Costa de Marfil: un país traumatizado

PATRICE TIPENIN, profesor de Lengua Española en Abidjan | Muchas gracias por el honor que me brinda Vida Nueva al pedirme un artículo sobre la situación en Costa de Marfil. La verdad es que me da mucha pena escribir estas líneas, especialmente cuando uno tiene en cuenta los sufrimientos de pueblos y aldeas enteras desaparecidas por la contienda en muchas zonas del país, sobre todo en el oeste. Frente a un país de rodillas económicamente y con unas infraestructuras sanitarias catastróficas, pienso que es necesario un esfuerzo humanitario para socorrer a la población civil, sometida aún a represalias e injusticias. [Siga aquí si no es suscriptor]

P. Tipenin

Cuando se agudizó la crisis post-electoral, a finales de marzo, primero mediante duros enfrentamientos verbales entre los representantes de los dos bandos y luego con el uso de las armas como solución última e inevitable, las palabras de Benedicto XVI y el hecho de que fuera a enviar al cardenal Turkson como mediador para la paz aliviaron mucho a la población civil, pero no tanto a los políticos. Huelga mencionar que la noticia de esa llegada del emisario papal olía realmente a una propuesta de paz duradera del Vaticano y a una solución dialogada entre ambas partes. Pero la propuesta fue rechazada. No había voluntad de diálogo.

En este marco justamente es cuando se produjo la decisión de la intervención de las fuerzas francesas de la Licorne ayudadas por la ONUCI, bajo mandato y previa “resolución 1975” de la ONU propuesta por Francia. A partir de ahí, se iniciaron acciones inéditas en la historia de la ONU, con ataques e intensos bombardeos sobre cuarteles, gendarmerías y polvorines que se saldaron con muchas poblaciones desplazadas y miles de desaparecidos. Todo con la justificación de “proteger a la población civil”… A ello hay que sumar los incontables muertos que hay que achacar a la guerra en general.

“El sentir general de la población
oscila entre la resignación y el pánico,
ante una situación sociopolítica
que rima con pobreza y miedo”.

A raíz de esta crisis post-electoral, tras una breve pero sangrienta guerra “civil” fomentada por una serie de circunstancias sociopolíticas turbias aún sin aclarar desde hace más de diez años, los intensos bombardeos que cayeron sobre el palacio presidencial, donde muchos jóvenes fueron a ofrecerse como escudos humanos, culminaron con la captura del presidente Laurent Gbagbo el 11 de abril de 2011, hoy encarcelado en el norte del país. Después han seguido matanzas y violaciones de los derechos humanos, aunque perpetradas de manera más sutil y oculta. Según cuenta la prensa de la oposición, el nuevo régimen querría sentar las bases de una “contrarrevolución” mediante purgas y ‘cazas al hombre’.

En Abidjan, cabe decir que los políticos afines al antiguo Gobierno están obligados a esconderse y ya no pueden ejercer ni expresar su libertad celebrando reuniones, por miedo a ser perseguidos o a ser llamados a comparecer ante “tribunales” creados de nuevo “en nombre de la reconciliación”. El Parlamento está incapacitado totalmente para funcionar, ya que a todos los diputados, incluido el presidente de la Asamblea Nacional, se les amenaza con dejarles sin sueldo.

Los gendarmes, policías y militares del régimen anterior han de hacer cola para cobrar su sueldo en mano, como si fueran mineros a la salida de una cueva, en vez de recibir las habituales transferencias bancarias. La medida obedece al deseo de las nuevas autoridades de identificar a cuantos se escondían tras la captura de Gbagbo.

Frente a este panorama, la prensa de la oposición habla últimamente de ‘democracia descafeinada’, porque ya no existe una pluralidad de voces ni libertad de expresión, y se tiene claramente la sensación de que esto es el retorno al monopartidismo con la lógica binaria de los “malos” y los “buenos”.

Inseguridad

Las universidades no funcionan a su ritmo normal y permanecen cerradas por motivos muy poco aclarados por el nuevo Gobierno. Muchos escolares no pudieron regresar a las aulas, unos porque murieron, otros porque han tenido que huir. Muchas casas fueron destruidas y el precio de los alquileres está por las nubes, con el agravante de que los saqueadores se han llevado todos los bienes de las familias, o directamente incendiaron sus hogares.

