Rafael Aguirre: “La vida cristiana no puede tener miedo a la pluralidad”

Especialista en Sagrada Escritura y profesor emérito de la Facultad de Teología de Deusto


(Texto: José Luis Celada. Fotos: Sergio Cuesta) En compañía de un grupo de colegas biblistas –no pocos de ellos, discípulos–, Rafael Aguirre Monasterio (Bilbao, 1941) editó meses atrás una voluminosa obra en la que, bajo el título Así nació el cristianismo (Verbo Divino), nos acercan a los orígenes de la andadura cristiana. Pero no lo hacen “como quien mira insectos disecados en un museo”. “Estudiamos el pasado –dice este sacerdote y profesor emérito de la Facultad de Teología de Deusto– porque nos interesa el futuro. Buscamos en el pasado luz, orientación, posibilidades por desarrollar, porque queremos enriquecer el presente y abrir futuros nuevos”.

¿En manos de quién se pondría para comprender mejor los orígenes cristianos? ¿Teólogos, biblistas, historiadores…?

Recurriría a un tratamiento interdisciplinar. Hay que acudir al exégeta, en la medida en que es intérprete de textos; al historiador…, pero también a expertos en ciencias sociales, a antropólogos, porque se trata de un fenómeno culturalmente lejano. Y al ser un proceso social, la sociología tiene algo que decir: hay factores y funciones sociales que influyeron en todo este proceso y que explican que el impacto de Jesús continuase después a lo largo de la historia. También tiene que entrar la teología, porque esos textos están transmitiendo experiencias religiosas. Por tanto, habrá que recurrir a varias ciencias humanas y sociales.

¿Qué queda de aquella imagen de Jesús que nos transmite el cristianismo primitivo?

El cristianismo sería inexplicable sin el fortísimo impacto que ejerció la persona de Jesús, su vida y su obra, en un grupo de seguidores que, pese a la muerte tan infamante y a lo que parecía un fracaso histórico, continuaron su causa, reivindicaron su memoria y desarrollaron las virtualidades de su obra, dando pie a lo que hoy llamamos el cristianismo.
Hoy nos encontramos con una Iglesia que reivindica su figura y con una cultura (llamémosla el cristianismo) impregnada por su herencia. Habrá que ver hasta qué punto esta cultura y este grupo de creyentes que se llaman la Iglesia y que reivindican la figura de Jesús, lo hacen con fidelidad y de manera adecuada.

¿Ha sabido la Iglesia conservar esa memoria de Jesús de Nazaret? ¿La ha actualizado, la ha deformado…?

La Iglesia ha conservado la memoria de Jesús, y este es su mejor mérito. Pero el movimiento de Jesús, para perdurar, inevitablemente tuvo que institucionalizarse y aclimatarse a contextos sociales diferentes. Y esto tiene sus contrapartidas, porque se pueden desvirtuar y hasta entrar en contradicción con la memoria contracultural de referencia. Muchas veces los fines institucionales entran en contradicción con los objetivos teológicos que se proclaman.

¿Se está resolviendo con éxito esa tensión?

La institución, por una parte, legitima la crítica que se le hace desde sus inicios carismáticos. Y por eso proclama el Evangelio de Jesús. Pero, por otra, se resiste a ser coherente con las exigencias de la inspiración originaria del movimiento de Jesús. Esa tensión es inevitable y va atravesando toda la historia de la Iglesia hasta nuestros días. La institución es muy poderosa y tiene unas potentes inercias que le dificultan la fidelidad a aquella inspiración originaria.

¿Es más correcto hablar de ‘cristianismo primitivo’ o de ‘cristianismos primitivos’?

Algunos autores utilizan la terminología de ‘cristianismos primitivos’ para referirse a los grupos muy diversos que reivindican la memoria de Jesús en el momento originario: paulinismo, judeocristianismo, joánicos, petrinos… Yo prefiero, simplemente, hablar de la diversidad enorme que había de líneas y grupos de seguidores de Jesús.

¿Podríamos aprender algo de aquella diversidad originaria?

La gran lección es que la línea que acabó prevaleciendo fue la más amplia, la más plural, la línea con más capacidad de inclusión. En el propio canon del Nuevo Testamento hay una enorme pluralidad. Todo ello nos está diciendo que no hay que tener miedo a la pluralidad en la vida cristiana y saber aceptar el que haya líneas cristianas diferentes, capaces de estar en comunión respetando la diferencia.

