Fernando García de Cortázar: “Los intelectuales no deben esperar complacencia del poder”

Jesuita, historiador y escritor

(Juan Rubio) No sólo tiene nombre propio. Sus apellidos son también propios. Y, además, es jesuita. No lo pregona porque él habla de Historia. Cuando le preguntan… responde también como jesuita. Conviene no llamarse a engaños y reconocer a cada palo su vela. No está en la Real Academia de la Historia, pero los lectores ya lo han llevado a la “Academia Real” reconociendo y divulgando su obra. Hay pasos y decisiones en la vida que no pagan la “guerrera apostura”. Y él es así. En el epitafio de Zalacaín, Pío Baroja decía: “De su guerrera apostura / el vasco guarda memoria; / y aunque el libro de la historia / su rudo nombre rechaza / caminante de su raza / descúbrete ante su gloria”. Hay que descubrirse ante este caminante que, lejos de rechazar la Historia, la ha convertido en camino y biografía, incluso desafiante. No le falta “guerrera apostura”. No ceja en el empeño. Es caminante de su propia raza.

Fernando García de Cortazar (Bilbao, 1942) vive entre Madrid y Bilbao urdiendo su tarea en el umbral de un periodo que él va tejiendo con actividades propias de catedrático emérito de Historia Contemporánea y presidente de diversas fundaciones: Vocento, Nación y Libertad y Dos de Mayo. Un vasco en el corazón de Madrid, en los aledaños de Chicote, rincón del casticismo universalizado. Allí estudia y promueve los orígenes de España como nación. Pudiera parecer paradójico que un vasco se dedicara a esto, pero no es así: “Lo raro sería que los vascos no defendiéramos una nación de la que somos ingrediente esencial y cuyo origen es inexplicable sin nuestra participación”, dice. Palabras recias en boca de quien se jugó el tipo con ETA, asesoró a Aznar en momentos complicados, que le están pasando factura, y nunca perdió su libertad. Es agradable hablar con él. No teme las preguntas que le llegan como proyectiles. España contra la pared. “La Historia no es para acumular dedos meñiques de faraones, ni para contar ovejas de la Mesta, sino para responder a preguntas que el ciudadano se hace hoy en torno a la idea de España”. Esto decía hace unos pocos años en un foro digital.

Ciudadanía y libertades

Usted está convencido que hay que volver a “pensar España” como la generación del 98. ¿Qué es necesario hoy para abordar la tarea? ¿Sobre qué ideas fundamentales habría de pivotar esta reflexión?

Hay que comenzar recuperando al ciudadano como sujeto de libertades y derechos frente a la omnipresencia y unilateralidad de la Administración y de los poderes públicos. Tiene que crecer la capacidad de elección del ciudadano mediante reformas como la de la Ley Electoral, la Ley de Educación o la Ley de Partidos Políticos. Hay que realizar un reajuste competencial y presupuestario del Estado de las autonomías en el sentido de limitar su discrecionalidad y despilfarro. Además, hay una serie de palabras o conceptos clave que deberían impregnar la acción cívica y, fundamentalmente, la actividad política: el esfuerzo y su recompensa; la responsabilidad; la conciencia de la limitación y escasez de los recursos económicos; el orgullo de pertenecer a una nación que disfrutamos como meros usufructuarios y que debemos legar a las próximas generaciones en mejores condiciones de las recibidas…

Pero es la clase política quien tiene la última palabra y no la intelectual…

A los políticos les corresponde llevar a la práctica ideas como las expuestas y no se les debe pedir que hagan la labor de los intelectuales. No hubiera habido Revolución Francesa sin la Enciclopedia. A los pensadores les toca vigilar para que la política vaya siempre acompañada de principios y les sea devuelta su prestancia a las ideologías. Pensadores al estilo de Popper o Hayek, o intelectuales y hombres de acción como Bertrand Russell no existen en España. Lo que sí podemos encontrar es un buen nivel de historiadores, filósofos o politólogos que difunden las ideas de los grandes pensadores.