En este contexto, no sé si es exagerado afirmar que el sentir general de la población oscila entre la resignación y el pánico, ante una situación sociopolítica que rima con pobreza y miedo. La seguridad está totalmente desorganizada, puesto que la realizan unos soldados improvisados, a veces andrajosos y que no inspiran ninguna confianza: antiguos aprendices, albañiles, mecánicos, zapateros… sin ninguna formación académica ni militar previa, pero eso sí, con armas pesadas en las manos. No hace falta ser un adivino para ver que, tanto en la capital como en el resto del país, la seguridad de los ciudadanos sigue siendo un tema candente y estresante para todos. Ello hace que los inversores y empresarios se vean obligados a cálculos aritméticos de toda índole para que no se hunda su negocio.

Con el embargo de medicamentos impuesto por la Unión Europea, la bella tradición democrática occidental e internacional pareció esfumarse. Esta medida actuó igual que las armas bacteriológicas o silenciosas que se suelen usar durante contiendas de guerras frías. No cabe la menor duda de que el embargo fue una “guerra dentro de la guerra”: muchos enfermos fallecieron en una total indiferencia agarrados a su cama como si fueran el blanco de una eutanasia invisible y forzada que se les imponía a distancia, ante la total impotencia de sus familias.

“El embargo de medicamentos
impuesto por la Unión Europea fue
una ‘guerra dentro de la guerra’:
muchos enfermos fallecieron
en una total indiferencia”.

No tengo cifras exactas de cuántas personas fallecieron en los hospitales públicos durante este embargo, pero era desolador ver los llantos y la desesperanza total de familias enteras a las puertas de centros sanitarios, y el número de cadáveres amontonados en las morgues, los funerales y entierros organizados precipitadamente…

Ante estas situaciones horribles y deshumanizantes, nuestro papel como comunidad católica fue siempre apoyar, ayudar, aportar consuelo de todo tipo a los hospitales y a las poblaciones civiles, proporcionando comida a los más necesitados. Es de destacar, especialmente, la misión salesiana de Duekoué, que atiende aún hoy a miles y miles de desplazados hambrientos y en harapos, que fueron llegando de todos los rincones de la región. Es allí donde la comunidad internacional debería haber intervenido prontamente con una ayuda humanitaria contundente, en vez de la intervención militar a favor de uno de los campos en conflicto. Esto empeoró la situación, puesto que favoreció el resquemor y sembró más cicatrices en el alma de muchos.

Hoy nos sigue preocupando la situación de una economía nacional quebrada. Además, la situación de crisis humanitaria ocasionada por esta guerra sangrienta es descomunal y sin precedentes. Esto debería llamar la atención de todas las fuerzas vivas de Occidente para aportar víveres a los orfanatos, medicinas y materiales escolares para aliviar el dolor y el sufrimiento de niños y de un pueblo traumatizado.

Marcados para siempre

Quien ha vivido esta situación se siente mal en su fuero interno: después de la infernal lluvia de obuses, fuego de mortero, bombas incendiarias, lanzagranadas y bombardeos aéreos sin tregua durante casi dos meses, la gente vive pesadillas y traumas imborrables; las imágenes de cadáveres tirados por las calles y del éxodo de poblaciones le marcan a uno para toda la vida.

Cabe subrayar que nadie intentó atacar directamente a los misioneros durante la contienda, porque las poblaciones saben que ellos son su último recurso. Las iglesias, centros de acogida y colegios fueron un refugio para la gente aterrorizada, como ocurrió en Duekoué. Desde este enfoque y vista la relación fraterna que siempre ha existido entre los misioneros y las poblaciones civiles, nunca pensaron estos en marcharse definitivamente del país, sino en seguir dando apoyo y ayuda.

Después del arresto del presidente Gbagbo, entramos en un período de ajustes de cuentas y asesinatos perpetrados por los bandos enfrentados. No se puede culpar de las masacres solo a un bando; los dos son, a mi parecer, culpables de actos graves y delictivos.

Pese a todo, Abidjan vuelve a ser la que era, o por lo menos intenta serlo tras la investidura del nuevo presidente, Alassane Ouattara, el 21 de mayo, porque aquí la gente es muy optimista y no quiere seguir lamentándose ni cruzarse de brazos.

Los habituales atascos de tráfico ya vuelven a ser los mismos. Aunque de noche se oyen a veces algunos tiroteos, la población ha vuelto a salir a las calles para dedicarse a sus ocupaciones diarias, mientras esperan que las promesas del nuevo régimen les permitan poder trabajar y vivir dignamente y que los daños causados sean reparados sin demoras.

En el nº 2.762 de Vida Nueva.

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