Tradiciones diversas

¿Cómo conjugar esa pluralidad inicial con el posterior carácter fundacional (y normativo) de la tradición apostólica que conduce hacia la unificación de creencias?

En el cristianismo originario, la unidad consistió en la comunión de tradiciones muy diferentes: desde el cristianismo profundamente misionero de Pablo y la tradición paulina al cristianismo de la tradición joánica, mucho más introvertido. Pero llega el momento en que se reconocen y se aceptan.

Durante mucho tiempo, las Iglesias forcejearon por quedarse con un solo Evangelio, porque la pluralidad de evangelios les parecía un incordio, pero al final se impusieron las ventajas de tener cuatro evangelios, de mantener la pluralidad. En aquel momento originario, prevaleció la convicción de que la unidad se realizaba en la aceptación y el reconocimiento de la pluralidad.

Ya en la primera generación cristiana, la Iglesia de Jerusalén y la de Antioquía deben llegar a un acuerdo en el Concilio de Jerusalén: los jerosolimitanos tienen el mérito entonces de aceptar el cristianismo antioqueno, abierto a los paganos y muy alejado de su forma de ver las cosas, y los antioquenos tienen la valentía y la audacia de abrirse a los paganos y de desvincular la fe en Jesucristo de la relación étnica con el pueblo judío. Porque ahí se jugaban el ser una secta judía o un movimiento universal. En el origen, por tanto, está el reconocimiento de la diversidad.

Llega un momento, sin embargo, en que se produce una unificación…

En efecto, en lo que podemos llamar el proceso formativo del cristianismo van apareciendo cada vez con más claridad unos elementos doctrinales (fórmulas de fe) y unos elementos institucionales (ministerios). Van surgiendo unos ritos, sobre todo de admisión y pertenencia, compartidos por las diversas tradiciones. En torno a la segunda parte del siglo II el proceso cristaliza en la protoortodoxia, en ‘la gran Iglesia’…

¿Tanto ha cambiado el cristianismo en dos milenios para tener que volver una y otra vez a sus orígenes? ¿O este regreso es un modo de purificarlo?

Sobre todo en momentos de crisis, los movimientos sociales miran a sus orígenes para buscar en ellos luz, puntos de referencia, descubrir qué es lo esencial, las posibilidades que existen y que no se han desarrollado, pero que se pueden despertar y alentar de cara al futuro. Creo que no es casualidad que hoy en la Iglesia el tema de los orígenes del cristianismo esté cobrando una notable actualidad. Culturalmente no se puede proyectar el futuro de Europa sin conocer el componente cristiano de sus orígenes.

¿Resulta tan instructivo mirar al pasado?

Muchas veces los orígenes se mitifican y se idealizan de manera ingenua, y un estudio crítico hace que se desvanezca esa visión. Pero los orígenes son sumamente instructivos, podemos aprender mucho de ellos: a no tener miedo a la pluralidad, como decíamos, pero también, en la medida en que el mundo se está globalizando, nos enseñan la capacidad de expresar la fe cristiana en categorías culturales diferentes. En los orígenes se hizo una gran labor para expresar la fe cristiana en las categorías helénicas. Y hoy la Iglesia se ve también ante el reto de expresar la fe cristiana de una manera relevante y significativa en culturas distintas. Ya no podemos pensar que Europa es el centro del mundo.

¿Otras lecciones que extraer?

En los orígenes del cristianismo descubrimos también un notable protagonismo de la mujer, que luego con el proceso de institucionalización y en una sociedad muy patriarcal se fue sofocando. Hoy esos condicionamientos patriarcales van desapareciendo, y parece que el protagonismo femenino que encontramos en los evangelios y en las cartas auténticas de Pablo abre posibilidades y exigencias al papel de la mujer en la Iglesia.
Grupos cristianos muy diversos fueron descubriendo, cada vez con mayor claridad, la importancia de la persona de Jesús, y por eso, en la segunda generación, se escribieron los evangelios, textos narrativos, con forma biográfica, que se convirtieron en los grandes textos de referencia. Se pone de manifiesto que la persona de Jesús es importante no solo por lo que teóricamente podamos decir de ella, sino sobre todo porque es una llamada a su seguimiento, a incorporar un estilo de vida como el suyo.

Flexibilidad, sensatez, fe… ¿Qué no puede faltar nunca para investigar los orígenes del cristianismo?

