Vivir de la Eucaristía

El pan y la existencia están esencialmente unidos

ÁNGEL MORENO, de Buenafuente | Qué mejor modo de vivir la cercana solemnidad del Corpus Christi que descubriendo en la Eucaristía dimensiones esenciales para el creyente en estos tiempos inciertos.

Sacramento asociado casi siempre a la celebración litúrgica comunitaria y eclesial o a una invitación a la oración íntima y personal, la mesa del Pan y la Palabra nos hace partícipes también de otras perspectivas (reconciliación, expropiación, misión…) que resultan fundamentales para acompañar el camino del seguimiento evangélico al estilo de Jesús. Ojalá que estas páginas nos ayuden a conocer y acoger mejor la realidad desbordante que encierra el Misterio de la Eucaristía.

En un tiempo de intemperie, crisis, dificultades económicas, inestabilidad social, enfrentamientos ideológicos, atrincheramientos políticos, descrédito religioso, rompimientos familiares, quiebras personales y desafección eclesial, ofrecer un Pliego sobre la Eucaristía puede parecer una opción para evadirse de la realidad y quedarse al margen de la preocupación social. Parecería más urgente afrontar cada una de las dimensiones señaladas con trabajos científicos y personas expertas que pudieran dar algunas pautas prácticas esperanzadoras.

Esquivar los problemas o afrontarlos sin realismo no los resuelve y, además, revela falta de sensibilidad, como se denuncia en la parábola evangélica del buen samaritano. Todo intento de actuar de forma entrañable ante el sufrimiento humano es algo noble, hacerlo cuando es más necesario es solidaridad obligada.

Sin embargo, ante el cuadro sociológico expuesto, dos pasajes bíblicos pueden reflejar las mismas circunstancias: el Éxodo por el desierto, con falta de pan y de agua (Ex 16, 35), y la multitud que anda como ovejas sin pastor, sin haber comido en todo el día, según el relato del Evangelio de san Mateo (Mt 15, 32-33). En ambos casos hay una respuesta solidaria. En tiempos del Éxodo, Dios envió el maná, llamado “pan del cielo” (Ex 16, 12). Jesús, ante la urgencia del hambre, sintió compasión y multiplicó unos pocos panes y peces, para que comieran todos hasta saciarse (Jn 6, 9ss).

En un sentido bíblico, tanto el pasaje del maná como el de la multiplicación de los panes y peces, hacen referencia profética al gesto supremo de la Última Cena. Jesús, en el discurso del “Pan de vida” (Jn 6, 35-71), los relaciona al tomar el pan, partirlo y dárselo a sus discípulos. Encontramos el mismo gesto en el pasaje de Emaús (Lc 24, 13-32).

En todos los casos, la presencia del pan partido y multiplicado demuestra la compasión de Dios con su pueblo, la entrañable actitud de Jesús para con los suyos y para con toda la multitud (Mt 14, 14).

Si había alguna prevención para ofrecer la Eucaristía como respuesta adecuada en tiempo de intemperie, queda superada con la lectura sapiencial de los textos citados. El pan y la existencia están esencialmente unidos, lo mismo que el pan y la Eucaristía tienen una relación esencial. En la Eucaristía el pan del cielo y el pan de la Palabra nos ofrecen el acompañamiento más existencial, en las horas más recias y a la vez en los momentos más entrañables.

El creyente tiene en la institución sagrada, que realizó Jesús en la Última Cena, no solo el sacramento de la presencia de Cristo, el don que hizo de sí mismo en favor de todos los hombres, la mesa donde satisfacer la necesidad espiritual, sino también la indicación de un modo de vivir la propia identidad. Juan Pablo II, pocos días antes de morir, en la carta que escribió a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005, exhortaba: “… la existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, ‘forma eucarística’”. Expresión que de alguna manera se puede extender a todos los que participan en la mesa del Señor.

La Eucaristía es como un diamante que brilla en sus diferentes facetas. Quizás estamos acostumbrados a interpretar el Sacramento como celebración litúrgica comunitaria y eclesial, o como invitación a la oración íntima y personal, ante su reserva en el tabernáculo. Si iluminamos la historia personal con los diferentes sentidos que encierra el Sacramento, nos sorprenderemos al descubrir en la Eucaristía la revelación de dimensiones esenciales que deben acompañar a quienes desean hacer de su existencia un camino de seguimiento evangélico, a la manera de Jesús.

Reconciliados y reconciliadores

  • Reconciliados

En el Pliego del nº 2.695 de Vida Nueva (13 al 19 de febrero de 2010), ofrecí una larga reflexión sobre el perdón. A la hora de disponernos a la celebración de la Sagrada Liturgia, la Iglesia nos invita siempre a la reconciliación. La mesa del Señor, de su Pan y de su Palabra, se presenta como posada restauradora de las heridas sufridas en el camino: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt 11, 28).

