La evangelización desde el ‘ring’

Curas de Ciudad Juárez convierten combates de lucha en una metáfora de la esperanza

(Pablo Romo Cedano) Orante Luna se levanta con dificultad después de que El Fariseo ha caído sobre él. El golpe ha sido decisivo, El Fariseo sabe que está cerca la victoria. Los feligreses gritan desesperados al ver al padre Roberto tirado. Una quebradita, una llave que le hace gritar; El Fariseo se apoya en las cuerdas, toma impulso, vuela y arremete contra su contrincante. Orante Luna no resistirá mucho tiempo: perderá su cabellera en manos del terrible Fariseo, que sonríe al público mientras la gente lo abuchea y da alaridos desde su butaca: “¡Muera El Fariseo!”, “¡Viva Orante Luna!”. Una voz lejana, del acólito de la parroquia de Corpus Christi, se confunde en el alboroto:“¡Viva el padre Roberto!”.

Roberto (izq.) e Istibal (dcha.), compañeros en el ministerio y rivales en el cuadrilátero

¡Uno, dos, tres, cuatro! La cuenta termina y el árbitro declara el fin de la contienda. Orante Luna, desde el suelo, recuerda la victoria del año pasado. Resignado, pone su cabeza al descubierto para que le corten su “cabellera”: en las luchas, es el signo de haber perdido. De pronto, en la multitud, El Ángel Negro y El Siervo gritan retando al nuevo vencedor; El Fariseo acepta el desafío y la batalla se fija para el año próximo. El claustro del seminario está lleno de gente alegre que ríe y festeja el espectáculo.

“Fue hace dos años cuando iniciamos esto de las luchas”, dice a Vida Nueva Roberto Luna Valenzuela, párroco de Corpus Christi en Ciudad Juárez (Chihuahua). “Fue idea del padre Guillermo Sías, miembro del equipo formador del seminario conciliar. Empezamos proponiendo un espectáculo para apoyar económicamente al seminario. El año pasado, yo, con el personaje de Orante Luna, participé y le gané a mis contrincantes. Y, bueno, ahora me ganó El Fariseo y perdí mi cabellera… Así es esto de la lucha libre. Yo soy técnico y por eso no uso máscara, y El Fariseo, es decir, el padre Istibal Valenzuela, es rudo y si él hubiera perdido, lo hubiéramos desenmascarado: se trata de ‘máscara contra cabellera’”.

El padre Roberto es animoso, alegre y responde con su fuerte acento norteño a todas las preguntas. Está claro que, para él, esto de las luchas es más que una obra de caridad. Su risa le delata y, ciertamente, sus más de 120 kilos le protegen de cualquier golpe, sea de los rudos o de los técnicos.

“La vida es una lucha”

“La vida es una lucha, todo el tiempo estamos atentos contra el mal, y eso mismo es lo que digo en las homilías”. No se trata de fomentar la violencia en la ciudad más peligrosa del país y una de las más violentas del mundo (5.400 homicidios y más de 10.000 húerfanos desde 2008): “La violencia está en el corazón de las personas y la lucha libre es un espectáculo recreativo que requiere concentración, disciplina y trabajo diario. Yo lo hago por afición, pero me encuentro en el gimnasio a muchos muchachos que quieren vivir de eso. Ése es un lugar para presentar la chulada del Evangelio, hablar de esperanza a gente que nunca ha oído hablar de eso ni de Dios. Es un nuevo areópago para mí”.

El padre Roberto practica todas las mañanas en el gimnasio Ben-Hur, que está cerca de su parroquia: “Nada mejor para mí que este lugar”. El ejercicio es pesado. “No te creas –me dice afinando el sentido de su metáfora evangélica–. Eso de estar brincando de un lado al otro del ring durante 40 ó 45 minutos no es fácil, se cansa uno. Por eso hay que estar todo el tiempo en forma. Eso les digo a la gente, ‘hay que estar siempre en forma para combatir el mal’”. La lucha libre es juguetona, hay mucho de circo, de boxeo, de malabarismo, atrapa la atención y la emoción del público, que se vuelca con furor por su luchador favorito. “El Fariseo se esconde tras la máscara, es un hipócrita que representa el mal, que miente. Cierto, en esta ocasión ha ganado, pero no por mucho tiempo. Regresaré al ring –advierte–. Por lo pronto, El Siervo salió en mi defensa”.

