Una mirada pastoral a la visita del Papa

(+ Agustín Cortés Soriano– Obispo de Sant Feliu de Llobregat) No es fácil sintetizar en pocas líneas la impresión de un acontecimiento tan rico y tan reciente como la visita del Papa. Este tipo de experiencias requieren ser asimiladas con el tiempo y sin prisas. Apuntamos una visión, primera y personal. Tengamos en cuenta que una cosa son los hechos y otra su interpretación. Ya han aparecido en los medios de comunicación versiones de muy diferente tono y color. Estas breves líneas responden a la mirada propia de un ministro de la Iglesia que tiene sus propias expectativas, sus inquietudes y sus criterios para discernir la realidad.

Así, a la vista de la complejidad, del esfuerzo y del despliegue de medios que la visita del Papa ha supuesto, uno se pregunta si realmente el resultado pastoral lo vale. Sería una tentación responder a esta pregunta con criterios empresariales, mediante la comparación entre la inversión y los beneficios: un solo acto de fe o de amor vale todo el esfuerzo del mundo. Pero, ¿sería legítimo preguntarnos acerca de una cierta proporcionalidad?

La respuesta depende fundamentalmente de lo que se esperaba de la visita papal. La visita a Santiago dio pie al Santo Padre para definir su viaje como “peregrinación”. Algo que ya quedaba subrayado en otros viajes papales, desde Juan Pablo II: una peregrinación, en primer lugar y en este caso, a la tumba del Apóstol como un peregrino más, pero también una peregrinación a las Iglesias particulares como pastor de la Iglesia universal. El peregrinaje prioriza la calidad de la experiencia personal sobre la cantidad mensurable de personas, de tiempos o de lugares. En este sentido, hemos de dar gracias a Dios por el clima de “encuentro eclesial en el Espíritu”, que suele informar cada viaje papal y que en este caso ha sido bien patente. La búsqueda de más luz, que realiza toda la Iglesia en tanto que peregrina, incluye la búsqueda del hermano en tanto que Iglesia comunión. Hemos podido vivir el hecho de que la comunión eclesial –lejos de reproducir modelos de unidad política, ideológica, cultural o empresarial– supone buscar al otro y compartir con él el gozo del encuentro en el Espíritu. Buscando la belleza de este encuentro, a veces vamos de la periferia de la Iglesia a su centro de unidad. A veces también viene el centro de unidad a la periferia de la Iglesia, como es el caso.

Lo que se puede y se debe esperar de este encuentro en sí mismo y en el interior de la Iglesia se ha cumplido con creces: iluminación, reafirmación, celebración de la vida evangélica… Pero su valoración ha de tener presente la situación eclesial y social en que se ha producido, para calibrar debidamente sus “efectos secundarios”. Así, el encuentro con el Papa ha dado la oportunidad a la Iglesia silente (o silenciada) de expresarse, más allá de la voz de sus pastores. La Iglesia como tal ha ocupado la primera página de los medios de comunicación durante varios días, fuera de significativas excepciones. Y lo ha hecho en un tono claramente positivo, reflejando así el estilo claro, humilde y afirmativo de las palabras del propio Pontífice.

Ello ha aportado en el interior de la Iglesia un beneficio para los católicos, que necesitamos sentir “que existimos” y que hemos de ir a lo esencial para recuperar vida y esperanza. Pero también ha tenido su efecto en las instituciones y la sociedad en general. Inevitablemente, el acontecimiento de la visita se ha realizado ante la sociedad, por la naturaleza misma de los actos centrales, de gran relevancia cultural y social (veneración del sepulcro del Apóstol y dedicación de la Sagrada Familia), y por la presencia de las autoridades y las instituciones en los diversos momentos. En definitiva, es bueno que la visita haya despertado, una vez más, el gran asunto de la situación de la Iglesia en un estado aconfesional y democrático. Porque ha dado pie a que cada uno manifieste claramente y en concreto su posición.

Muchos políticos han demostrado que, salvado el pluralismo y los principios básicos de laicidad y aconfesionalidad, el buen sentido democrático y la inteligencia política piden atenerse a los hechos. Y en ambas visitas se ha evidenciado que es un hecho, histórico y presente, la relevante significación de la fe cristiana y de la Iglesia en España. Por su parte, la Iglesia se ha mostrado fiel a su doctrina de legítima laicidad. Si en Santiago el Papa nos ha recordado las raíces cristianas de Europa, en Barcelona esas raíces se han concretado en el ámbito de la familia y de la vida. Y si en Santiago se habló de cultura, en Barcelona hemos visto un gesto profético y conmovedor de una obra social de la Iglesia. Hemos podido escuchar la voz típica de la doctrina católica, integradora de humanismo y apertura a la trascendencia, de razón y fe, de obra social y plegaria, de cultura y experiencia de Dios, de atención a lo particular y de proyección universal.

En definitiva, el Santo Padre, una vez más, nos ha confirmado en la fe, proclamando la que lleva en el corazón: el absoluto de Jesucristo, Verdad que funda la libertad, Bondad que motiva toda ética y Belleza que sacia todo anhelo de felicidad.

Hemos contemplado el templo de la Sagrada Familia, acogiendo en su interior una máxima representación de la Iglesia. Uno piensa que sigue siendo posible que la fe impregne y potencie la humanidad hasta el punto de capacitarla para plasmar espléndidamente el rostro de Cristo. Celebrar y vivir todo ello bien vale el esfuerzo.

En el nº 2.729 de Vida Nueva.

Número Especial de Vida Nueva

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