El mes de las primeras comuniones

JOAQUÍN L. ORTEGA | Sacerdote y periodista

“Hay muchos cristianos adultos que en su fe y en su vivencia cristiana nada han progresado desde el lejano “día más feliz de mi vida”. Mientras que en lo social, en lo cultural o en lo profesional han ido avanzando y madurando, en lo religioso parecen ir vestidos todavía de marineros”.

Mayo tiene muchas facetas y es el mes de muchas cosas. De María, de las flores, del agua oportuna –¡el agua de mayo!– y de que los mozos del pueblo pinguen en la plaza los “mayos” correspondientes. Pero, además, mayo viene a ser, inmemorialmente, el mes de las primeras comuniones. Comuniones que, quizá cada vez más, sean también las últimas. En cualquier caso, se trata de un asunto pastoral todavía sin resolver plenamente.

No faltan intentos de regularización, en fondo y forma, del vital sacramento de la comunión primera. Todavía cuelgan costumbres y tradiciones que hoy parecen no ser ya pertinentes. Me refiero al rango social, a la ostentación y también a los atavíos que suelen lucir los comulgantes. Las niñas, ya se sabe, vestidas más o menos de novias, mientras que los niños (o sus papás) optan todavía muchas veces por el uniforme de marinero. Son atavíos que huelen a atavismos. En cuanto a la tradición castrense, ¿por qué ha de tener la exclusiva la gloriosa marina? Decididos a la marcialidad, ¿por qué no echar mano de la aviación o del ejército de tierra en sus múltiples cuerpos y uniformes?

Lo que pastoralmente habría que asegurar es que la formación de los comulgandos sea crecedora y creciente, que no se estanque en el nivel de la primera comunión.

Hay muchos cristianos adultos que en su fe y en su vivencia cristiana nada han progresado desde el lejano “día más feliz de mi vida”. Mientras que en lo social, en lo cultural o en lo profesional han ido avanzando y madurando, en lo religioso parecen ir vestidos todavía de marineros. Es decir, que andan sumergidos en una infantilidad que no concuerda ni con su edad real ni con el papel que la fe está llamada a pintar en la vida del cristiano.

¿Vale la pena conformarse con ser cristianamente un marinero raso toda la vida?

En el nº 2.754 de Vida Nueva.

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