¿Cuál es, entonces, el papel del pensador?

Los pensadores, sean muchos o pocos, deben alzar su voz y abrirse camino en la opinión pública por sí mismos, con la originalidad de sus ideas o lo acertado de sus reflexiones y propuestas, pero nunca esperar la actitud complaciente de los poderes que buscan, sin disimulo, utilizar su prestigio en beneficio propio. Es el hombre de ideas el que tiene que presentarse ante la sociedad y dirigirse a ella, rechazando cualquier tutela o intermediación. No hay que esperar, como en otras épocas, ningún “cirujano de hierro”, ningún guía surgido de entre los partidos o los pensadores. Es un signo de la madurez histórica de las sociedades el que sus integrantes  piensen por sí mismos. La democracia no puede basarse únicamente en una sociedad robótica de individuos indiferentes, espectadores constantes de una obra ajena, algo que hemos criticado en los viejos totalitarismos, que adulteraban la participación real de los ciudadanos, convirtiéndola en meros rituales de pertenencia falsificados.

La responsabilidad de los pensadores es grande en la exigencia de una cultura que vuelva a valorar la capacidad de conocer en un mundo complejo para evitar que las simplificaciones políticas aturdan a la verdadera ciudadanía consciente y activa. El compromiso del intelectual debe implicar la denuncia de todo aquello que ponga en peligro el acuerdo elemental que constituye el fundamento ciudadano de nuestra sociedad desde tiempos de la Ilustración. Implica, por tanto, señalar a los fanáticos y a sus religiones fanatizadoras; implica llevar a cabo el examen del discurso del nacionalismo, no sólo los actos vandálicos y crueles del terrorismo, sino la esencia de su doctrina para considerar a qué obedece la indulgencia con que ha sido tratada una ideología comunitarista, una forma de exclusión social, que niega los principios de la sociedad liberal y democrática. Los pensadores deben señalar el peligro de que la ciudadanía deje de serlo y abandone su participación política, desmoralizada por el desprestigio de la clase dirigente y la impresión de que los asuntos más importantes se deciden por fuerzas ajenas. Llevamos siglos pensando y reflexionando, acumulando sin compasión miles de páginas y libros, pero seguimos sin saber contarlo y hacerlo llegar, en términos prácticos, al ciudadano.

Ensimismamiento

¿Qué falta y qué sobra a los intelectuales hoy?

Creo que lo que sobra es una especie de “ensimismamiento” intelectual. La responsabilidad de los intelectuales debe devolverlos a la política. A la formación de opinión. Del compromiso del intelectual hemos pasado al intelectual recluido en los soliloquios de la Academia. El intelectual puede dejar de ser un militante de un partido pero no puede renunciar a ser un  dirigente cívico, un educador implacable con quienes ejercen el código de silencio de un discurso que decide quién es un compatriota y quién es un renegado o un enemigo del pueblo.  El pensador no es el centro de nada, no hay por qué mimarlo, hay que proporcionarle libertad y garantizarle sus derechos en cualquier circunstancia. Tiene él que luchar para hacerse oír y tiene que encontrar el registro adecuado para hacerse entender y superar la pereza intelectual de tantos ciudadanos para los que, como decía Mariano José de Larra, “es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas”.

El papel de la Historia

¿Sabe el español lo suficiente de Historia?

En mi opinión, la Historia no ocupa el lugar que merece, pero no me refiero sólo a la manía de los “planificadores” educativos o de muchos políticos de reducir la discusión sobre su importancia en la educación a un número mayor o menor de horas en los planes de estudio, o al peso que deben tener en éstos los contenidos regionales o locales. La Historia, de forma transversal, ejemplo de nuestros errores y aciertos como sociedad, y como guía de ciudadanía, debería acompañar al alumno desde los balbuceos de la educación primaria hasta, como mínimo, su ingreso en el mundo laboral o universitario.

¿Cuál es su compromiso concreto hoy como profesor, historiador y pensador?

