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¿Secularismo o secularidad?


Un libro de Manuel Fernández del Riesgo (PPC, 2010). La recensión es de Luis González-Carvajal.

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¿Secularismo o secularidad? El conflicto entre el poder político y el poder religioso

Autor: Manuel Fernández del Riesgo

Editorial: PPC

Ciudad: Madrid

Páginas: 266

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(Luis González-Carvajal Santabárbara) El autor –laico comprometido en movimientos familiares– es doctor en Filosofía y ha sido profesor titular de la Facultad de Filosofía de la  Complutense. Sus investigaciones se centran principalmente en las áreas de sociología de la familia, filosofía política y relaciones religión-sociedad. De hecho, sigue impartiendo esta última materia como emérito.

Seguramente, si el libro se hubiera titulado ¿Laicismo o laicidad? se captaría mejor su contenido. Es verdad que el binomio secularismo-secularidad coincide prácticamente con el binomio laicismo-laicidad, pero entre nosotros suele usarse éste último en cuatro ámbitos: cultura (“cultura laica”), educación (“escuela laica”), moral (“moral laica”) y política (“Estado laico”). No ocurre lo mismo en los países anglosajones: si bien existe en inglés la palabra laicism, apenas la usan; emplean en su lugar secularism.

La gran preocupación que subyace en este libro es el clima de crispación habido entre el Gobierno y la jerarquía de la Iglesia española, crispación de la cual participa la sociedad civil. Dice el autor que nuestra Iglesia ha dilapidado el prestigio social conseguido durante la transición política. Su fractura interna y el giro conservador impuesto por el sector mayoritario y dominante de los obispos “hacen que se vaya dando un distanciamiento entre la jerarquía y los ciudadanos españoles. (…) La imagen social de la Iglesia católica se ha deteriorado hasta el punto de no reconocerse sus méritos del pasado. Y es que no sólo un 45,5% de los encuestados cree que la Iglesia es un obstáculo para el establecimiento de la democracia, sino que un 65,5% de los jóvenes (entre 18 y 29 años) considera que la Iglesia dificultó la transición democrática” (pp. 195-196).

Según el autor, ese clima de crispación sólo desaparecerá cuando los políticos acepten que la Iglesia no puede permanecer encerrada en la sacristía y ésta, a su vez, abandone posturas intolerantes y antidemocráticas asumiendo el carácter laico del Estado. El libro intenta iluminar la conducta a seguir por ambas partes, y lo hace de modo equilibrado, lo cual no quita que –como suele ocurrir a cuantos intentan tender puentes– quizá será visto con desconfianza por unos y otros.

Tal vez los cuatro primeros capítulos (de carácter filosófico) resulten difíciles de entender para el lector medio, pero son fundamentales. La cuestión clave, a cuya discusión dedica la mayor parte del libro, es –por decirlo con palabras de Ratzinger– “si hay o no algo que no puede convertirse en derecho, es decir, algo que es siempre injusto de por sí; o viceversa, si hay algo que, por naturaleza, es siempre indiscutiblemente según el derecho, algo que precede a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella” (p. 81).

Hoy se ha extendido un relativismo posmoderno a lo Rorty o Vattimo con el que no puede dejar de chocar el cristianismo. Seguramente nuestros gobernantes no habrán leído a Rorty, pero actúan como si lo hubieran hecho, guiándose por un pragmatismo político que hace del consenso coyuntural y acomodaticio una norma diaria al servicio de la erótica del poder.

Con ese relativismo resulta imposible dialogar; no así con los actuales planteamientos de Rawls y Habermas. De hecho, éste último y el entonces cardenal Ratzinger protagonizaron ya un famoso diálogo. El último Habermas reconoce la objetividad y el contenido racional de los juicios de valor, pero piensa nuestro autor que resulta insuficiente su pensamiento posmetafísico y su determinación discursiva de los juicios de valor, porque contentarse con “razones convincentes” deja sin respuesta el problema crítico del conocimiento.

Mientras no se acepte que los seres humanos no somos creadores, sino descubridores y testigos de los valores, serán inevitables los conflictos entre conciencia y leyes civiles. Por eso cree –y coincido con él– que es necesario algún anclaje en la realidad, pareciéndole imposible renunciar a conceptos como ‘naturaleza humana’ y ‘ley natural’, que no tienen por qué alimentar una mentalidad fundamentalista (de hecho, sostiene que el Papa no cae en ella).

En mi opinión, al resultar sospechosa, e incluso inaceptable, hoy para la mayoría de filósofos y juristas la idea de “ley natural”, habría sido conveniente justificar críticamente su legitimidad y explicar cómo discernir los valores que se derivan de la naturaleza humana.

Los dos últimos capítulos aterrizan en dos cuestiones concretas con  atinadas reflexiones sobre la Ley de Memoria Histórica y la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Estos dos capítulos resultarán mucho más fáciles para los lectores.

Las dificultades que quizá supondrán los anteriores para algunos no deben atribuirse a oscuridad del autor, sino al tema tratado. Es indudable que él ha procurado esmerarse en la redacción. Sólo me atrevo a observar que, en el repaso final, no ha reparado en que identifica Spe salvi como la “última encíclica” de Benedicto XVI (p. 129); algo que ya no era cierto casi un año antes de aparecer este libro. También resulta curioso el gazapo de calificar a Deusto como “universidad extranjera” en la solapa de cubierta, aunque eso no será imputable al autor.

Un libro, en resumen, muy oportuno hoy, aunque, desgraciadamente, el autor no ve cercano el final del clima de crispación que ha motivado sus reflexiones: “Con relación a que en un futuro próximo los sectores más dialogantes de la izquierda y los sectores más progresistas de la Iglesia vuelvan a tomar las riendas del diálogo, somos pesimistas. Y eso no es bueno para la democracia. Hace falta atenuar el protagonismo de un neoconfesionalismo clerical y de un nacional-laicismo” (p. 202).

En el nº 2.728 de Vida Nueva.

Actualizado
05/11/2010 | 08:33
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