La corta primavera de la revolución dominó

La novedad que han supuesto las revueltas árabes hace difícil predecir cómo acabarán

ILYA U. TOPPER. ESTAMBUL | Saltó contra todo pronóstico. Nadie hubiera imaginado que una revuelta social, capaz de derrocar a un dictador, apareciera precisamente en el país árabe más estrechamente vigilado, con menos movimientos sociales y mayores índices socioeconómicos. Nadie sospechó que la revolución iba a nacer en Túnez. Cuando, semanas después, algunos jóvenes convocaban mediante redes de Internet una manifestación en El Cairo, nadie creyó que esta pasara de un acto simbólico. Días después, la Plaza Tahrir fue el símbolo de decenas de millones de ciudadanos árabes. Lo insospechado ha sido una constante en la “revolución dominó”.

Que la sociedad yemení, tribal y armada hasta los dientes, fuera capaz de crear un movimiento ciudadano pacífico era inverosímil. Que un emirato del Golfo, bañado en petróleo, viera un levantamiento, también. Libia figuraba en último lugar en todas las quinielas… hasta que estalló. Bashar al-Assad sonaba convincente cuando aseguró que en Siria todo estaba bajo control.

Cualquier predicción sobre el futuro de la revolución árabe es una receta infalible para equivocarse. Desde el principio hubo numerosas teorías sobre “quién estaba detrás”: tan pronto era Irán en su afán de exportar la revolución islámica, tan pronto EE.UU. en un intento de difundir la democracia de las multinacionales mediante redes financiadas por George Soros. En realidad, todos parecen haberse subido a un tren en marcha, y sin locomotora.

Algunos analistas están convencidos de que el levantamiento de Libia fue planificado por Francia o los Estados Unidos para hacerse con el petróleo del desierto. “Algo que no hacía ninguna falta”, apunta el periodista y documentalista Daniel Iriarte desde Bengasi, “dado que el dictador Muamar Gadafi ya garantizaba un suministro estable y barato”.

El fracaso militar de unos rebeldes que intentan enfrentarse con camionetas y ametralladoras a tanques y morteros hace aún más improbable tal tesis. “Tenemos armas viejas y escasas”, se queja Adnan Abdelfattah, ingeniero libio herido en el frente de Ras Lanuk, ahora convaleciente en un hospital de Estambul. Sobre las cabeceras de las camas ondea la bandera negra, roja y verde, utilizada por el Reino de Libia tras la independencia, pero todos descartan el retorno de un descendiente del rey Idris, destronado en 1969. “Nada de reyes. Queremos libertad, elecciones y libertad”, asegura Abderrahman Libi, estudiante y ex combatiente.

Dios está presente en los discursos de todos, algo que no sorprende tras décadas de islamismo oficial, pero ¿significará esto que la nueva república será islamista? Daniel Iriarte no lo excluye. En la ciudad libia de Derna, “tradicional feudo islamista”, se ha encontrado con “rebeldes que aseguran pasar seis meses al año en Afganistán”, pero nadie puede predecir si serán quienes marquen el paso tras la predecible caída de Gadafi. Tampoco es de excluir, vista la alianza de países extremamente islamistas, como Arabia Saudí, con EE.UU.

Gadafi exagera cuando asegura que “todos los sublevados son de Al Qaeda”, pero Iriarte recuerda: “Muchos libios en los grupos yihadistas internacionales han salido de Derna. El programa de los rebeldes es nacionalista, pero es fácil encontrar acomodo para un islamismo fuerte en ese nacionalismo, porque el país es socialmente muy conservador: apenas se ven mujeres por la calle, salvo en actos políticos, en los que participan por separado”.

Islamismo reforzado

También en Egipto el islamismo saldrá reforzado tras la revolución, al menos a corto plazo. Durante las manifestaciones en la Plaza Tahrir, los discursos subrayaban la unidad del pueblo más allá de las confesiones, y los Hermanos Musulmanes, principal fuerza de la oposición y la única bien organizada, parecían haberse eclipsado o ir a remolque de los acontecimientos. En realidad, estaban presentes en primera línea, asegura Eva Chaves, arabista residente en El Cairo y experta de la revista digital MediterráneoSur: “Todos sabían quién era quién; ellos sabían cómo enfrentarse a la Policía primero, y a los ‘baltaguía’ –sicarios del régimen– después”.

