A vueltas con la Nueva Evangelización: se buscan testigos creíbles

LUIS GONZÁLEZ CARVAJAL-SANTABÁRBARA | Sacerdote y teólogo, profesor de la Universidad Pontificia Comillas | En mi opinión, la reciente creación por Benedicto XVI del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización supone un reconocimiento implícito de que hasta ahora han sido bastante escasos los frutos de ese proyecto que se convirtió en el leitmotiv del pontificado de Juan Pablo II.

Han pasado, en efecto, más de veinticinco años desde que el papa Wojtyla nos convocó por primera vez a una “nueva evangelización”; “nueva –dijo– en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, y la Iglesia ha seguido perdiendo miembros año tras año; no, ciertamente, en el conjunto del mundo, donde aumenta el número de católicos, pero sí en los países de antigua tradición cristiana y hoy descristianizados; es decir, en los países a los que se dirige la nueva evangelización.

La descristianización y sus causas

Entendemos por descristianización el retroceso de la fe cristiana en los pueblos o ambientes donde estaba implantada. La descristianización es, por tanto, un fenómeno colectivo.

A los individuos se les puede debilitar la fe o incluso perderla, pero quienes se descristianizan no son los individuos, sino los pueblos o los ambientes. Y no cualquier pueblo, sino aquéllos en los que la fe cristiana había arraigado ya; es decir, donde existía una Iglesia local enraizada en la cultura, con un laicado y un clero indígena plenamente responsables.

Una buena pista para conocer las causas de la descristianización y, así, proponer los remedios adecuados sería saber cuándo comenzó a producirse.

Muchos piensan que estamos ante un fenómeno reciente y recuerdan con nostalgia que hace sesenta años los seminarios y los noviciados estaban llenos; había manifestaciones masivas de religiosidad con las autoridades civiles a la cabeza, peregrinaciones a Santiago y a Roma con el crucifijo en alto, ejercicios espirituales multitudinarios, coronaciones de vírgenes, misiones populares que durante unos días movilizaban a toda una población y terminaban con confesiones y comuniones masivas, etc.

Pero esas manifestaciones masivas de religiosidad se debían en gran parte a la presión social.

El P. Ramón Sarabia –un famoso redentorista dedicado a las misiones populares– escribía por aquellos años: estamos asistiendo a una “tremenda decadencia religiosa. Lo queríamos negar y había leyes, fiestas, tradiciones y solemnidades religiosas que, por un momento, parecían decirnos al oído que España era una nación profundamente católica, pero los espíritus observadores y las almas acostumbradas a meditar y estudiar, tenían que confesar que la fe, en muchos, tenía pocas raíces“.

Ruptura entre fe cristiana y cultura moderna

Sin negar que en algunas zonas la descristianización pueda estar ligada a situaciones históricas tan antiguas como las mencionadas en el apartado anterior, creo que, en general, la verdadera crisis del cristianismo en Europa comenzó con la llegada de la modernidad, ese gigantesco cambio cultural que hizo tambalear todo en Europa, desde la cosmología hasta las monarquías absolutas.

Descartes, como es sabido, llegó a la conclusión de que debía dudar de todo lo que le habían transmitido las generaciones precedentes. No es extraño, por tanto, que se tambalearan también los cimientos de la fe cristiana, que estaba a los ojos de todos vinculada a la cultura premoderna.

En realidad, hasta el día de hoy, el cristianismo sólo ha realizado con pleno éxito una inculturación: la inculturación en el mundo occidental premoderno en los quince primeros siglos de nuestra era.

Durante ese tiempo, el cristianismo se esforzó por integrar las categorías culturales greco-latinas. Tan seria y profunda fue esa asunción de la cultura grecorromana por el cristianismo que acabó convirtiéndose en un obstáculo muy difícil de superar para encarnarse en otras culturas, tanto si se trataba de las culturas no occidentales como de la cultura occidental moderna, que es lo que a nosotros nos interesa.

De este modo, entre la Iglesia y el mundo moderno fue abriéndose poco a poco un abismo: ni se entendían ni casi se escuchaban. Durante 150 años, la mayoría de los cristianos vivieron psicológicamente aislados de todo lo que sonara a “moderno” y en actitud defensiva.

Dos modos de evangelizar

En el Nuevo Testamento encontramos dos modos de evangelizar que, lejos de ser excluyentes, se exigen mutuamente: el testimonio silencioso y el anuncio explícito de Jesucristo.

El primer modo es por testimonio silencioso de la Iglesia. La Iglesia en su conjunto, y cada una de las comunidades cristianas en particular, necesita ser “amable”, en el sentido etimológico de la palabra; es decir, debe manifestar, por la calidad de su vida evangélica, por la belleza y autenticidad de su oración litúrgica, por su mutua ayuda fraterna, por la seriedad de su compromiso con los grandes problemas de la humanidad, la fuerza vivificadora del Evangelio.

Para evangelizar así, resulta secundario que la Iglesia sea más o menos numerosa. Lo importante no es el tamaño de “la ciudad situada en lo alto del monte”, sino la fascinación que ejerce.

El segundo modo de evangelizar que encontramos en el Nuevo Testamento es más “militante”. Lo propugna el final del Evangelio de San Mateo: “Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).

En realidad, las dos formas de evangelizar que hemos encontrado en el Nuevo Testamento se exigen mutuamente. Por admirable que sea el testimonio de vida de una comunidad cristiana, si sus miembros no explicitan por qué viven así, queda incompleto; la admiración de los demás comenzará y terminará en la propia comunidad, sin remitir a Cristo ni al Reino de Dios; verán las “buenas obras” de la comunidad, pero no podrán “glorificar al Padre que está en los cielos”.

Desgraciadamente, parece que en nuestras sociedades secularizadas existe un código implícito de conducta que considera inapropiado hacer públicas las propias creencias o preguntar a los demás por las suyas. Se acepta la presencia pública de lo cristiano en cuanto ética, pero no en cuanto religión; es “políticamente correcto” hablar de solidaridad y de justicia social, pero no de Dios ni de la fe.

El hecho es que los cristianos europeos en general, y los españoles en particular, llevamos bastante tiempo viviendo una fe vergonzante y acomplejada, de riguroso incógnito, como si fuera una debilidad que debemos ocultar. Es la famosa “herejía emocional” de la que habló Biser.

Volvamos una vez más al pasaje de la luz del mundo. Explicó Jesús que “nadie enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín”; los oyentes de Jesús comprendieron en seguida lo que quería decir: poner la lámpara –una lámpara de aceite, como las que se empleaban entonces– debajo del celemín no sólo es absurdo, porque así no puede alumbrar a nadie, sino además porque acabaría apagándose por falta de oxígeno.

La Iglesia, tierra de misión

Esta constatación nos lleva de nuevo al problema visto más arriba de la Iglesia de masas o de minorías. Como decía Juan Martín Velasco, el llamamiento a la nueva evangelización ha dado “por supuesta la existencia en las Iglesias de grupos de verdaderos creyentes capaces de protagonizar el movimiento evangelizador. (…) Se ha creído poder moverlos a evangelizar con la simple llamada e invitación a hacerlo”.

Tomar conciencia de que la inmensa mayoría de los miembros de la Iglesia no están participando activamente en la tarea evangelizadora, ni lo van a hacer por muchos llamamientos que reciban, es tanto como tomar conciencia de que nuestra fe se está apagando; que nosotros mismos necesitamos ser evangelizados.

Pliego íntegro, publicado en el nº 2.738 de Vida Nueva.

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