y ascética-mística.

Leopoldo de Luis afirmaba que “la poesía religiosa no puede tomarse solo como adoración. Tampoco, solo como virtud. También es duda, agonía; incluso negación. Y, desde luego, deseo de esperanza y ansia de justicia”. A su juicio, que es también el que nos interesa, hay dos clases, en líneas generales, de poesía religiosa: “La que responde a un sentimiento interior, existencial, y la que maneja asuntos relacionados con la religión en sus manifestaciones externas”.

¿Poesía religiosa porque nombra a Dios?

Del mismo modo que Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905-Madrid, 1999) en su antología Dios en la poesía actual (BAC, 1970) –que recorre desde el modernismo hasta 1968 en la poesía española e hispanoamericana–, nos preguntamos aquí: “¿Poesía religiosa porque se reduce a nombrar a Dios, a describir alguna piadosa ceremonia, a invocarlo por obligatoriedad devota? No se trata de eso. Pero tampoco, de ninguna manera, de eludir todo lo que sea únicamente poesía de amor divino, impulso desinteresado hacia la Perfección y la Belleza. Ni, sobre todo, de componer un florilegio de poetas contestatarios, como si hoy la única forma válida de invocar a Dios fuera protestando por algo”.

La inconformidad, como a la misma Ernestina de Champourcin, nos ocupa –y preocupa–, claro está, porque ella misma configura una “característica esencial de nuestro tiempo”; pero también nos importa el sentimiento de lo sagrado, el temor hacia lo absoluto, la inquietud espiritual, la idea de eternidad y de esencia divina presente en los versos de algunos poetas no creyentes, escépticos o ateos.

Sin embargo, sobre manera, hemos querido ofrecer un recorrido, a la fuerza sucinto y superficial, por la fe en la poesía española durante el joven siglo XXI, fe entendida, como en san Juan de la Cruz, como “hábito del alma, cierto y oscuro”, pero también como himno celebratorio, comunión, vindicación, asombro, presencia espiritual y diálogo constante en la vida cotidiana. Siempre consciente de aquello que escribió León Felipe:

Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy;
para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol…
Y un camino virgen Dios.

Se ha hablado, erróneamente, de un “eclipse de Dios en la poesía española”; a partir, justamente, del último tercio del siglo XX, justo ahí donde Ernestina de Champourcin puso el colofón a la segunda edición de Dios en la poesía actual, en la Generación de la posguerra. Valoración que tiene más de desconocimiento que de atenta lectura, y que expone la verdadera necesidad de una crítica literaria atenta a la dimensión religiosa del hombre.

Pablo García Baena

Examinar la conducta del homo religiosus, como ya apuntó Mircea Eliade, supone contemplar el compromiso del hombre con lo absoluto. En cierto modo, ese es el poeta. Un hombre, una mujer, seducidos por la razón poética según la concebía María Zambrano, aquella que abarcaba de modo unitivo religión, filosofía y poesía, conexión que desarrolla en una de sus obras fundamentales: El hombre y lo divino.

El hombre es un animal religioso

Esto no significa, como afirmaba Vicente Gaos de acuerdo con Aleixandre, que toda poesía sea religiosa, pero nacen del mismo germen: “¿Qué es poesía ‘religiosa’? –se pregunta Gaos–. En el fondo, toda. Porque, en el fondo, el hombre es un ‘animal religioso’, y la poesía es el máximo acto de trascendencia y de universalidad realizable por medio de la palabra […]”.

Siguiendo a Jaime Siles, conviene afirmar para la poesía lo que Joan Sureda explica para el arte en su conjunto: “El arte religioso no es sagrado por ser arte, sino por ser doctrina: es decir, por transmitir conocimiento”. Siles llega a distinguir entre lo religioso –que es experiencia de Dios– y lo artístico, que es experiencia de lo sagrado.

En cualquier caso, lo sagrado entabla un diálogo con lo religioso, ya sea en su alegría espiritual, su sentido de culpa, su lucha con el mal, su santidad, su oratoria o su invocación mística, formas todas de la poesía religiosa que se ha escrito –y se sigue escribiendo– en España, todas “declinaciones de Dios”, como el poema de José Luis Tejada incluido en la edición de su Poesía religiosa (Renacimiento, Sevilla, 2010), creyente y fundamentalmente sacra:

Nominativo, Dios. El genitivo
de Dios: Yo soy de Dios, la cosa es clara.
Dativo, a, para Dios, yo nací para
Dios y para su gloria escribo y vivo.
Que me muevo hacia Dios, acusativo,
si no fuera verdad no lo acusara
y nadie, al saludarme, pronunciara
ese “a Dios” que me torna transitivo.
Vocativo, yo llamo a Dios a voces,
con la boca: ¡Oh mi Dios! ¿No me conoces,
si tengo ya tus casos declinados?
Y ablativo, que tanto te hablo y nombro,
cabe, con, por, tras ti, sobre tu hombro,
y aun contra ti, por mor de mis pecados.

El siglo XX

Aquí no se pretende ofrecer un panorama completo de la literatura de tema religioso en España, “tema en realidad inagotable” –como escribió Champourcin–, aunque se fije el punto de partida en la Generación de los 70, contexto mínimamente necesario para comprender hacia dónde va la poesía de Dios hoy. Para antes, estimamos aún vigente la tarea de Leopoldo de Luis y Ernestina de Champourcin, valiosa en la medida en que, aún hoy, para muchos lectores supondrá un valioso descubrimiento.

Más actual es una interesantísima antología de poesía religiosa latinoamericana, El Salmo fugitivo (Editorial CLIE, Madrid, 2009), de Leopoldo Cervantes-Ortiz. Digamos ya que es incierto que el “sentimiento religioso” haya estado ausente, como ciertos antólogos repiten, de la poesía española desde la Generación del 50. No son los poetas, es la crítica la que ha querido mirar para otro lado. Ni José Luis Tejada, ni Manuel Mantero o Alfonso Canales –todos presentes en la antología de Champourcin– dejaron de exaltar o de interpelar a Dios.

De muy diferente signo, más imbricada en una “sacralidad de la mirada”, son un gran número de poemas de Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines y José Ángel Valente, todos de gran proselitismo entre los nuevos poetas. Siles sostiene que “la relación que estos poetas tienen con lo sagrado puede ser vista como una forma de religiosidad”.

Más evidente fue la honda vis religiosa del Grupo Cántico, con poetas muy personales y distintos, sin ser todos creyentes: Ricardo Molina, Juan Bernier, Mario López, Julio Aumente o Pablo García Baena. “Arca de lágrimas”, presente en su antología Recogimiento (Ayuntamiento de Málaga, 2001) es un buen ejemplo de la especial poesía religiosa tan característica de García Baena, poeta de deslumbrante armadura verbal, que penetra en el rito mariano de un Jueves Santo y culmina proclamando:

Señora que camináis al atardecer
tras el cadáver rígido sobre el frío de la losa,
sobre la terca ceguera de los hombres
marcados como el rebaño con la señal del matadero,
Señora que volvéis los ojos/ en la fatiga de la compasión
–velan aún, confusos, los tambores–,
ayúdanos, Altísima.

Pliego íntegro, en el nº 2.762 de Vida Nueva.

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