Euforia entre los miles que sí esperaban al Papa

(Miguel Ángel Malavia – Enviado especial a Barcelona) La huella que ha dejado la visita de Benedicto XVI a Barcelona ya es imborrable en la historia de la Iglesia en Cataluña. Ha sido un hito desbordante de simbolismo, siendo su momento culminante la misa de dedicación de la Sagrada Familia. La “catedral de los pobres”, que imaginó la inagotable genialidad de Antoni Gaudí, ya es casa de Dios. Y es que, desde el 7 de noviembre (justo el día en que se cumplían 28 años del histórico viaje de Juan Pablo II, que conmemoró entonces el centenario de la colocación de la primera piedra), el icono que mejor simboliza lo que es Barcelona para el resto del mundo –modernidad, impulso y fantasía– pasó a ser un templo de culto, teniendo el rango de basílica. A los miles de turistas que la visitan cada día se unirán quienes quieran celebrar la Eucaristía. Culminando el sueño de Gaudí.

Pero, más allá de la solemnidad del evento, lo que también permanecerá en el recuerdo será el torrente de sentimientos desbordados entre los miles y miles de catalanes (salvo excepciones, la mayoría de los fieles pertenecían a diócesis de Cataluña) que salieron al encuentro del Papa. Algo que ya se pudo comprobar en la previa. Si a las 21:00 horas del sábado 6 Benedicto XVI aterrizaba en el aeropuerto de El Prat, cinco horas antes, los gritos y bailes de unos dos mil jóvenes, ataviados con camisetas y banderas del Vaticano, ya hacían temblar la Plaza Catalunya, en el inicio de las Ramblas, ante el asombro de quienes paseaban ajenos a lo que allí sucedía. La normalidad expectante, hasta ese momento imperante, dio paso al entusiasmo desbordado, a una “manifestación” improvisada y sin una institución convocante.

Aina, Gerard y Alba, voluntarios de la organización

Todo surgió de la iniciativa que un grupo de jóvenes impulsó hace un mes en una conocida red social, para “calentar el ambiente” y demostrar que Barcelona “sí espera al Papa”. Pese al absoluto dominio de los quinceañeros, también los hubo “mayores”, como Pau, Sergio o Christian, que ya están en los “veintitantos”. Marta, del mismo grupo, contaba cómo “la idea fue de un grupo de amigas, que rodaron en la casa de una de ellas la simulación de una fiesta de bienvenida”. Creado el grupo en la Red, a la quedada digital se sumaron más de mil personas. Vinieron el doble. La inmensa mayoría, procedentes de la Archidiócesis de Barcelona, “pero también de otras diócesis catalanas”, como afirmaba Javier Pallés, sacerdote en la parroquia barcelonesa de la Medalla Milagrosa, y uno de los que no dudó en coger el megáfono para animar aún más el ambiente.

¿Una parada técnica?

No hacía falta. Concluido el acto, los presentes se disgregaron por todas las calles: unos, en grupos de reflexión y catequesis. Otros, los más entusiastas, deambularon durante horas en una “marcha” sin rumbo concreto, cantando y botando sin parar. Al final, todos confluyeron ante la sede del Arzobispado, donde Benedicto XVI pasaría la noche. Si su llegada estaba prevista para cerca de las diez de la noche, desde tres horas antes ya no cabía un alfiler en la Plaza de la Catedral.

El Pontífice llegaba sólo para dormir. Parecía una escala técnica, pero los presentes tenían claro que iba a ser “otra cosa”.

Proliferaban banderas de todo tipo (aunque la vaticana se imponía sobre las demás), gentes de todas las edades y condición (niños, jóvenes, familias, ancianos, sacerdotes, monjas…) y el modo de animar variaba según las zonas: unos rezaban el rosario, otros formaban los típicos castells (la ovación principal se la llevó uno conformado por unos siete chavales, que culminaron su acción elevando al cielo un crucifijo) y los más gritaban desaforados ‘vivas’ al Papa. Hasta la tuna se hizo presente, ofreciendo un surtido recital que incluyó el Clavelitos… En claro contraste con la muy emotiva interpretación del Virolai, el popular himno de la Virgen de Montserrat.

La hermana Pilar con algunos de sus alumnos

Fernando, de mediana edad, que había venido con su familia y amigos, reflejaba el sentir general: “Queremos demostrar al Papa que estamos con él y que somos una mayoría silenciosa que representa el sentir general” de la sociedad catalana. De ahí que no entendiera la beligerancia con la que algunos se han opuesto a Ratzinger: “Nosotros venimos con nuestro pastor, cada uno que haga lo que quiera. Hay muchas instituciones cuyos principios no comparto, pero tengo la obligación de respetarlas y no mofarme de ellas”. María José e Isabel, entre las veteranas, estaban allí para mostrar su “adhesión” a Benedicto XVI y ser “un granito de arena más” que mostrara al Papa “que le queremos muchísimo”. Para ellas, las críticas a la visita provienen de “personas a las que, simplemente, les molesta la doctrina católica”. Cerca, un anciano no se perdía el acontecimiento, pese a venir con el oxígeno puesto. Al igual que César y Elena, padres de tres hijos, que grababan un vídeo a los niños para “entregárselo al Papa”: “¿Qué le queréis decir?”, preguntaban. “¡Que le queremos!”, contestaban eufóricos.

