¿Para qué sirve la escuela católica?

escuela católica

Donde la educación y la fe se besan

(José Luis Corzo, Sch. P.)  Tal vez no sea oro todo lo que reluce en la relación de la fe con la escuela. Al concilio le costó mucho llegar a una simple declaración sobre la educación. En países como Francia e Italia, por ejemplo, hay menos escuelas católicas que aquí. Que la nueva evangelización no depende de ellas parecía sugerirlo hasta el director del nuevo dicasterio pontificio. ¿Para qué sirven?

Los cristianos se han preocupado en la historia por muchas carencias humanas, como la enfermedad, las prisiones, el subdesarrollo y el hambre, la seguridad (bomberos en más de una ocasión), etc. Tal vez, antes de encontrar en la escuela un terreno tierno donde sembrar la fe, se acercaron a ella como a una obra más de misericordia (enseñar al que no sabe), mucho antes que utilizarla para reformar la sociedad o, por lo menos, preservar a los nuestros. (…)

En noviembre de 2010, la cátedra Calasanz de la Universidad Pontificia de Salamanca convocó un seminario de profesores de Pedagogía y de Teología –varios escolapios –para dilucidar qué fibras cristianas se tejen con las demás en el telar educativo. Tomo de allí mi reflexión, enfocada así por Antonio Aparisi: “El punto de partida convendría que fuera una aguda contemplación de la realidad humana. Otra metodología de la reflexión no parece correcta”…, no vaya a ser –interpreto– que cada uno haga valer sus ideales –y por sublimes que no quede– o se atrinchere en el patio de su casa, sin ver la que está cayendo en el panorama mundial (el único posible en este siglo XXI de interdependencia planetaria). (…)

La fe no es ideología

Si sopesamos nuestra propia experiencia infantil, probablemente a muchos nos atornillaron en casa y en la escuela los principios del cristianismo, lo que teníamos que creer y practicar.

La fe era un componente más de nuestras convicciones y de nuestra Weltanschauung (como antes se decía), de nuestra cosmovisión, o si queréis, del paisaje homogéneo que se veía desde nuestra ventana particular. Por ella veíamos un trozo de mundo –¡nunca más que un trozo!– bien ensamblado para afrontarlo todo con cierta coherencia. (A tal panorámica podríamos llamarla ideología; pero no ahondemos en ese difícil término).

También es posible que, después, algunos hayamos vivido –como un drama o hasta como una liberación– el derrumbe de aquella primera mentalidad infantil y familiar, y su fatigosa reconversión en ésta de ahora, quizás más insegura, más líquida y amorfa, pero nuestra.

A los teólogos no les gusta esta aparición ideológica de la fe. He tocado una tecla que desafina: por lo bajo, porque reduce la fe (y en consecuencia, la educación cristiana) a convicciones culturales y por eso preferimos la edad infantil para inculcarla, pero ya no funciona bien. También desafina por lo alto, como si me negara a reconocer el bien inmenso que esa mentalidad ha hecho a la historia y al pensamiento occidental.

Pero las cosas han cambiado mucho con la Modernidad. ¿Aún vamos a insistir en que la revelación cristiana contiene normas para educar y para organizar la sociedad, la economía, la gastronomía, las migraciones, la familia, etc.? Con razón escribió Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi (n. 20) hace ya 35 años que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo”. El drama, no la hecatombe.

El reto es volver a comprender la misión de la Iglesia en este mundo autónomo y secularizado; sin conquistarlo, por un extremo, ni maldecirlo o abandonarlo, por el otro. Sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-14), sin ser del mundo. (…)

El clavo ardiendo

Este mundo moderno adulto (que no perfecto) nos ha desorientado y muchos se preguntan: ¿dónde queda un sitio para Dios? y, como no dan con ninguna respuesta…, hasta se aferran al clavo ardiendo del liberalismo: ¡cada grupo con sus ideas, con sus escuelas, con sus derechos! Una cultura frente a otra, una sociedad cristiana dentro de la civil. ¡Un imposible poco misionero y ecuménico!

Para eso no sirven nuestras escuelas. Se corren grandes riesgos, como despreciar las ajenas, si sólo la nuestra ofrece una educación integral; o resucitar viejas y nuevas fricciones: entre ciencia y fe (Galileo como prototipo), entre Iglesia y Estado (el franquismo como escarmiento), entre una ética civil y las exigencias de cada grupo (la sharía islámica como aviso).  Querer parcelar la educación para la ciudadanía lo ilustra bien, mientras el mundo ansía un derecho planetario común. La ONU ya no basta.

