Editorial

Sacerdotes para la comunión en el amor

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(Editorial Vida Nueva) Un año más, el Día del Seminario. Las comunidades cristianas aprovechan la jornada para reflexionar sobre la importancia que ha de tener para la Iglesia el cuidado de quienes, en el futuro, serán sus pastores. Jornada, pues, para valorar el ministerio sacerdotal.

Aunque, a veces, las estadísticas puedan llamar al desencanto, pues son mayores las necesidades, las Iglesias locales no deben entregarse a sus estragos. Aunque los datos no abonen la esperanza, los cristianos tenemos poderosas razones para mantenerla. La confianza en la llamada del Señor está en la base misma de esa esperanza que ha de sostenerse, incluso por encima de las cifras a la baja. Es verdad que son menos las vocaciones que antes, en otros tiempos en los que la sociedad cristianizada valoraba la figura del sacerdote por encima, incluso, de su propia misión. Hoy, en un mundo secularizado, se hace más difícil, y hasta heroico.

Pese a ser menor el número de aspirantes, la calidad y la madurez de los mismos ha crecido. Hay hoy en nuestros seminarios un auténtico ramillete de jóvenes entregados a la formación humana, espiritual, intelectual y caritativa para servir a la Iglesia y al mundo desde el ministerio consagrado. Contemplarlos es ya un motivo de esperanza y certeza de que el Señor no abandona a su Iglesia.

Hoy más que nunca, dadas las circunstancias socioambientales en los países de la vieja Europa cristiana, en la que es necesaria una nueva evangelización, según el Papa, se necesita el nervio apostólico de los sacerdotes entregados. Hace falta que los jóvenes que se preparan al sacerdocio, lo hagan desde el encuentro personal con Jesucristo. No desde una ideología, sino desde la persona de quien los llama a la misión.

En un mundo cada vez más diverso y globalizado, la Iglesia tiene la responsabilidad de mostrar su rico rostro, su misión abierta, su horizonte amplio. Hoy más que nunca, hacen falta presbíteros que vivan la comunión desde la caridad pastoral. La comunión es el gran regalo en un mundo fragmentado y de pensamiento único que quiere imponerse. La riqueza, variedad y amplitud de miras de los discípulos del Señor pueden ofrecer, desde la verdad revelada, el mejor de los servicios a una sociedad fragmentada y, a veces, vacía.

Urge, pues, formar presbíteros para la comunión, ayudándoles a entender y vivir la riqueza de la Iglesia, las muchas experiencias vivas de comunidades que, en medio de las dificultades, siguen al Señor, y a las que han de ayudar con su ejemplo de vida, con su voz magisterial y con la dimensión sacramental. Formar presbíteros para la comunión es aderezar en ellos el espíritu de diálogo con el mundo que han de amar y al que han de servir, sin esconderse de él, sino abriéndose con franqueza, desde la firmeza de la fe, excelente muestra de nuestra adhesión al Misterio de Cristo, pero siempre desde el vínculo del amor.

Amar al mundo con la misma pasión del Señor Jesús. Formar presbíteros para la comunión es propiciar en los jóvenes un estilo tolerante y no excluyente, que ahonde en las raíces sin quedarse en la epidermis, sin desprecios ni anatemas de lo contrario y adverso. En muchas ocasiones, hacemos de los seminarios auténticos laboratorios de anatemas, en los que se hace difícil aceptar otras maneras de ver la Iglesia perfectamente legítimas.

Una formación en la comunión, pero también para la caridad pastoral en un mundo que parece estar “como ovejas sin pastor”. La caridad pastoral, que es la más genuina forma de una madurez humana. Solo el amor hace madurar a los discípulos de Jesús.

Publicado en el nº 2.745 de Vida Nueva (12-18 de marzo de 2011).

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