No hay que tirarse la historia a la cara

(Juan Rubio) La historia está para aprender y no para arrojarla como venablo a la cara. Y a la historia acudo. Alguna vez quise jugar a la ficción sentando en un café madrileño al padre Ayala, a Escrivá de Balaguer, a Pedro Poveda y a Ángel Herrera. Suculenta tertulia en el Madrid del Directorio de Primo de Rivera. Los cuatro fueron los pioneros de un apostolado concreto que tuvo que buscar su sitio tras el Vaticano II, y que nació como respuesta a una época histórica que lo demandaba. En el germen estaba la intuición de que el laicado es parte fundamental en la Iglesia, no un anexo al servicio de la clerecía. Las instituciones fundadas por ellos –dos ya canonizados y otro con proceso incoado– han dado frutos diversos.

Hoy, en España vuelven con fuerza, mirando a sus orígenes y extendiéndose por el mundo desde su idea genuina. Sentados en la mesa, imagino al padre Ayala explicando el argumento, aunque era un hombre más práctico que de ciencia. Imagino a Poveda escuchando con ésa su sonrisa con acento senequista. Imagino a Escrivá de Balaguer, todo oídos, joven él, aprendiendo de los viejos y callando a lo baturro. E imagino al periodista Herrera Oria tomando notas para editorializar en El Debate.

Quizás hubiera mutuos recelos, propios de la condición humana, pero bullía en ellos la misma inquietud: en un mundo en el que las tinieblas afloran, lo que hay que hacer es encender una cerilla. No lamentarse.

El jesuita manchego fundó con mucha voluntad y pocos medios la Asociación Católica de Propagandistas, renovando las filas del conservadurismo español, obsoleto tras la debacle de Cuba. De la mano del joven periodista Herrera Oria, se lanzó a cuajar un grupo de laicos activos en los convulsos años en los que el krausismo y las escuelas laicas sembraban sus ideas en una España hambrienta e inculta, que recogía sus despojos imperiales.

También el sacerdote linarense Pedro Poveda, desde Guadix, Oviedo y Jaén, con no pocas dificultades de dentro y de fuera, recalaba en Madrid con un proyecto de evangelización de la escuela y de la cultura con un manojo de mujeres a las que invitó a vivir según el estilo de vida de los primeros cristianos.

Un día fue a verlo Escrivá de Balaguer. Poveda dijo de él que había conocido a un joven maño con ideas claras que andaba buscando fundar un grupo de laicos empeñados en la santificación del trabajo. El Opus Dei, con sus ramificaciones y carisma, ha ido buscando un hueco en la Iglesia y en el mundo con su sello peculiar. Desde la canonización del fundador, se han ido situando en un lugar de centro, o al menos de no beligerancia, haciendo del limón agrio de la crítica, limonada refrescante.

Y es que hoy, un siglo después, el espíritu que animó a los cuatro, si bien por derroteros distintos, sigue en la brecha, con ilusión evangelizadora y con páginas áureas a sus espaldas. Hora es de aprender la lección, de no tirarse la historia a la cara y construir juntos. Hay que sentar a la mesa hoy a otros tantos que buscan dignificar al laicado.

Habría que sentar a gentes que, desde las nuevas realidades eclesiales, buscan lo mismo: encender una cerilla en la oscuridad, pero no en la habitación propia, sino en la gran casa común que es la Iglesia. Es una manera de vivir en la comunión.

director.vidanueva@ppc-editorial.com

En el nº 2.741 de Vida Nueva.

Compartir