El Papa no pudo hablar

Finalmente, cuando llegó Benedicto XVI, se desató la locura, saltando todas las pancartas y elevándose al cielo cientos de velas. El clamor fue tal, que el Papa, junto al cardenal Sistach, y aunque no estaba previsto, se asomó al balcón del Arzobispado para que todo el mundo le viera. Así estuvo unos cinco minutos…, aunque no pudo hablar. Lo intentó, pero era tal el ruido ensordecedor que no hubo forma de sosegar los ánimos. Con una sonrisa, se despidió de los catalanes.

Sólo entonces se hicieron notar las protestas. Aunque más por el ruido mediático que por su número. Si antes del acto era un hombre el que, en una calle adyacente, despertó la indignación de unas 200 personas cuando unos mossos (a los que equiparaban con la “Inquisición” o la “Guardia Suiza”) le retiraron una pancarta ofensiva, después fue una mujer la que gritó a los presentes en una clara actitud provocativa. Éstos optaron por elevar el tono de sus cánticos. La policía, para evitar tensiones, la apartó de la masa. Con los fotógrafos inmortalizando su reivindicación por la “libertad de expresión”, repitió la acción varias veces. El resto de protestas, ya al día siguiente, tuvieron lugar en lugares apartados de la Sagrada Familia.

Mila, de la Comunidad de Sant'Egidio

Y es que el domingo, toda la atención estuvo concentrada en la explanada del templo gaudiniano. Dominada por grandes edificios y estrechas calles, además de por un parque con un lago, la falta de espacios amplios motivó que las alrededor de 36.000 personas (más 6.500 afortunados que estuvieron en el interior del templo) que siguieron la ceremonia en los alrededores, lo hicieran únicamente a través de pantallas gigantes. Aunque la lejanía no impidió que todos participaran activamente. En este sentido, fue significativa la reacción de los asistentes en el exterior a una parte muy concreta de la homilía papal. Aquélla en la que Ratzinger demandó el apoyo del Estado “para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente”. Entonces, y de un modo espontáneo, rompiendo el silencio imperante, batieron con fuerza los aplausos. Lo más llamativo es que idéntica reacción, y en el mismo momento, se producía en la Plaza Monumental, estando el coso taurino prácticamente lleno.

Pero, si algo fue simbólico, fue el propio ritual de la dedicación. Los más profanos se asombraron ante la imagen del Papa extendiendo el aceite crismal por todo el altar. En la tribuna que daba a la portada del Nacimiento, la hermana Pilar, religiosa de la Compañía del Salvador, explicaba a cinco niños de su colegio (en total habían venido más de 200) el porqué de cada gesto. Uno de ellos, Marc, no dudaba en definir al Papa como a “un príncipe”.

Sor Magdalena, Hermanita de los Ancianos Desamparados, portaba orgullosa su senyera, al tiempo que decía no pesarle sus muchos años con tal de tener la suerte de participar “en este día histórico”. Cerca de ella, Mila, de la Comunidad de Sant’Egidio (decenas de sus miembros, enarbolando una bandera gigante, copaban gran parte de la tribuna exterior central), pedía que este “regalo” de la visita papal sirva, ante todo, para “reforzar a la juventud” y demostrar que “hay muchos jóvenes que merecen la pena”. Jóvenes eran los cientos de voluntarios que, identificados con un chubasquero azul del Arzobispado de Barcelona, ayudaban en las diversas tareas. Gerard, Aina y Alba, que centraron su labor en atender a los numerosos periodistas (en Barcelona había 2.319 acreditados), se sentían enormemente “privilegiados” por participar activamente en “el día en que se consagró una iglesia hecha por el pueblo”.
Ovaciones y silencios

Pesa a la solemnidad del acto, también hubo espacio para las emociones. Lo que se reflejó ya a primera hora de la mañana, cuando el Pontífice hizo su entrada en el papamóvil, dando una vuelta al exterior del templo para ser visto por todos. Aun sin comparación, la otra gran ovación se la llevaron los Reyes de España. Los representantes políticos –José Montilla, Jordi Hereu, Carod-Rovira, Artur Mas, Duran i Lleida, Ernest Benach, Alicia Sánchez Camacho, Jordi Pujol, José Bono o Ramón Jaúregui, entre otros– desfilaron sin despertar apenas la atención de los fieles congregados, salvo por los leves silbidos que escucharon algunos de ellos.

Aún quedaba el colofón para las personas que siguieron la celebración desde la calle: el rezo del Angelus, que Benedicto XVI (seguido del centenar de cardenales y obispos que concelebraron con él en la misa) presidió en un floreado templete en el vértice de la explanada de la portada del Nacimiento. Imponiéndose el entusiasmo de los más jóvenes, “ésta es la juventud del Papa” fue el grito (o rugido) más seguido.

A la conclusión de la misa, al perderse el rastro papal, en los oídos de todos quedaba el eco del potente sonido del Aleluya de Haendel, interpretado magistralmente por la Escolanía de Montserrat, una de las grandes protagonistas de toda la ceremonia. Fue el broche de oro para un hito histórico en la Iglesia en Cataluña.

En el nº 2.729 de Vida Nueva.

Número Especial de Vida Nueva

Compartir