Beato Juan Pablo II

El papa polaco ya está en los altares

ANTONIO PELAYO. ROMA | El proceso de beatificación más rápido de la historia de la Iglesia católica (6 años y 29 días) culminó el 1 de mayo en la Plaza de San Pedro, cuando Benedicto XVI proclamó a su “amado predecesor”, Juan Pablo II, nuevo beato. Un millón y medio de fieles acudieron a Roma para ser testigos de primera mano del histórico acontecimiento. El papa polaco ya está en los altares.

En mis ya muchos años de vida como corresponsal, he tenido la suerte y el privilegio de asistir en Roma a muchas canonizaciones y beatificaciones. Son ceremonias solemnes, algunas de ellas emocionantes y, en cierto modo, históricas; confirman que, escondidos a veces en los entresijos de la historia, hay muchos modelos de santidad que, al ser llevados a los primeros planos de la actualidad, nos devuelven a todos la esperanza.

No recuerdo, sin embargo, ninguna de ellas que pueda, no digo superar, sino ni siquiera igualar la belleza y la emoción que ha rodeado la subida a los altares, el 1 de mayo, de Juan Pablo II. No es una cuestión de cifras –aunque el millón y medio de fieles que, según las fuentes oficiales, llenó Roma ese día confirmó que el recuerdo de Karol Wojtyla es capaz de poner a la gente en camino–, sino, sobre todo, de clima. La multitud que asistió a la Plaza de San Pedro y otros lugares de la Ciudad Eterna (con megapantallas de televisión) no estaba allí para contemplar un espectáculo más o menos bello, sino para vivir una experiencia de comunión con el nuevo beato y, a través de él, con toda la Iglesia, personalizada en su sucesor, el papa Benedicto XVI.

Hasta el tiempo quiso prestar su preciosa ayuda. Todas las previsiones meteorológicas eran negativas. Las vísperas fueron lluviosas, de modo que se instalaron unos toldos para proteger a las misiones extraordinarias de los Gobiernos y a los cardenales. Fueron útiles, pero para refugiarse del sol clemente y constante que lució todo el día en los cielos azules de Roma.

A ese firmamento dirigieron sus ojos las decenas de miles de peregrinos que pasaron al aire libre la noche del 30 de abril. Se acercaron lo más posible a la Plaza de San Pedro, que iba a abrirse al público a las 5:30 h. de la mañana, para poder ocupar los mejores puestos. No se habían distribuido billetes de entrada, pero no hubo ningún tipo de atropello y, pasados los rigurosos controles por parte de las fuerzas de seguridad, ya antes de las 9:00 h. la plaza estaba a rebosar y empezaron a llenarse la Via della Conciliazione y otras calles y plazas adyacentes.

Comenzaban a llegar las delegaciones oficiales de los Gobiernos y naciones. Según datos de la Prefectura de la Casa Pontificia, eran 86, compuestas por personalidades de diverso rango. Abrían la lista los representantes de cinco casas reales: los reyes de Bélgica, Alberto y Paola; el prínciple Hans-Adam II de Liechtenstein; los Grandes Duques Henri y María Teresa de Luxemburgo; los Duques de Gloucester; y los Príncipes de Asturias, don Felipe y doña Letizia.

Los jefes de Estado fueron 17, encabezados por el italiano Giorgio Napolitano y por el polaco Bronislaw Komorowski. La lista, que englobaba, entre otros, al copríncipe de Andorra y arzobispo de Urgell, Joan-Enric Vives, se cerraba, tristemente, con el dictador de Zimbabwe, Robert Mugabe, al que la Santa Sede no puede negarle la participación en una ceremonia de esta naturaleza. Al elenco se sumaban siete primeros ministros y presidentes de Parlamento, así como diversos altos representantes de organizaciones internacionales y la plana mayor de la Unión Europea: Van Rompuy, Jerzy Buzek y José Manuel D. Barroso. Y además, el polaco Lech Walesa.

Destaquemos solamente a la delegación española, encabezada, como hemos dicho, por los Príncipes de Asturias, acompañados por el ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui; la embajadora María Jesús Figa; el vicepresidente del Congreso, Jorge Fernández Díaz; y la vicepresidenta la Generalitat de Cataluña, Joana Ortega. También estuvieron presentes otras veinte personalidades institucionales y políticas (del PP, de UPN y de CiU, pero ninguno del PSOE), como Dolores de Cospedal, senadora de Castilla la Mancha; el exministro de Hacienda, Cristóbal Montoro; o Carlos García de Andoin, jefe adjunto del Gabinete del Ministro de la Presidencia.