Ahora recogen los frutos: apoyaron y ganaron con amplia mayoría el ‘sí’ en el referéndum del 19 de marzo. Probablemente, las elecciones les beneficiarán a ellos y a los restos del régimen de Mubarak, y castigarán a los más liberales, que no tendrán tiempo de organizar una campaña. Los movimientos ciudadanos “critican que la reforma de la Constitución propuesta se quede ‘a la mitad de la revolución’ y mantenga la sharía como base de la legislación”, explica Chaves.

Hay quien teme que ahí se quedará todo. Un proyecto de ley prevé prohibir todas las manifestaciones en Egipto, y la euforia de la revolución ha dado lugar a la decepción. El Ejército, adorado cuando se negó a disparar a los manifestantes y contribuyó a la caída de Mubarak, ha reemplazado a la Policía del régimen, adoptando sus peores reflejos. Las torturas con porras eléctricas en plena calle son habituales, confirma Iriarte. Nadie sabe hasta dónde llega la alianza entre militares e islamistas. “Hay quien piensa que ahora se apoyan por el ‘sí’ a las reformas, pero si los ‘hermanos’ ganasen las elecciones, los generales darían un golpe de Estado”, apunta Chaves.

También Jordania, que se lanzó a la calle poco después que Túnez, “se halla en plena contrarrevolución”, asegura Iriarte: “Varios líderes de las protestas con los que estuve en contacto han sido encarcelados y torturados. Ahora solo quedan los Hermanos Musulmanes y la ultraizquierda. El rey Abdulá ha sabido dividir a la oposición destituyendo a algunos altos cargos corruptos y reinstaurando las subvenciones a los productos básicos; mucha gente que protestaba por motivos económicos ha vuelto a casa”.

Todo lo contrario ocurre en la vecina Siria, que acaba de lanzarse a la revuelta y ya contabiliza un centenar de muertos civiles. Es, junto con Túnez, el país árabe con menos corrientes islamistas, desde que Hafez al-Assad, padre del actual presidente, aplastó la sublevación de los ‘hermanos’ en 1982. Es indudable que una democratización de Siria permitiría a los religiosos reagruparse, pero probablemente no alcanzarían un papel dominante en una sociedad mayoritariamente laica, con un fuerte y bien integrado sector cristiano, y salpicada por minorías como los alawíes, opuestos a cualquier fundamentalismo, y los drusos.

¿Habrá democratización?

Lo sucedido hasta ahora hace dudarlo. “Las medidas emprendidas o anunciadas por Bashar al-Assad –dimisión del Gobierno, posible fin del Estado de excepción, liberación de presos– no bastan para abrir uno de los regímenes más cerrados de la zona”, opina Nigar Hacizade, analista del centro de análisis turco GPOT. “Necesitarán presión externa”. Sin ella, la revolución siria corre peligro de acabar como la de Bahréin, donde las manifestaciones pacíficas fueron reprimidas a tiros por la Policía. Tras un momento de calma en el que un diálogo con el régimen pareció posible, este invitó a las tropas saudíes. Ahora se teme que Bahréin se convierta en campo de batalla de dos grandes rivales: Arabia Saudí, aliado del régimen –suní– de la familia Al Khalifa, e Irán, que hace guiños a esa mayoría chií de la población que encabeza las manifestaciones.

También en Yemen se cita el factor religioso, aunque la sociedad yemení “es sobre todo tribal”, asegura Eva Chaves, buena conocedora del país. “Las facciones más diversas se han unido para derrocar a Ali Abdulá Saleh –en el poder desde 1978,– en otro gran ejemplo de revolución pacífica, sorprendente en una población armada hasta los dientes”. Pero teme que “luego cada uno reivindicará sus intereses particulares. En el sur pedirán de nuevo la independencia. En Saada, en el norte, desde hace años sublevada, tal vez también”.