Mi trabajo, en apariencia sencillo pero lleno de difíciles equilibrios, ha consistido, y aún hoy ocupa la mayoría de mi tiempo, en acercar a todos los ciudadanos esa Historia tantas veces incomprensible y descontextualizada, bajándola del pedestal en el que algunos se obstinan en confinarla, para convertirla en manual de convivencia, en asidero o guía ante los retos y dificultades de un mundo en constante cambio. El oficio de historiador me ha ayudado a transmitir la utopía que ha alimentado los deseos de mejora y perfección insertos en el corazón del hombre, de acuerdo con el conocido pensamiento que Bernardo de Chartres esbozara en el siglo XII: “Somos enanos a hombros de gigantes, y si acertamos a ver más lejos no es porque nuestra vista sea más aguda, sino porque ellos nos alzan sobre su estatura gigantesca”.

Pero usted también es religioso jesuita…

La Compañía de Jesús –y esto aparece bien claro en la Ratio Studiorum– intentó que  sus miembros hiciéramos en nuestras vidas una simbiosis de religión y cultura. Difícil matrimonio, puesto que cuando el hombre llega a la madurez y toma conciencia de su poder y grandeza, la cultura muchas veces se hace militante, se diviniza a sí misma y, en el mismo instante, Dios se convierte en una amenaza. Por ello, la misión profética del cristianismo es denunciar los nuevos ídolos, los falsos absolutos que se levantan, incluidos los absolutos culturales o políticos. Creo que para este objetivo, la Historia es un instrumento magnífico. Aquellos que buscamos a un Dios incrustado en el corazón del hombre debemos saber  que muchos de los problemas que alarman a las sociedades actuales revelan también un profundo malestar moral. Y es ahí donde debemos coincidir  con un mundo en el que no podemos caer bajo sospecha de inutilidad social. Moral es la aspiración a construir una sociedad armónica y estable, regida por la ética del trabajo y del esfuerzo individual. Moral es la aspiración de crear una sociedad capaz de garantizar  el bienestar y la convivencia. Moral es la voluntad de afirmar  la libertad y los derechos individuales que la Historia –a la cual en su doctrina no es ajena la Iglesia– viene empujando desde hace siglos.

¿Qué queda de san Ignacio de Loyola?

Pues nos queda el valor y la ejemplaridad que han sobrevivido al paso del tiempo, pero estoy totalmente seguro de que el gran santo español no querría él mismo ser el pretexto del inmovilismo que atenaza, por ejemplo, a otras religiones, ni tampoco referente o intérprete único de realidades inexistentes en su época. Hay que recordar que su vida y obra  se insertan en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. Los silencios de los jesuitas han de ser los justos, y las palabras, sin complejos.

A usted le duele España y, también, le duele la Iglesia. En su obra “Los Pliegues de la tiara” se respira cierto dolor…

En la Iglesia falta determinación para abordar la solución de problemas que venimos arrastrando desde hace décadas. No caben más tibiezas con los atentados que se cometen a diario contra los derechos humanos, exigidos al mundo y cuestionados, por otra parte, en el seno de la propia Iglesia con el argumento de la abnegación pedida a sus miembros. Faltan condenas más explícitas y en voz alta a dictaduras, no sólo políticas, sino a dictaduras cotidianas a las que parece que nos hemos acostumbrado: el hambre de millones de seres humanos, la pena de muerte por ejemplo en  Estados Unidos, China o Japón, la situación de la mujer en otras “realidades religiosas”… Por su falta de estructura y tradición democráticas, la Iglesia se encuentra incómoda en situaciones de pluralismo, lo que le hace estar permanentemente a la defensiva y no acertar a “vender” bien ni su empeño educativo ni su admirable labor asistencial, repleta de actitudes de desprendimiento heroico. La Iglesia se siente acosada –con frecuencia no le faltan razones para su queja– y le cuesta aceptar el reto diario de los medios de comunicación, cuyo lenguaje desconoce y a los que suele responder con lentitud y sin originalidad alguna, como decía el cardenal Martini.