Mientras estas personalidades iban siendo paciente y sabiamente colocadas por el servicio de protocolo de la Secretaría de Estado que dirige monseñor Fortunatus Nwachukwu, había dado inicio la ceremonia de preparación a la Eucaristía del II Domingo de Pascua, que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia. Fue en todo tiempo notable el acompañamiento musical (algunos consideran que, en los últimos tiempos, tiene tendencia a exagerar su presencia), a cargo de la Capilla Sixtina, dos coros más y una orquesta de 55 profesores.

Ratzinger, conmovido

A las 10:00 h. hizo su entrada en la plaza, a través del Portone di Bronzo, la procesión de los concelebrantes –todos cardenales–, que cerraba el Santo Padre revestido con algunos ornamentos que habían sido utilizados en su día por el Siervo de Dios Karol Wojtyla. Llegados al altar, y después del acto penitencial, dio comienzo el rito de beatificación. El cardenal Agostino Vallini, vicario de Su Santidad para la Diócesis de Roma, hizo al Papa la petición de inscribir en el catálogo de los beatos al papa Juan Pablo II, del que leyó unos fragmentos biográficos.

En torno a las 10:30 h., con una emoción visible, Benedicto XVI pronunció la fórmula canónica: “Con nuestra autoridad apostólica concedemos que el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II, Papa, de ahora en adelante sea llamado beato y que pueda celebrarse su fiesta en los lugares y según las reglas establecidas por el derecho todos los años el 22 de octubre” [día en que dio comienzo su ministerio pontificio].

Una oleadas de aplausos retumbó desde la Plaza hasta los cielos de la Ciudad Eterna, mientras el resonar de las campanas se mezclaba con la aclamación popular de un triple “amén”. Ya estaba expuesta a la mirada de todos, en el balcón central de la loggia de las bendiciones, la espléndida gigantografía del papa beato realizada en 1989 por el fotógrafo Gzegorz Galazka.

En ese momento subieron al altar sor Tobiana (la monja polaca que dedicó décadas de su vida a cuidar a Karol Wojtyla) y la religiosa francesa sor Marie Simon-Pierre, milagrosamente curada de la enfermedad de Parkinson por la intercesión del nuevo beato. En sus manos llevaban un artístico relicario de plata con una ampolla de sangre de Juan Pablo II que, como explicó el padre Federico Lombardi, le fue extraída durante su larga enfermedad de cara a una posible transfusión. Aunque nunca llegó a efectuarse, una parte fue conservada por su secretario particular, el hoy cardenal Dziwisz, y otra fue custodiada por las monjas del hospital romano del Bambino Gesú. Es fácil comprender la emoción que suscitó en todos los presentes este momento, subrayado por el abrazo que Benedicto XVI intercambió con el postulador de la causa, Slawomir Oder, y con el cardenal Vallini.

Llegado el momento de la homilía, la atención de todos los presentes se centró en lo que iba a decir el Santo Padre sobre su “amado predecesor”. Ratzinger recordó cómo hace seis años, en la misma plaza, con motivo de los funerales de Juan Pablo II, “percibíamos el perfume de su santidad y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato”. Y aquí, a pesar de la advertencia que se había hecho de no interrumpir, la multitud no pudo refrenar sus aplausos, que refrendaban el énfasis con el que Ratzinger pronunció la palabra “beato”.

“Juan Pablo II –dijo más adelante– es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica (…). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro”.

“No temáis”

Recordando un pasaje del testamento de Wojtyla en el que este asegura que toda su vida estuvo al servicio de una “grandísima causa”, Benedicto XVI se pregunta: “¿Y cuál es esa ‘causa’? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras ‘No temáis. ¡Abrid, es más, abrid de par en par las puertas a Cristo’. Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona; abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad porque la verdad es garantía de libertad”.

Sor Tobiana y sor Marie Simon-Pierre, con la reliquia

En uno de los párrafos finales de su homilía dijo: “Karol Wojtyla subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue este: el hombre es el camino de la Iglesia y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su ‘timonel’, el Siervo de Dios el papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atraversar el umbral del Tercer Milenio, que, gracias precisamente a Cristo, él pudo llamar ‘umbral de la esperanza’, Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de ‘adviento’, con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz”.

Por fin, evocando los 23 años de su vida que pasó colaborando con él, Ratzinger dijo: “Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio”.