Estos tres sacerdotes luchadores no son los primeros en participar en este espectáculo en México. Ha habido a lo largo de los últimos años varios más. De hecho, la película Nacho Libre (2006), dirigida por Jared Hess y protagonizada por el actor Jack Black (en España se distribuyó con el título Super Nacho), trata justamente de un fraile franciscano que alimenta a los niños de un orfanato con las ganancias que le deja la lucha libre.

Este deporte está de moda en México. Si bien tiene una tradición vieja en el Arena México y en el Arena Coliseo, en los últimos años se ha convertido, gracias a la televisión, en el espectáculo de los sábados por la noche. Las películas de El Santo de los años 60 y 70 presentaron al “enmascarado de plata”, un luchador defensor del pobre y la justicia. También en los años 80 surgió un personaje inspirado en ello, Super-barrio, un líder social enmascarado que defendía a inquilinos que eran amenazados de desalojo por retraso en los pagos y por arbitrariedades. Su figura se hizo mítica en los tiempos del terremoto de 1985, cuando muchos habitantes corrieron el riesgo de perder sus casas.

Desenmascarar la verdad

Cuando el luchador de tipo rudo pierde, se desenmascara y ésa es su vergüenza. “Desenmascarar es develar la verdad – dice Orante Luna en la homilía del domingo después de haber perdido–. El Fariseo será puesto en su lugar por Jesús cuando lo quiera engañar o ponerle trampas”.

¿Y qué dice el obispo de las luchas? “Pues que le gustan. Él está pendiente de lo que estamos haciendo”, responde el padre Roberto. ¿Y de las vocaciones luchadoras? “Por lo pronto ningún luchador ha despertado con vocación sacerdotal, pero sí hay varios seminaristas a los que les interesa el ambiente de la lucha, pues consideran que es un medio festivo para evangelizar, sobre todo en un lugar donde la alegría es cada vez más rara y el miedo de reunirse festivamente cunde por doquier”.

¿Y quién es el terrible Fariseo que acabó con la cabellera de Orante Luna? “Nada menos que el encargado vocacional de la diócesis, el padre Istibal Valenzuela, formador en el Seminario”. El padre Istibal tiene 35 años y hace cinco fue ordenado sacerdote. Trabajó en la parroquia de San Mateo y ha estado muy comprometido en su trabajo por la paz en Ciudad Juárez.

“La lucha no es otra cosa que la vida, un constante caer y levantarse, un seguir adelante, a pesar de los golpes”.

Un paréntesis en la tragedia


Cuánta razón tiene el padre Roberto cuando afirma que en Ciudad Juárez “la alegría es cada vez más rara”. La entrevista con él fue un día antes de la masacre de 13 jóvenes en el mismo Ciudad Juárez, el 22 de octubre, en la que seis mujeres y siete hombres, todos ellos adolescentes, fueron asesinados sin motivo alguno mientras estaban en una fiesta de cumpleaños de Francisco López, de 14 años. Unos días después se registró otro ataque en la zona de las maquiladoras: un autobús que transportaba a obreras fue tiroteado, falleciendo tres trabajadoras jóvenes, en represalia por el decomiso de droga hecho por la policía el día anterior.

Tener espacios de sana diversión, momentos familiares recreativos en muchas colonias de Ciudad Juárez, es parte del pasado: las calles se van vaciando mucho antes de que caiga la noche, las fiestas en casas particulares son un riesgo y los bares y centros recreativos públicos son terreno de los miles de policías y militares que ocupan la ciudad. La gente prefiere ir a la iglesia por las mañanas, las reuniones de reflexión bíblica y catequesis son a una hora temprana y se procura cada vez más hacerlas breves. Todos los días hay tiroteos, muertos, sobre todo jóvenes que transitan por las calles, como, por ejemplo, el 30 de octubre, cuando el joven José Darío Álvarez fue abatido por la policía federal a las puertas de la universidad donde estudiaba Sociología.

El 80% de los muertos son menores de 25 años. A lo ya conocido en esa ciudad como los feminicidios ahora se une la nueva expresión de los jovenicidios.

promo@vidanueva.es

En el nº 2.730 de Vida Nueva.

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