El Cervantes reconoce, al fin, la magia de Ana María Matute

A los 85 años, es la tercera mujer en lograr el gran galardón de la literatura en español tras María Zambrano y Dulce María Loynaz

(Juan Carlos Rodríguez) “Érase una vez una niña llamada Ana María Matute, que a los cinco años empezó a escribir y dibujar historias…”. El cuento, ochenta años después, tiene final feliz: aquella niña ha ganado, por fin, el premio Cervantes. Por fin, porque ya llevaba más de una década quedándose al borde del galardón; aun antes de aquel año 2000 en el que lo obtuviera Francisco Umbral, y en el que debió ganarlo. Por fin, porque es también la tercera mujer que lo obtiene en 35 años de historia tras María Zambrano (1988) y Dulce Mª Loynaz (1992). Ahora sí ha habido unanimidad. Mujer, novelista y entrañable: “Lo veo como un reconocimiento, si no a la calidad, sí al esfuerzo, a la entrega total de una vida. He dado toda mi vida a esto que es escribir, a ser parte de la literatura”, afirma con esa jovial e inocente sencillez que la define, como esa “niña asombrada” de la posguerra que nunca ha dejado de ser, como la Adriana de su Paraíso inhabitado (2008). Y es un cuento con final feliz porque su protagonista, Ana María Matute (Barcelona, 1925), sigue siendo una niña que se niega a dejar de serlo.

La Matute, que así le gusta que la nombren, sigue imaginando la literatura como refugio íntimo ante un mundo que nunca acaba de comprender: “Yo era una niña con un problema muy grave: era tartamuda. Aparte de eso, no me gustaba jugar con muñecas. Tuve el convencimiento total de que yo era mala, aunque no sabía por qué. Era mala y punto. Me lo hicieron creer. Por eso me encerraba en mi mundo, con mis maldades y escribiendo, escribiendo…”. Su amplia y dilatada trayectoria comenzó, sí, con ese cuento a los cinco años que aún conserva, La avaricia de un rey, en el que expresaba una temprana conciencia social o perplejidad infantil porque “los pobres se morían de hambre”. Quince novelas, una treintena de libros de relatos –en su mayoría breves e infantiles–, y once operaciones después, sigue escribiendo, imaginando la vida al otro lado del espejo: de niña escribía de adultos a los que no entendía; de adulta escribe de niñas en las que se reconoce: “Una parte de mí se quedó instalada en aquellos 11 años cuando estalló la Guerra Civil”. Pero la niña no dejó de escribir. Acaba de publicar La puerta de la luna (Destino), sus cuentos completos. Y recibe el Cervantes con la certeza de que “sigo viva porque escribo”.

El cuarto oscuro

Aquella niña rebelde y despierta que aún es sería inimaginable sin el “cuarto oscuro” en el que su madre la encerraba: “Mi cuarto oscuro emerge cuando escribo porque me convierto en maga. Cuando me castigaban creían que servía para algo encerrarme en aquel cuarto, y no sabían que era el pasaporte hacia mi liberación”. Yerra el jurado cuando resume la trayectoria de Matute como un travesaño que va “del realismo a la proyección de lo fantástico”. Toda la obra de Matute es, y así lo proclama ella, magia, es decir, un ejercicio de transformación de la realidad a través de la imaginación. Y no para evadirse, sino para tomar conciencia de lo que realmente es. Ésa es la lectura de su obra, desde esas duras y lúcidas novelas de posguerra, Luciérnagas (1955) y Los hijos muertos (1958), a su gran obra maestra: Olvidado Rey Gudú (1996), prorrogada con Aranmanoth (2000) y, en cierto modo, vislumbrada ya en La torre vigía (1971). Con esa novela se adentró en un universo medieval y ficticio, en el que sus protagonistas parecen decirnos que amor e inmortalidad son estados y destinos incompatibles.

Ese año, 1996, fue importantísimo para Matute porque, tras su reaparición después de 25 años, tras una profunda crisis personal, fue premiada con el sillón K de la Real Academia Española; la tercera mujer tras Carmen Conde y Elena Quiroga en penetrar aquel arcaico muro masculino. En su discurso de ingreso, reivindicó que: “Cuando en literatura se habla de realismo a veces se olvida que la fantasía forma parte de esa realidad porque nuestros sueños, nuestros deseos y nuestra memoria son parte de la realidad”. Desde este punto de vista toda su obra, aunque mágica, es firmemente realista. Es decir, posee una asombrosa unidad, que se rebela ante las conveniencias de un orden regido por la codicia y la brutalidad. Lo que ocurre es que en su narrativa  hay dos escenarios diferenciados, según estén a uno y otro lado del espejo, como en Alicia en el país de las maravillas.

El primero es esa España dura y feroz que transita entre los años 30 y los 50, en los que retrata a los ojos de una niña la preguerra, como en Paraíso inhabitado (2008), y, ya mujer, la lúgubre posguerra cotidiana de Los hijos muertos (1958). Aunque en su obra apenas se habla de la Guerra Civil como tal, es fácil ver sus consecuencias en sus páginas. Y no sólo en la descripción de la posguerra, sino también en Olvidado Rey Gudú, canto antibélico, entre todas sus ambiciones narrativas. Esta obra representa ese otro lado del espejo –lo que algunos críticos definen como narrativa fantástica o ciencia ficción– en donde, pleno de simbolismos (el anverso y el reverso, la luz y la oscuridad, la memoria y el olvido, el suelo y el cielo), de lecturas, de homenajes, las preocupaciones temáticas acaban siendo las mismas que en cualquiera de sus novelas: la exploración del malestar vital de los personajes, la amenaza de la brutalidad y la codicia, la infancia arrebatada, el fin de la inocencia. Matute ha identificado esta temática unitaria, no sin cierta inocencia, en la búsqueda desde su narrativa de “procurar el entendimiento entre adultos y niños, y fomentar el entendimiento entre unos y otros”. En definitiva, transmitir al lector que nunca dejemos de mirar el mundo con los ojos de una niña.

Esa niña que, con tan sólo 17 años, quiso publicar esa asombrosa disección de la España gris que es Pequeño teatro, a lo que se opuso su padre, aunque la novela acabó siendo editada doce años después, en 1954, al ganar con ella el Premio Planeta. Antes publicó Los Abel (1948), tras quedar finalista del Premio Nadal el mismo año que lo ganó Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada. El Nadal lo acabaría ganando en 1959 con Primera memoria, su única obra autobiográfica: “Nunca he escrito una novela autobiográfica. Tengo un libro de memorias de infancia, nada más. Pero eso no significa que uno no esté dentro del libro. Yo siempre estoy en ellos”. La edad le hace mirar atrás con la sencillez con la que ha afrontado el Cervantes, lejos de los “egos” de algunos divos de la literatura: “Un premio no hace a un escritor, hace lectores. Es un reconocimiento, eso sí, a mi trayectoria. Y yo estoy encantada con ella. Aunque a veces siento que mis libros están unos peldaños por debajo de cómo los soñé y pensé escribir, excepto Olvidado rey Gudú”.

Leer a Matute es conocerla en su sencillez, su honestidad, su rebeldía. Su obra es, en ese sentido, verdad. La verdad de una niña que nunca dejó de serlo.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.732 de Vida Nueva.

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