Puede que sea cierto que Saleh quiera dejar el poder, “pero no sabe a quién: no hay líderes visibles”, añade la arabista. “Aunque todos los dictadores repiten que tras ellos vendría una guerra civil, es una manera de amedrentar, y ahora toman Libia como ejemplo”. Lo obvio es que “los islamistas han aprovechado este momento para subirse a la ola de la revolución y trabajan para hacerse después con el poder… aunque en Yemen puede costar distinguir al islamista del que no lo es”.

Lo contrario ocurre en Marruecos, donde la punta de lanza del Movimiento 20 de Febrero son jóvenes como Zineb El Rhazoui, cofundadora del Movimiento Alternativo de Libertades Individuales y tajantemente laica. Aunque los islamistas se han alineado con la oposición, no parecen dominar el heterogéneo movimiento, en el que participan grupos de cultura bereber, feministas, intelectuales rebeldes, cineastas… En Marruecos, con un grado de libertad mucho mayor que el resto del mundo árabe, se descarta una revolución y nadie pide derrocar al rey Mohamed VI. Eso sí: 170 personalidades acaban de firmar un manifiesto para pedir que el monarca “reine pero no gobierne” y convierta el país en una democracia al estilo de la española. Mucho más difícil parece el que la revolución haga pie en Argelia, donde la sangrienta guerra civil ha dejado profundas heridas y una desconfianza que impide a izquierdistas e islamistas unirse contra un régimen que muchos argelinos aún ven como el salvador de la sociedad contra la teocracia, pese a que la religión se está imponiendo cada vez más en la vida pública.

Casi no hay país árabe que no tenga ya su revuelta: desde Mauritania hasta Sudán y Yibuti, desde Arabia Saudí y Omán –donde el sultán emprendió reformas– hasta el Kurdistán iraquí, han ardido barricadas y se han levantado campamentos protesta. Con todo, Túnez parece ser, de momento, el único país donde la revolución ya ha ensanchado realmente las libertades, algo que no se puede decir –aún– de Egipto. Pero también allí “algo muy importante ha cambiado: la conciencia política. Hubo una ruptura de la barrera del miedo. Los resultados tardarán años en verse”, asegura Chaves. “La revolución continúa, a pesar de todo”.

La religión en la revolución

El triunfal regreso del líder islamista tunecino Rachid Ghannouchi, exiliado durante décadas en Londres, suscita la duda: ¿será cierto que solo las dictaduras protegían a las sociedades árabes contra el islamismo? ¿O permitirá la revolución derrocar los esquemas rígidos del islam y abrir un debate sobre el papel de la religión?

En realidad, el papel dominante del islam es fruto de la decisión de los regímenes dictadoriales de fomentar la oposición religiosa para debilitar la marxista, fuerte hasta los años 70. A eso se añade el flujo de dinero saudí hacia predicadores, escuelas, seminarios y cadenas satélite que llevan una década instilando una versión del islam radical nunca vista en las sociedades tradicionales, tanto árabes como inmigrantes, en Europa. La disposición de políticos y pensadores europeos de aceptar esta secta wahabí moderna como representante del islam y discutir sus exigencias contribuye a fortalecerlo.

El renovado vigor de los Hermanos Musulmanes en Egipto es una herencia de la dictadura que aplastaba a todos los demás movimientos de la oposición, pero toleraba que los ‘hermanos’ se presentasen como candidatos independientes en las elecciones. La desaparición del régimen permitirá rebrotar en primer lugar a quienes durante décadas se perfilaron como oposición: los religiosos.

Pero a medio plazo, una libertad de expresión generalizada –si llega– hará superflua la mezquita como aglutinadora de la oposición y permitirá discutir su papel, que en las últimas décadas ha ido ocupando un lugar cada vez mayor en la vida pública. Solo una sociedad que no necesita la paz del templo para refugiarse de la opresión del César y que sea consciente de que el espacio público le pertenece al pueblo, no a los sicarios del régimen, podrá exigir la libertad de utilizar este espacio como Dios le da a entender… y no como interpreten los guardianes de la ortodoxia.

En el nº 2.749 de Vida Nueva

INFORMACIÓN RELACIONADA

Compartir