‘En tiempos de desolación, no hacer mudanza’

(Tomás Muro Ugalde– Profesor en la Facultad de Teología del Norte de España y delegado de Ecumenismo de la diócesis de San Sebastián) Es un hecho evidente (si se quieren ver las cosas) que, a raíz del nombramiento del obispo José Ignacio Munilla para nuestra diócesis de San Sebastián, es difícil la situación que se nos plantea a muchos de nosotros, especialmente sacerdotes, y más que difícil, de tristeza y abatimiento; empleando la expresión de san Ignacio de Loyola, vivimos en desolación.

Desolaciones hay muchas en la vida, y por muchos motivos: fracasos, abatimiento y pecado personal, hondas decepciones eclesiásticas… La desolación, dice san Ignacio, aparta de Dios, de los demás y de la misma creación, además de vivir replegados sobre nuestra pobre realidad.

Nuestra situación puede ser semejante: quedaban once discípulos, pocos, como nosotros, encerrados y con miedo. Hoy en día, nuestra diócesis es una Iglesia débil, envejecida, pero con nostalgias profundas del Reino de Dios, que es quien nos salva. En esta situación eclesiástica en la que nos vemos sumidos, me resulta difícil hacer mía aquella actitud de los primeros creyentes: se alegraron de ver al Señor (Jn 20,20). El momento eclesiástico puede ser brillante; nuestro momento eclesial, muy triste.

La desolación esclaviza nuestra libertad, bloquea la ilusión, la creatividad y termina por sacar lo peor de nosotros, lo cual no es sano ni bueno. La desolación desquicia: nos saca de nuestro eje vital. Dentro de todas las limitaciones y pecados en la vida, sé cuál es mi eje; seré pecador, pero la eterna referencia nostálgica del Padre y su casa están presentes en mí, en nosotros. Y no quiero salir de ese quicio, de tal eje.

Superficialmente se barajan argumentos manidos como comunión eclesial y diocesana, obediencia, fidelidad, sumisión…, y no se hace caso de realidades anteriores infinitamente más esenciales a los protocolos episcopales y eclesiásticos. La persona humana, la fe, la libertad, la justicia, la razón, el pensamiento teológico, el respeto, la creatividad cultural y eclesial son muy anteriores a toda configuración eclesiástico-ideológica coyuntural.

Hay también dimensiones evangélicas muy anteriores a momentos coyunturales eclesiásticos: la misericordia, la libertad de los hijos de Dios, la gracia, el amor, el perdón, el servicio.

Dios Padre y Jesús sienten lástima, se conmueven ante el sufrimiento de la vida. ¿Los mecanismos eclesiásticos vigentes sienten, padecen y se compadecen con nuestras búsquedas, crisis y problemas? La misericordia y la bondad son infinitamente más esenciales que el orden, la disciplina y la búsqueda (y captura) de una supuesta inexactitud dogmática o “incorrección” litúrgica. Recuerdo a Rahner: “Es una barbaridad pensar que la verdad viene exclusivamente por boca de la Jerarquía”. Me quedo en lo de santo Tomás: la verdad, venga de donde venga, viene del Espíritu Santo.

¿Cómo seguir?

Así las cosas, se presenta el problema, al menos a mí: ¿cómo continuar en nuestra Iglesia, en nuestra diócesis? No es razonable vivir siempre en tensión y a bofetadas. No sería cristiano entrar en una dialéctica de “vencedores y vencidos”. Ni es sano quedarse en una actitud de sometimiento al orden eclesiástico invocando la obediencia. No seáis como los príncipes de este mundo que tiranizan y oprimen a los suyos… (Mt 20,25s), que todos vosotros sois hermanos, (Mt 23,8). En la Iglesia no somos súbditos ni reos: somos hermanos. Tampoco es sana la postura sanchopancesca de asegurar el puesto de trabajo, el prestigio, el que “a mí que me dejen en paz”… El espíritu y la elegancia evangélicas no permiten tal posición.