Debemos hablar de cristianos en la escuela más que de escuela o pedagogía cristianas. Muchos obispos –de África, Francia y otros países– se negaban en el concilio a menospreciar la escuela pública y preferir las católicas: hasta en España hay más católicos en la pública que en las privadas. El derecho real de elegir centro educativo para los hijos es una quimera al alcance de pocos.

Otro fundamentalismo laico quiere excluir de las Ciencias Humanas el estudio de las religiones; cosa tan absurda como eliminar la Botánica de las Ciencias Naturales. Tenemos más motivos y argumentos que el liberalismo para ofrecer a todos en la escuela el estudio de la religión y del cristianismo.

No choque, sino encuentro

Benedicto XVI, en su viaje a Compostela, dejó caer que el encuentro entre laicismo y fe religiosa es el reto de hoy. A los 35 años de Evangelii Nuntiandi daba un paso nuevo: no ya lo scontro, el choque, dijo, sino el encuentro. No sólo lo diría por los laicistas; también por nosotros, y no sería un mal programa educativo.

Hay que dialogar en la plaza pública con los argumentos racionales de todos. Pocas afirmaciones de la fe y de la esperanza quedan fuera del habla común. Del amor, ninguna.

Puede que una raíz de la lucha escolar sea que unos y otros pretenden la clonación de los niños. Algo inmoral, si no fuera imposible. (…)

Otra didáctica para la fe es una vivencia personal y comunitaria

Más que ideología, cosmovisión o Weltanschauung, los cristianos de la escuela buscamos una fe vivencia (¡bonita traducción orteguiana!), en la que nuestra soledad se desvanece. Eso pasa cuando me veo conocido y amado por Otro, interpelado por su Presencia, concernido por su mirada, sostenido por la voluntad de quien no es objeto del ojo, del tacto o del oído, ni siquiera de nuestra mente, sino, al contrario, ¡pensados por Él! Objetivos porque nos quiere y nos conoce, sabe nuestro nombre verdadero y quiénes somos.

No es raro que esa vivencia la facilite una comunidad, porque –antes de reconocer a Dios– la vivimos en relación con otros; en el enigma del otro, que sin tener mi simetría ni ser objeto alguno, aflora en una relación muy profunda: no utiliza, sino escucha y habla y deja responder; nos hace ser persona, sujeto en comunión.

Por eso el Vaticano II, para distinguir una escuela católica, eligió esto: “Su nota distintiva es crear un ambiente de la comunidad escolar animado por el espíritu evangélico de libertad y de caridad…” (GE 8). Nada menos. En ese clima caben –o no– todos los demás detalles escolares. (…)

Un panorama inesperado

Pensar en esta fe/relación, no ideológica, lo cambia todo: ya no buscamos en nuestras clases soluciones para este mundo, sino una respuesta solidaria (en Historia y en Física y en Literatura…), pendiente del clamor de los pobres, de los mansos, de los perseguidos y de los que lloran.

Confiados en el Amor atravesamos las cañadas oscuras de la vida y buscamos con los otros la luz, como quienes logran vivir sin ningún dios tapaagujeros. Nuestra fe-esperanza-amor, inseparables entre sí, se interrogan en clase –aun sin decirlo– por la mirada y el Espíritu de Cristo hacia los signos de los tiempos, voz de Dios en la historia (como quería llamarlos el perito conciliar J. Ratzinger). Él no nos sustituye, pero no se aparta de nosotros. (…)

La escuela del cristiano sirve para mirar con el Evangelio. Nada más. Y no es poco, si renuncia a otras veleidades. Hoy también se ven, desde las clases, la ignorancia que quita la palabra y deja mudo, y el hambre que margina, la ceguera que atonta, la parálisis que aprisiona, la lepra que segrega, la cárcel que corroe y el egoísmo que entierra los talentos e impide una vida nueva, más justa y solidaria.

Lo vemos en el Tercer Mundo y en el Cuarto (en nuestras calles) y en las pateras y en las masacres y en el Congo y en el Sahara y en Haití y en Túnez y en Egipto.

Tres pasos escolares: aprender, educarnos y oír al otro

¿Las escuelas miran todo eso? Si alguna escuela lo ignora, no es que sea neutra y aconfesional –como, tal vez, declara–, sino es que se somete y doblega bien a los poderosos, en el mejor de los casos; o que simplemente es estúpida, como me temo.

Para mirar los desafíos de nuestro tiempo no hace falta la catequesis, sino la Geografía y la Historia, los números y las letras, las estadísticas, el periódico e Internet.

En el nº 2.742 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, puede acceder al Pliego desde aquí.

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