La belleza y la búsqueda de Dios

interior Sagrada Familia Barcelona templo Gaudí

(Francesc Torralba Roselló – Universidad Ramon Llull) El 21 de agosto de 2002, el entonces cardenal Ratzinger escribió un mensaje para el encuentro de Rímini, La contemplación de la belleza. En él describe el encuentro con la belleza como una sacudida emotiva y saludable que permite al ser humano salir de sí mismo, trascenderse, que lo entusiasma, atrayéndolo hacia lo más elevado, lo más sublime. Siguiendo a Platón, el propio Ratzinger concibe tal encuentro como una experiencia que arranca a la persona del acomodamiento cotidiano, que le hiere profundamente y le recuerda, enigmáticamente, un mundo originario perdido, pero que, simultáneamente, lo induce a su búsqueda. El dardo de la nostalgia lo hiere y, justamente, de este modo, le da alas y lo atrae hacia lo alto.

Es conocida la sensibilidad estética de este Papa, que lleva dentro de sí a un Herr Professor culto, amante del piano y melómano. En distintos textos antes de llegar al pontificado, ha expresado que la experiencia de la belleza es un camino hacia el misterio y, en último término, hacia Dios. Reconoce que, más allá del conocimiento racional, está el conocimiento que proporciona la belleza, y lo describe como una forma superior de conocimiento, puesto que toca al ser humano con toda la profundidad, le arranca de la banalidad y le sitúa frente a sí mismo y frente al misterio del mundo. Siguiendo las especulaciones teológicas de Hans Urs von Balthasar, Benedicto XVI considera que la belleza produce un conocimiento más real y más profundo que la mera deducción racional. El impacto de la belleza hiere el corazón, pero, a la vez, le abre los ojos, hasta el punto de que, entonces, uno se olvida por unos instantes del ruido de fondo y se abre a la trascendencia. Como ya intuyeron los románticos, la música tiene, especialmente, este don: el don de transportar al ser humano a una esfera desconocida, donde el mundo se hace extraño y sorprendente y uno se encuentra como una pequeña partícula en el cosmos. Propicia una especie de sentimiento oceánico.

Durante la bella y solemne ceremonia del día 7 de noviembre en Barcelona, Benedicto XVI pudo admirar la belleza de la Sagrada Familia in situ. No sólo él. El mundo entero se deleitó con esta maravilla arquitectónica, obra del más sublime de los genios catalanes. Fue una ocasión para ejercer la admiración, ejercicio poco habitual en la vida cotidiana. Quienes pudimos vivir esa ceremonia desde el templo pudimos deleitarnos con una celebración litúrgica donde lo sagrado nos dejó entrever a Dios.

La admiración no lleva, necesariamente, a Dios, pero, como dice el papa Ratzinger, conduce por una vía interior, una vía de superación de uno mismo y, en esta purificación de la mirada, que es purificación del corazón, nos revela la Belleza, o, al menos, un rayo de su esplendor.

Más allá del espectáculo, del trajín y del ruido de fondo, de las declara-ciones impertinentes y de la lucha por los primeros puestos, el mensaje de Ratzinger fue nítido y claro: la belleza despierta la nostalgia de lo Indecible, predispone al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, suscita la conexión con lo esencial, con lo más íntimo de uno mismo y del mundo.

En aquel texto, el Papa se preguntaba, como aquel conocido personaje de Los hermanos Karamazov, si la belleza salvará el mundo. No sabemos si la belleza lo salvará, pero lo que sí sabemos es que la belleza da que pensar, abre la mente a horizontes desconocidos, suscita un viaje espiritual, cuyo destino no sabemos con anticipación. Evoca, en definitiva, un misterio que trasciende, pero que, de algún modo, percibimos, aunque sea intermitentemente, a través de las formas bellas que la naturaleza ha generado por sí misma o que creadores, como Antoni Gaudí, esculpieron con talento y tesón.

En el nº 2.729 de Vida Nueva.

Número Especial de Vida Nueva

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