Santiago echará un cabo

(Andrés García Vilariño – Delegado de Apostolado Seglar del Arzobispado de Santiago de Compostela) “Santidad –dijo en su saludo el arzobispo compostelano a Benedicto XVI–, cuando salga a faenar por los mares del mundo en la barca de Pedro, recuerde que otra pequeña barca estará muy cerca: la de Santiago, atenta a cualquier señal que la de Pedro pueda hacernos para ayudarle, como nos dice el relato evangélico”.

Aludía monseñor Julián Barrio al pasaje de Lucas 5, 6-7. La mirada de Benedicto XVI en este momento buscó la del anfitrión y la expresión de ambos se iluminó con una sonrisa de empatía y comprensiva afinidad.

De ese día yo me quedo con esta sonrisa y mirada cómplice de los dos barqueros. En ellas veo sintetizadas las sensaciones vividas por los participantes en el encuentro con el Papa en Santiago. Aquel día en Compostela miles de personas intercambiaron entre sí sonrisas y miradas similares, que iluminaban los rostros y desvanecían todo recelo o sentimiento de prevención. Un encuentro entre cristianos desbarata las sombras con el brillo de la fe y la alegría de compartirla, incluso a pesar de la evidencia de posiciones ideológicas dispares. En estas grandes concentraciones no es posible que nos guste todo y es posible que juzguemos también fuera de lugar algunas actitudes, como, por ejemplo, el abucheo y el aplauso dispensados a los líderes políticos que se dirigían a sus asientos para asistir a la celebración de la Eucaristía.

Muchas personas en Santiago estaban preocupadas por el desarrollo feliz de la peregrinación papal. En la Iglesia es necesario hacer bien las cosas. Pero eso no es lo mismo que tener éxito. Los parámetros habituales no sirven para medir el éxito de las actividades pastorales. En la jornada santiaguesa del Papa todo se desarrolló tal y como estaba previsto, pero eso no quiere decir que haya sido un éxito. El verdadero éxito no depende de la eficacia de los organizadores, sino de la respuesta libre de las personas y de Aquél a quien la Iglesia sirve. Era necesario tener previsto y preparado todo hasta el mínimo detalle e incluso diseñar la estrategia ante lo impredecible. El resultado dejó la satisfacción del deber cumplido. Ése es el éxito mensurable. Por ello, sobresaliente para los organizadores. Y enhorabuena para el arzobispo.

Si me detengo, además, en los contenidos explícitos de la peregrinación papal, me quedo con su reivindicación del nombre de Dios. “Es necesario –dijo en la homilía del Obradoiro– que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa…”. Esta necesidad de que resuene la palabra Dios bajo los cielos de Europa sustenta la dignidad de todas las personas, añadió.

El compromiso genuino y específico de la Iglesia con la sociedad, con la humanidad –afirmó el Papa–, consiste en proferir y dar a conocer el nombre de Dios. Benedicto XVI nos invitó a inclinarnos ante el nimbo del misterio y acercó respetuosamente el nombre de Dios a quien lo escuchaba. No se ha de usar el nombre de Dios –dijo– para “fines impropios”, sino que esa palabra ha de ser “proferida santamente”. Un torrente de interpelaciones precedían en la homilía a esta declaración. En ellas el Papa cuestionaba emotivamente las causas por las que fe y razón se fueron distanciando en la historia europea. Son cuestiones vivas, como lo demuestra la artificiosa polémica suscitada por unas palabras suyas durante el vuelo Roma-Santiago.

A mediados del siglo II, san Justino se dirige al emperador Adriano reclamando que no condene a los cristianos sólo por llevar ese nombre, porque –razona el santo filósofo– “si se atiende al nombre de que se nos acusa, los cristianos somos las mejores personas”. En una sociedad plural, las personas e instituciones religiosas no se han de sentir hostigadas o menospreciadas desde el poder, sino protegidas con garantías.

En el Obradoiro tuve la fortuna de ver cómo los sucesores de Pedro y Santiago, cada cual desde su barca, se echaban un cabo para que en Europa el nombre de Dios siga siendo vínculo de paz, signo de reconciliación y semilla de justicia.

En el nº 2.729 de Vida Nueva.

Número Especial de Vida Nueva

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