Saber escuchar la gran sinfonía eclesial

(Juan Rubio)

La música es buena. Lo dice el salmista. La música es armonía. Cuando se devalúa en cansinos, pegadizos y monocordes estribillos, se vuelve estridente e, incluso, llega a hartar. Una voce puede ser estridente. La polifonía, por el contrario, es excelsa y exuberante. Uno queda asombrado viendo Los Miserables, que estos días se presenta en el Lope de Vega de Madrid. Como es exuberante el Mago de Oz, My Fair Lady, Evita o El Fantasma de la Ópera. Excelsa es la Marcha Radetzky en Viena. El Papa, para quien la música es parte importante de su biografía, dijo el pasado lunes, dirigiéndose a los nuevos cardenales en el día de santa Cecilia: “Que la patrona de la música y del canto hermoso acompañe y sostenga el esfuerzo por escuchar con atención en la Iglesia las diferentes voces, para que la unidad de los corazones sea más profunda”.

Habló de esfuerzo. Hay mucho estribillo cansino y pegadizo en la Iglesia, tarareado por endogámicos grupos que lo repiten con el mismo tono y la misma melodía, conjugando cuatro palabras que sacan de quicio por su sordidez. Todo esfuerzo es éxodo y salida de lo propio. Hay que esforzarse para escuchar otras voces que ayuden a la armonía y rompan con el rancio estribillo. ¡Cuántos estribillos hay en nuestra Iglesia en el ámbito de la educación, de la cultura, de la teología y de los congresos! Ya hay quienes desconectan porque sólo se oyen a sí mismos y sólo escuchan lo propio.

Alientan las palabras de Benedicto XVI que, en esos mismos días, admitía la voz de quienes, desde la ciencia, le habían presentado un estudio sobre el uso del preservativo en casos delicados. Admitió la armonía de las voces que proceden del corazón de las tinieblas africano, de las barriadas empobrecidas de Brasil o Nueva York. La voz de la Iglesia en esos lugares también es acogida en la sinfonía eclesial cuya partitura el Papa intenta interpretar. No son voces blancas, sino voces enronquecidas por el dolor y el sufrimiento. El Papa ha escuchado el lamento. Ha sabido escuchar las voces y distinguirlas de los ecos. Ha sabido afinar el oído y darle una dimensión plural a la Iglesia.

Y en la Iglesia española es más necesario que nunca. En los centros de estudios y de formación, una voce acarrea graves despropósitos. En los medios de información, una voce suele ser sinónimo de adoctrinamiento apasionado, y cuando la pasión ciega, la razón se oscurece. En la tarea pastoral y de gobierno, una voce de consejeros áulicos es sinónimo de estulticia. Se crea un círculo vicioso que se retroalimenta presentando una cara de Iglesia muy distante de la real.

La armonía de la variedad de voces es fundamental. Sólo esa armonía podrá devolver la sinfonía eclesial necesaria. Cuando el miedo enmudece conciencias, hemos entrado en una espiral peligrosa. Y el miedo se extiende cuando se niega la voz plural. Aunque siempre hay un momento para entender a quienes dejaron de hacer oír su voz. Arthur Miller, en la sesión del Congreso a la que fue invitado para declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, dijo: “No me siento tan inocente como para maldecir a otros que no han sabido ser fuertes”. Es el precio de lealtades en conciertos en los que la gente se sale porque ya no aguanta más. El miedo ata.

director.vidanueva@ppc-editorial.com

En el nº 2.731 de Vida Nueva.

Compartir