Nuestro anuncio sólo será creíble desde la comunión

‘Que todos sean uno’, Pliego de VN dedicado al Octavario por la Unidad

(Francisco Echevarría Serrano, director del Secretariado Diocesano de Catequesis de Huelva) La Iglesia se dispone a celebrar una nueva Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos (18-25 de enero), y lo hace siguiendo la invitación que recoge el lema propuesto para este año: Unidos en la enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración (Hch 2, 42). A la luz de la Palabra de Dios, convocamos a una responsabilidad ineludible en el momento presente: proclamar el Evangelio de Jesucristo, dar testimonio de su amor, pero desde la comunión. Sólo así será creíble nuestro anuncio.

A la hora de situar este tema, partimos de la oración de Jesús en la Cena, cuando ruega al Padre “no sólo por éstos, sino también por los que han de creer en mí por medio de sus palabras: que todos sean uno” (Jn 17, 20-21).

En esa parte de la oración por sus discípulos, ruega por todos aquéllos que, en el futuro, habrían de creer en él. Para ellos –es decir, para nosotros– pide la unidad. (…)

La comunidad de los hijos de Dios

Hace ya varias décadas que la Iglesia, reunida en Concilio, nos recordó que Dios ha querido santificar y salvar a los hombres, no individualmente y aislados entre sí, sino constituyendo un pueblo que le conociera de verdad y le sirviera santamente (GS, 9).

Esto significa que la dimensión comunitaria es esencial a nuestra fe y, por tanto, la comunión es un valor irrenunciable.

Ya hemos visto que, en virtud del misterio de la Encarnación, los otros son sacramento de encuentro con Dios, es decir, el medio misterioso a través del cual Dios se acerca a nosotros y nosotros nos acercamos a Él.

No cabe interpretar esto en clave individualista, es decir, como si cada uno pudiera vivir la aventura del espíritu en solitario –excluyendo la relación mutua–. La experiencia de Dios
–como toda experiencia– es personal, pero no tiene lugar en solitario.

Desde los comienzos de la Historia de la Salvación, Dios se comprometió con un pueblo cuando, al proponerle la alianza, le dice: “Entre todos los pueblos seréis mi propiedad (…). Seréis un pueblo sagrado, un reino de sacerdotes” (Ex 19, 5-6). Ése era el mensaje del Antiguo Testamento. Pero con Cristo se va más allá. El Nuevo Testamento también habla de pueblo, pero no se queda ahí.

San Pablo, refiriéndose a los dones que cada uno ha recibido, dice a los cristianos de Roma: “Aunque somos muchos, formamos con Cristo un solo cuerpo y, con relación a los demás, somos miembros” (Rm 12, 5). Y a los de Corinto les dice lo mismo. Y otro tanto a los de Éfeso (Ef 4, 1-16) y a los de Colosas (1, 18).

Nuestra responsabilidad en la increencia

Nos lamentamos con frecuencia del aumento de la increencia en el mundo. Y buscamos múltiples razones que nos permitan comprender esto, pero las buscamos fuera de nosotros mismos.Es verdad que corren tiempos difíciles para la fe y que el materialismo y el hedonismo embotan la mente y las conciencias.

Pero no podemos ignorar que hoy, como siempre, el ser humano busca su salvación aun sin saberlo, y nosotros sabemos que, como proclama la Iglesia del Apocalipsis, “la salvación es de nuestro Dios y del Cordero” (Ap 7, 10).

Por ello, es necesario que nos preguntemos si hemos crecido en unidad. ¿Estamos ahora más unidos que en el pasado? Tenemos que ser humildes y preguntarnos qué parte de responsabilidad nos corresponde en la increencia de nuestro mundo. Somos nosotros los que hemos recibido el encargo de evangelizar, no el mundo.

Pero, ¿cómo creerán si no es anunciado el Evangelio? ¿Y cómo creerán el anuncio si lo hacemos desunidos? Necesitamos hacer todos un acto de humildad y reconocer que no somos el Cristo crucificado, el Siervo de Dios inocente que con su sufrimiento salva al mundo. Somos, más bien, un Cristo desmembrado y roto.

Sólo podemos recomponer a Cristo, si caminamos unos al encuentro de los otros para luego avanzar juntos.

Tres pasos hacia la unidad

Llegados a este punto de la reflexión, creo que estamos en condiciones de señalar los pasos hacia la unidad:

1º. Lo primero es reconocer la propia riqueza personal y la riqueza o carisma de los grupos. No se trata de reconocer los méritos personales –esto conduce a buscar reconocimiento, a comparar y a competir–, sino de reconocer la acción del Espíritu en uno mismo y en el grupo al que uno pertenece, que lleva a ver la propia riqueza como
un don para los demás –esto conduce a la gratitud, a la complementación y a la colaboración–.

2º. El segundo paso es reconocer la riqueza ajena: los valores y carismas de los demás –sean personas o grupos– son reconocidos como obra del Espíritu en ellos, son vistos como riqueza común y son vividos con alegría. En definitiva: son el signo de la presencia de Dios en ellos.

3º. El tercer paso completa el proceso: se trata de vernos todos en Dios. Es entonces cuando comprendemos que aquello que nos une no es la voluntad común de hacer el bien, ni la coincidencia de las ideas ni la concordancia de los deseos e intereses. Lo que nos une es la mirada del Padre, el amor del Hijo y la presencia íntima del Espíritu.

Los obstáculos de la unidad

Si la unidad es un valor tan claro y tan urgente, ¿qué es lo que nos impide estar unidos? ¿Qué torpedea la unidad entre nosotros? Una mirada a las Iglesias de la época apostólica puede ayudarnos a encontrar la respuesta a estas preguntas.

– La división fue un problema grave en la Iglesia de Corinto. Cuando Pablo llegó a esta ciudad, encontró a la Iglesia dividida por el espíritu partidista, más propio de las escuelas filosóficas que de la fe cristiana.

La psicología de grupos nos enseña que, entre los mecanismos de cohesión interna, está marcar diferencias con otros grupos similares y exaltar al líder. Es un recurso que explica el problema denunciado por Pablo y en el que, con frecuencia, caemos dentro de la Iglesia.

Pero lo significativo de aquel hecho es la actitud que adopta el apóstol: se niega a entrar en ese juego de divisiones y protagonismos. Pablo deja claro que Cristo es el único mesías, el único maestro que enseña la sabiduría de Dios, el único salvador. Nadie puede atribuirse gloria alguna en el campo de la evangelización, porque la única gloria es de Cristo.

– El fanatismo en las Iglesias gálatas: Pablo había misionado la zona fundando en ella varias comunidades formadas en su mayoría por cristianos procedentes del paganismo. Más tarde, se presentaron allí cristianos de origen judío que pretendían imponer a todos los convertidos la circuncisión y los preceptos de la ley mosaica.

El problema de los judaizantes fue hacer un absoluto de su interpretación del cristianismo y pretender imponerla a los demás. Nadie en la Iglesia primitiva les negó el derecho a compatibilizar su fe judía con su fe cristiana. Fueron ellos los que negaron a los demás el derecho a ver las cosas de otra manera. Estamos ante un evidente caso de fanatismo religioso.

El fanático vive un proceso de fijación mental en algunos elementos de la fe. Dichos elementos pasan a ser nucleares y desplazan a todos los demás. Están tan llenos de su propio punto de vista que son incapaces de reconocer otros.

Más información, en el nº 2.737 de Vida Nueva. Si usted suscriptor, puede acceder al Pliego y descargarlo en PDF aquí.

————

INFORMACIÓN RELACIONADA

Compartir