Letras para Ignacio Ellacuría

(Norberto Alcover, sj- Escritor y periodista) Cuánto tiempo llevo sin charlar contigo, mi buen amigo y compañero. Cómo han pasado los años desde que, arrodillado ante tu tumba y de los demás en la capilla de la Universidad, solicitaba del Señor de la Historia el don de participar en vuestro martirio aunque fuera mínima y oscuramente. Pero tengo la sensación de que apenas fui escuchado. Vosotros seguís enterrados ahí, en El Salvador, mientras yo permanezco aquí, sin especiales molestias por la causa de los crucificados de la historia, en palabras tuyas. En todo caso, cada vez que aparece Jon Sobrino por mi comunidad madrileña, le observo con veneración porque descubro en su rostro, cada vez más ajado por esa implacable diabetes, la reconvención de mi parálisis espiritual y de mi repetido pacto con los poderes de este mundo. Uno escribe, habla y qué se yo, pero nada le pasa porque vive absolutamente seguro. Me avergüenza escribírtelo, pero es así.

Pero al cabo de 21 años de aquellos sucesos, deseo comentarte algo que me acucia  cuando pienso en ti y en los demás compañeros de la UCA. Mira, querido Ignacio, una de las realidades que me llevé marcadas en el alma tras mis diversas visitas a El Salvador, fue tu insistencia en que, o la cultura estaba al servicio de la transformación social, o se convertía en una cultura vacía de significado, una especie de instrumento burgués para mantener el sistema de injusticia en perjuicio del más pobre, del menos capaz de alcanzar el don de la inteligencia, de la sensibilidad, de la política y hasta de la fe un tanto desarrollada. Una cultura para la revolución pacífica, pero auténtica, de la historia concreta de un lugar también concreto. De tal manera que nunca he podido olvidar esa marca rotulada con el fuego de la oración, de la conversación y, sobre todo, de lo visto y oído en las personas del pueblo llano salvadoreño, el pueblo de verdad.

Me pregunto si en España –en general, en este Occidente desarrollado y en crisis de todo tipo– nos mantenemos en la misma pretensión de años atrás, cuando vuestro asesinato nos conmocionó, salvo a quienes lo maldijeron como fruto espurio de vuestros compromisos, ¿recuerdas? Documento va, documento viene, entre alabanzas y censuras sin cuento, por la sencilla razón de que, mientras para unos os habías convertido en signo de esperanza y rebeldía, para otros constituíais el pelotón vanguardista de la Teología de la Liberación.

Pero en este maldito embrollo, cómo nos ayudasteis a vivir, a pensar, a realizar nuestro trabajo cultural en una sociedad que intentaba estrenar libertad cada amanecer. Me pregunto si tal compromiso cultural permanece en pie o lo hemos arrinconado como peligroso y contradictorio con el clima tecnocrático que nos invade, sobre todo desde que mascamos esta crisis que no es política, antes bien, motivada por los dueños del dinero, auténticos dueños del mundo que mantienen este sistema indigno.

Y me respondo que no, que hemos dado marcha atrás en casi todos los órdenes, para evitarnos líos sociales y eclesiales. Vosotros, muertos en El Salvador, y nosotros así de tranquilos aquí.

Claro está que nuestra sociedad ya no es la misma de hace esos 21 años, pero de suyo la pobreza ha aumentado en tantos lugares y el totalitarismo sociopolítico abunda bajo el velo de las democracias liberales. ¿No podríais, ahora que ya estáis en la gloria del Dios de la Justicia y de la Misericordia, echarnos una mano para salir de este encantamiento verbalista en que nos movemos, para revolucionarnos y confrontar nuestras vidas con la realidad objetiva de nuestra sociedad concreta, más allá de tantos documentos, reuniones, congresos, decisiones, malestares, pero también de pequeñas esperanzas cuando conseguimos algún éxito en este lío que hemos llamado Nueva Evangelización? Querido Ignacio, todos cometemos errores y equivocaciones, pero tú recibiste el don del martirio, digan lo que digan los espíritus biempensantes que renuncian a tu gesta como lo hacen con la de Monseñor Romero, para vergüenza nuestra y de quienes nos contemplan.

En fin, no nos dejes descansar en paz, como ya lo conseguiste tú. Procura que vivamos inquietos y comprometidos con nuestra tarea cultural en esta sociedad y en esta Iglesia de España (y del mundo), para que, mediante esta cultura transformadora, consigamos que la pobreza, la injusticia y la libertad conculcadas se transformen en fecundidad evangélica, y el mundo sepa que Jesucristo, como salvador y liberador, está en medio de sus inquietudes y esperanzas. Porque si expandimos una cultura no transformadora, antes bien redundante del sistema ya existente, que sintamos la vergüenza de haber rezado ante vosotros sin fruto alguno. Y que sea una terrible vergüenza. Humillada y humillante.

Por aquí, pues a trancas y barrancas, mientras los poderosos hacen lo que les da la gana, como siempre. Me acuerdo de ti y de los demás. Reza por todos. Tuyo siempre.

En el nº 2.731 de Vida Nueva.

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