Perdedores

Hace unos años escribía usted un libro titulado “Los perdedores de la Historia de España”. ¿Es usted perdedor en la Compañía de Jesús y un gurú en la sociedad civil española?

Me resulta difícil asumir esa dicotomía tan radical. Creo que gano y pierdo todos los días, tanto en un sitio como en el otro, porque todos los días me mojo como jesuita e historiador tanto en la Compañía de Jesús como en la sociedad a la que pertenezco en mi calidad de ciudadano. Así y todo, no me viene mal recordar lo que decía el nuevo beato, cardenal Newman, quien sostenía que no sólo hay que sufrir por la Iglesia, sino que también a la Iglesia hay que sufrirla.

Siguiendo con este capítulo de perdedores, dígame algunos grandes perdedores en la Compañía de Jesús…

Es un perdedor Juan Alfonso Polanco, secretario de los tres primeros generales de la Compañía de Jesús. Y por dos razones. Su valiosa y desconocida labor en la consolidación de la Compañía fundada por san Ignacio, de quien fue pies, manos, memoria y voz manuscrita; y la humildad con la que se retiró a la penumbra de sus escritos cuando los jesuitas portugueses utilizaron el estigma de su origen converso para desacreditarle como sucesor de Francisco de Borja, al frente de la Compañía. También es un perdedor el genial Baltasar Gracián, quien fue reprendido gravemente por sus superiores por incumplir la orden de no publicar nada sin permiso previo. Al insistir en su rebeldía con el último volumen de El Criticón se le secuestraron los papeles y se le prohibió escribir. Es entonces cuando Gracián pidió licencia para pasar a otra Orden. Rehabilitado, se le destinó al colegio jesuita de Tarazona, donde al poco tiempo moriría. También tuvo graves problemas con las jerarquías vaticanas y jesuíticas el antropólogo Teilhard de Chardin (1881-1955), más leído después de muerto que en vida –entre otras razones, porque la mayor parte de su obra es póstuma–, pero con una notable influencia en el mundo católico de la época y, también, en el espíritu  del Concilio Vaticano II.

¿Y qué otros personajes de la Iglesia pondría usted en la nómina de perdedores?

En la elegía de los olvidados o perdedores podría figurar también el cardenal Mariano Rampolla, brillante nuncio papal en Madrid y secretario de Estado de León XIII, que en el conclave de 1903 se debería haber convertido en su sucesor pero perdió la tiara porque el emperador de Austria ejerció en la elección pontificia su derecho de veto, vigente hasta en ese momento en los Estados católicos. También el sacerdote alemán Franz Reinisch, expulsado de su congregación religiosa al negarse a prestar el juramento de fidelidad a Hitler, siendo más tarde fusilado por los nazis.

EXAMEN DE FECHAS


En sus años de docencia en la Universidad, García de Cortázar acumuló una trayectoria impresionante. Dirigió más de 50 tesis doctorales, ha escrito cerca de medio centenar de libros, dirigió la monumental obra La Historia en su lugar, se ha colado en las aulas de segundo de Bachillerato con un libro de texto y sigue en activo. Pero hoy se ha dejado preguntar por el entrevistador. Un examen sobre cinco fechas claves de la Historia. Éstas son sus respuestas. En ellas va su visión de la Historia de la España Contemporánea:

  • 2 de mayo de 1808: Días de sangre y gloria. La nación española levantó el vuelo en su lucha por su independencia
  • 14 de abril de 1931: La República de la esperanza y la decepción, la frustración de Azaña por no conseguir cambiar lo tradicional por lo racional.
  • 18 de julio de 1936: El odio y la furia de España, la guerra más incivil, la mayor tragedia de nuestra historia.
  • 20 de noviembre de 1975: Las lágrimas del régimen de Franco, el final de la larga espera y la melodía de la libertad.
  • 11 de marzo de 2004: Madrid, la capital del dolor con plomo y desconcierto en sus entrañas.

En el nº 2.731 de Vida Nueva.

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