La Eucaristía –en la que estaban presentes más de 800 sacerdotes– continuó su curso sin que disminuyera en ningún momento la atmósfera religiosa, respetando todos los presentes lo que algunos han llamado un “milagroso silencio”. Al final de la ceremonia, mientras los coros y la asamblea cantaban el himno al nuevo beato, Benedicto XVI, acompañado de los cardenales, entró en la Basílica para rendir homenaje y recogerse ante el triple ataúd que contiene los restos mortales de Wojtyla.

Particularmente conmovido estaba, al besarlo, el cardenal español Eduardo Martínez Somalo, durante tantos años Sustituto de la Secretaría de Estado, prefecto de dos congregaciones romanas y camarlengo. Lo mismo hicieron poco después las misiones extraordinarias, mientras en la plaza se había engrosado aparatosamente la lista de peregrinos que esperaban poder entrar para despedirse de “su Papa” y venerar sus reliquias. Según datos de la Gendarmería Pontificia, fueron 250.000 las personas que el día 1 entraron en la Basílica, que permaneció abierta hasta las tres de la madrugada.

Al día siguiente, de nuevo una multitud de devotos (ya notablemente menos densa, pero siempre significativa) volvió a reunirse en la Plaza de San Pedro para asistir a una misa de acción de gracias presidida por el secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone.

En su homilía, este dijo: “La suya era una santidad vivida especialmente durante los últimos meses, las últimas semanas, con total fidelidad a la misión que le había sido encomendada. Aunque no se trataba de un martirio estrictamente tal, todos hemos visto cómo se verificaron en su vida las palabras del Evangelio (‘Cuando eras joven te vestías solo e ibas donde querías pero cuando seas viejo tenderás tus manos y otro te vestirá y te llevará donde tú no quieres ir’). Todos hemos visto cómo se le despojó de todo lo que humanamente puede impresionar: la fuerza física, la expresión del cuerpo, la posibilidad de moverse, incluso la palabra. Entonces más que nunca ha encomendado su vida y su misión a Cristo porque solo Cristo puede salvar el mundo”.

Al finalizar la misa (la primera en honor del nuevo beato), las puertas de la Basílica volvieron a abrirse y una multitud esperaba pacientemente su turno para poder pasar delante del catafalco instalado ante el llamado “altar de la confesión”, delante del baldaquino de Bernini. Pasada la media tarde, las autoridades decidieron cerrar el templo y proceder, de forma totalmente privada, a trasladar el ataúd con los restos de Juan Pablo II a la capilla de San Sebastián (contigua a la de la Piedad, de Miguel Ángel), donde ocupan el espacio hasta ahora reservado al sarcófago del papa Inocencio XI.

Vigilia del viernes 30

Santo antes que Papa

Está crónica no sería completa sin refererirnos a la vigilia de oración que tuvo lugar el 30 de abril en el Circo Massimo de Roma, con unos decorados tal vez no demasiado apropiados (de un estilo televisivo tipo RAI, para entendernos), pero en donde se oyeron testimonios de gran valor humano y religioso sobre Juan Pablo II. Con gran dominio de las tablas, el que fue durante 23 años portavoz del papa, Joaquín Navarro-Valls, se dejó interrogar por la periodista y presentadora y, entremezclando su testimonio con anécdotas, dijo que “la gran obra de Juan Pablo II, al margen de sus realizaciones en otros campos, fue su propia vida hecha de oración, de contacto íntimo con Dios casi místico”.

El cardenal Dziwisz, el hombre que más ligado estuvo a Karol Wojtyla durante casi 40 años, quiso hacer patente a todos su testimonio: “Si hoy es proclamado beato es porque ya era santo en vida. Yo sabía que era un santo. Lo supe desde hace mucho tiempo, cuando estaba vivo y antes de que fuese elegido para el pontificado”.

Por su parte, la monja miracolata, sor Marie Simon-Pierre, con toda su desarmante simplicidad aseguró estar “conmocionada por haber sido la beneficiaria de esta gracia de la curación y por haber contribuido al proceso de beatificación”.

La única nota triste de estas jornadas tan exultantes fue la noticia del fallecimiento repentino del cardenal español Agustín García-Gasco, arzobispo emérito de Valencia, del que el Papa fue informado apenas concluyó la misa de beatificación. En su telegrama, se subraya su “constante entrega al quehacer evangelizador con sabiduría y generosidad”.

En el nº 2.752 de Vida Nueva.

ESPECIAL BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II

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