Editorial

Japón, un terremoto que trasciende la geografía

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(Editorial Vida Nueva) El mundo entero está pendiente de Japón estos días. El terremoto y el posterior tsunami que asoló sus costas la pasada semana, junto con las fugas en algunas de sus plantas nucleares, ha sembrado de muerte, dolor y miedo a ese archipiélago del Pacífico, una de las potencias económicas mundiales. Lo sucedido en esa nación supera los límites geográficos del desastre, convirtiéndose en un epicentro de consecuencias aún por evaluar en la economía mundial. Hay quien ha hablado de “la mayor tragedia desde la II Guerra Mundial”, cuando las bombas atómicas asolaba Hiroshima y Nagasaki.

El mar se ha envalentonado con olas que han anegado algunas costas de aquellas islas. La tierra ha temblado poniendo en un brete a ciudades y pueblos, que han quedado destruidos con un rastro dantesco, pese a su moderna armazón. Aún es pronto para evaluar las consecuencias y las pérdidas humanas, lo más importante, así como las pérdidas económicas en un país desarrollado con gran influencia en el panorama internacional. El terremoto japonés es el epicentro de futuros cambios que complicarán la deteriorada economía mundial, sacudida por la crisis, a la que la sociedad nipona no es ajena. Si antes fue Haití uno de los pueblos más pobres de la tierra, con sus secuelas que han amenazado la supervivencia misma del país, hoy es Japón, un país que supo reconstruirse a sí mismo tras la guerra mundial.

La naturaleza tiene sus ritmos, desoladores como ahora, y no entiende de renta per cápita. Hay dolor y sufrimiento. Hay pérdidas aún por calcular, aunque se presuponen elevadas, pero se levanta también un panorama de incertidumbre al que habrá que hacer frente, no solo desde el Gobierno nipón, sino también desde la comunidad internacional, una de cuyas obligaciones estriba en el control de la energía nuclear. En un mundo globalizado, el terremoto de Japón, como lo fueron el de Haití o Chile, independientemente de las claves desde las que hay que leerlos, no puede dejar indiferente a nadie. Es una llamada que nos afecta a todos.

No solo a las fibras solidarias y sensibles, como pudo ser el caso de Haití, que supuso un fuerte aldabonazo a la conciencia solidaria de la humanidad y a las injustas superestructuras que han alimentado la desigualdad. En este caso, afecta también a sociedades opulentas, acomodadas, instaladas en un Primer Mundo que, en estas ocasiones, cuestiona todo su sistema. El desconcierto lleva a la reflexión y, enterradas las víctimas y recuperado el país, se impone la reflexión desde las más diversas claves.

Esa reflexión es una asignatura pendiente. Algo de eso sucedió en Lisboa, en 1755, cuando un terremoto asoló la capital portuguesa. Voltaire, ante la magnitud de los hechos, cuestionaba las teorías de Leibnitz y su Teodicea. Más allá de aquella reflexión teológica y filosófica, la primera que se hacía tras un desastre, lo importante fue que aquello socavó las ideas mismas y las puso en diálogo.

Hoy, también, se abre un replanteamiento sobre el origen del mal y sus consecuencias. Una pregunta sobre el papel de Dios ante el sufrimiento humano ha de ser respondida desde la Palabra de Dios y la teología. Es un momento adecuado para acercarse a la tragedia con los ojos de la fe. No solo el pueblo nipón pide esa respuesta. También la humanidad entera, que se ve sacudida por estos regates de la naturaleza y vuelve sus ojos a la trascendencia preguntándose, en lo más profundo de su corazón, por Dios y su existencia entre las ruinas. La reflexión es necesaria. Así, los signos de los tiempos servirán a los cristianos para seguir escuchando a Dios.

Publicado en el nº 2.746 de Vida Nueva (19-25 de marzo de 2011).

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