Los orígenes del cristianismo son un proceso formativo que tiene su punto de partida en Jesús y en el impacto que provoca. Luego el historiador puede explicar de forma plausible cómo tiene lugar este proceso, y el sociólogo o el antropólogo podrán iluminarle. Pero el creyente interpreta este proceso como el desarrollo en la historia del proyecto de Dios a través de Jesús y del Espíritu. Es decir, los orígenes del cristianismo, teológicamente, no se justifican por la mera vinculación con la figura histórica de Jesús, sino que hay contar también con la acción del Espíritu. Esta visión lleva a una consideración más flexible de los elementos institucionales, porque descubres los condicionamientos históricos y culturales de todo el proceso. Y, además, también hace que estés más abierto a posibles desarrollos ulteriores, porque el Espíritu sigue actuando.

¿Y qué futuro le aguarda al cristianismo?

El estudio de sus orígenes enseña que, como cultura, el cristianismo debe caracterizarse por su capacidad de acogida de lo diverso, de valorar la persona concreta por encima de sus vinculaciones étnicas. Como creyentes, la mirada a nuestros orígenes nos debe llevar a no identificar la unidad con la uniformidad y a estar abiertos a expresar la fe en formas culturales diversas.

Futuro de la Iglesia

¿Por dónde pasa, pues, el futuro de la Iglesia?

Se suele decir que el problema no es si Jesús fundó la Iglesia, sino si la Iglesia está fundada en Jesús. La segunda generación cristiana redacta los evangelios porque se da cuenta de que existe el peligro de dejarse llevar por un entusiasmo espiritualista, o por un aferramiento a las leyes del Antiguo Testamento, o por divagaciones de tipo gnóstico. Los evangelios surgen como un esfuerzo de recuperación de la memoria de Jesús y de los valores evangélicos. Y estos valores cuestionan hondamente a cualquier institución, también a la Iglesia, que debería incorporarlos en sus relaciones internas con mucha más claridad. Valores como la fraternidad, la sencillez, el suprimir todo tipo de títulos, de discriminaciones, de jerarquías…

Otro aspecto muy importante del cristianismo de los orígenes es que constituía comunidades que conferían identidad y ayuda material en un tiempo de desorientación y penuria. Pero, a la vez, desde muy pronto desarrolló una notable capacidad de diálogo con el helenismo, la gran cultura de la época. Esta doble virtualidad es una de las razones fundamentales que explica la penetración del cristianismo originario en unas circunstancias muy hostiles. Nuestra Iglesia tiene que basarse en comunidades fraternas, participativas, donde la gente encuentre reconocimiento y se sienta acogida; y, al mismo tiempo, desplegar una actitud de diálogo positivo y con capacidad de escucha con la cultura contemporánea.

¿Cómo interpela hoy a la Iglesia esta doble exigencia?

Los que entonces se encerraron en un gueto, al final, acabaron como sectas. Lo que después fue ‘la gran Iglesia’ se preocupó desde muy pronto por expresar la fe cristiana en las categorías de la cultura del tiempo, e hizo un esfuerzo audaz y valiente por dialogar con el helenismo. Naturalmente,  hubo grupúsculos cristianos que se encerraron en sí mismos y, al final, desaparecieron. Quienes después cristalizaron como la ortodoxia fueron capaces de llevar adelante el impacto que Jesús había provocado y su causa, desde su tradición judía, pero introduciéndolo en un mundo totalmente diferente al suyo: el mundo urbano del Imperio romano y de la cultura helenística, tan distinto a la Galilea rural donde todo empezó. Es decir, para ellos, la fidelidad exigía reformular las cosas muy a fondo.

Esto es también una llamada para nosotros, a no encerrarnos en el gueto cultural en el que nos sentimos cómodos, sino a tener las antenas bien puestas, no tener miedo, creer que el Espíritu actúa en todas partes y salir a dialogar con la cultura contemporánea. Porque la tarea es ser capaces de expresar la fe en categorías culturales adecuadas al hombre y a los tiempos, para que el mensaje sea significativo. No se trata de repetir lo que hicieron nuestros ancestros, sino de recrearlo teniéndoles como referencia. Pienso que así como los estudios sobre Jesús han servido para renovar la cristología, los estudios sobre los orígenes del cristianismo deberían servir para renovar la eclesiología.

En el nº 2.745 de Vida Nueva

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