El Señor acoge los sentimientos de cansancio, agobio o culpa: “El Señor es compasivo y misericordioso, no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas” (Sal 86, 5). Ante tal invitación, ¿qué se gana con el amor propio, el orgullo, la apariencia de invulnerabilidad? Lo adecuado es pedir perdón, dejarse perdonar y ejercer la misericordia con los que se ha podido ofender.

Es malo aparentar que no pasa nada, encubrir la conciencia, huir del perdón por pensar que mañana va a ser igual, rehusar el amor de sentirse querido personalmente. No es bueno convivir penosamente con las sombras, dejar crecer la mala hierba y los malos sentimientos, dejar que se haga crónica tu herida, permitir el señorío interior a los fantasmas. No se debe aguantar más de lo necesario en la menesterosidad.

Lo que procede es acoger el regalo del perdón, abrirse al ofrecimiento de la misericordia divina, celebrar el abrazo de Dios, que acontece en el sacramento entrañable; así, se instalará la mayor posibilidad humana de ser feliz y de mantener la paz. Dios siempre perdona. Jesucristo nos manda perdonar.

En religiones tradicionales y en el pueblo de la antigua alianza, se sacrificaban los animales mejores como ofrenda agradable, para aplacar la ira de Dios. En este contexto, se ha podido presentar la ofrenda de Jesucristo ante su Padre como si Dios necesitara de la sangre más pura para quedar satisfecho, pues la carne de corderos y terneros cebados no le satisface. Desde la perspectiva expiatoria, interpretada como reparación de las ofensas, si Dios necesita el holocausto de su propio Hijo, entonces da miedo.

Pero la expiación, según la Biblia, tiene un sentido muy diferente. Se entiende desde la perspectiva del amor, y significa asumir la culpa del otro sin echarle en cara su pecado. Esto fue lo que hizo Jesucristo. La expiación, por nuestra parte, debiera ser de agradecimiento y de asociación con Jesús en favor de los que tengan necesidad de sentir el perdón, sabiéndonos, a la vez, perdonados por Dios. El ofrecimiento de Jesús en la Última Cena fue tomar nuestras culpas y ofrecer por nosotros para siempre su sacrificio. Dios nos ha reconciliado consigo, gracias a la ofrenda de Jesucristo.

  • Reconciliadores

Hay textos extraordinarios que se han quedado en nuestra memoria para siempre, iluminan de manera especial y son referentes a la hora de discernir y de actuar. Uno de ellos es la parábola del buen samaritano (Lc 10, 31-37). En el relato se ofrecen matices de ternura, generosidad, delicadeza, los que el samaritano tuvo con el que había caído en manos de bandidos.

La parábola se puede comprender desde diversas perspectivas. Se nos llama a ser protagonistas del relato lucano y a caminar sensibles, solidarios, generosos con quienes, en nuestro entorno o a nuestro paso, permanecen heridos, desanimados, hundidos por la marginalidad o violencia de los otros. Esta actitud depende mucho de la conciencia que se tenga de haber sido beneficiario en otras ocasiones de la piedad de Dios y de los otros.

Buen samaritano, buen prójimo es aquel que se detiene, compasivo, ante el sufrimiento del otro y es capaz de cambiar, si es preciso para hacerle un bien, su propio proyecto. Todo el que se arriesga por atender al que sufre y se conmueve de manera solidaria, con entrañas generosas, ante el dolor, la dificultad, enfermedad de los que le rodean, o de manera anónima ante situaciones de emergencia, y hasta es capaz de saltarse las barreras sociales, con tal de prestar la ayuda posible, también es buen samaritano. Jesús termina la parábola con la indicación: “Anda, y haz tú lo mismo”, mandato similar al que escucharon los apóstoles en la Última Cena, después del lavatorio de los pies.

Conducidos y conformados por la Palabra

La Liturgia nos brinda el pan de la Palabra, alforja y bordón para el camino del cristiano. El apoyo en la lectura diaria, que ofrece la Liturgia, o al menos de cada domingo, concede fuerza, estímulo, confirmación del camino. San Pablo aconseja leer las Sagradas Escrituras, confrontar, corregir, educar la propia conducta a la luz de la Palabra (cf. 2 Tm 3, 17). Hay diversas actitudes necesarias, si se quiere hacer de la Palabra de Dios el alimento cotidiano.

En el nº 2.758 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, puede acceder al Pliego íntegro desde aquí.

Compartir