En tiempo de desolación no hacer mudanza, dice san Ignacio. Yo no cambio en estos tiempos de turbación y desolación. Siguiendo la tradición eclesial de san Juan: Permaneced (Jn 15,4.9; 1Jn 2,28). Permaneced en lo que os enseñé desde el comienzo (1Jn 2,24). Permanezco en el Evangelio del Señor, en lo que me enseñaron mis mayores, en lo que aprendí y disfruté en los tiempos, teología y gracia conciliares (Vaticano II), en su eclesiología, en la recuperación de la Palabra, en las formulaciones teológicas de aquellos grandes creyentes: K. Rahner, Schillebeeckx, Häring, Congar, etc. Permanezco en la humilde síntesis eclesial que he ido construyendo en comunión con mi Iglesia local, con el testimonio y ayuda de mis hermanos en la fe. Permanezco en la gracia (gratuidad) de la vida, en la libertad y respeto a fondo perdido que me enseñó a leer en san Pablo el P. Decloux. Permanezco en el sentido de justicia e igualdad de todos los seres humanos, que me transmitió mi padre y, más tarde, “daría forma académica” Ricardo Alberdi. Permanezco en la libertad del espíritu que me enseñó el buen profesor de Moral, J.M. Múgica. Permanezco en la espiritualidad abierta a la que me inició Juan M. Lekuona. Permanezco en la compasión evangélica que muchas personas, cristianas y no cristianas, me han hecho percibir en la vida: en momentos de enfermedad y de soledad pastoral. Recuerdo con gratitud algunos médicos de hondo talante cristiano. Permanezco en el espíritu evangélico de muchos misioneros y misioneras que dan su vida por el Evangelio.

Todo esto lo vivo como gracia. No defiendo violentamente mi fe contra nadie: la vivo amablemente y tal gratitud alivia y potencia las noches del alma e inviernos eclesiales (K. Rahner) en que estamos sumidos. La gratuidad –la gracia– sana.

Con esta nueva situación eclesiástica parece decírsenos que todo lo hemos hecho mal: “Habéis traicionado el Evangelio, litúrgicamente sois un desastre, cristológicamente arrianos habéis traicionado a la Iglesia, la secularización os invade…”. ¡No es verdad! Como Pablo, no me avergüenzo –ni en nuestra diócesis nos hemos avergonzado– del Evangelio (Rom 1,16). También como Pablo, el Evangelio que hemos predicado no es de ningún hombre, sino del Señor (Gál 6,11). Hemos hecho lo que hemos podido. No hemos trabajado por el éxito, sino por el mérito y la gracia del Señor.

Permanezco y, al mismo tiempo, me remonto con gratitud al Dios que alegró e ilusionó mi opción y decisiones en la juventud. Dice san Ignacio que, en la desolación hay que hacer memoria de nuestro principio y fundamento. “No modificar las opciones y elecciones de nuestra existencia tomadas antes de la experiencia de desolación”.

Me remonto ad Deum qui laetificat juventutem meam: al Dios que impulsó con ilusión las opciones de mi juventud (Salmo 42). Si hoy encontramos tristeza, volvamos a las fuentes originales. Hago mío el salmo 70: Tú fuiste mi esperanza y confianza desde mi juventud, no me abandones ni rechaces ahora en la vejez.

Salí de aquel Egipto, salí de aquel “dios” que era más un faraón que el Padre de Jesús, salí de aquellas esclavitudes morales condenatorias y represivas, salí de aquellas disciplinas y cilicios, salí de la inquisición en pos de la Verdad. Yo “allí” no vuelvo. Seguiré viviendo el salmo 113: In exitu Israel de Aegipto. Salí de Egipto. No modifico la opción fundamental y decisiones que tomé.

La desolación conlleva tribulación. Habrá que activar la paciencia. Paciencia y esperanza no se afincan en lo intramundano, sino en Dios. Esto significa que, más que nunca, hay que dirigir la mirada al horizonte infinito (Rahner), por encima de todas las mediaciones.

Futuro

Habremos de vivir nuestra propia vida y nuestro “pequeño pero denso mundo pastoral” con gozo, gratitud, hondura y libertad. No hemos perdido el tiempo en la vida, no somos santos, pero tampoco necesitamos una sanatio in radice. Somos trabajadores en la mies del Señor, algunos de primera hora, otros de última hora, unos con más talentos, otros con menos, pero todos hemos trabajado y el buen Dios nos bendice a todos por igual, también a los que no han podido trabajar por las razones que fueren.

Habremos de vivir la profundidad de nuestros pequeños universos de sentido, culturales, pastorales, teológicos. Quizás habremos de vivir con la experiencia de la profundidad el salmo 138. Una catequesis bien preparada, una Eucaristía celebrada lo mejor posible, una reflexión ofrecida con bondad y hondura es infinitamente más profunda que un activismo desenfrenado o mil planes pastorales.

En nuestra Iglesia local (como en todas) vivimos la fe en diversidad, en pluralismo. Esto no sólo no es negativo, sino positivo. En el fondo es la eclesiología carismática de san Pablo. Me parece a mí que los curas –especialmente los curas– habremos de ayudarnos, acompañarnos, animarnos, sobre todo cuando no coincidamos con la línea episcopal de la diócesis.

A ciertas alturas de la vida, y cuando uno ya está más cerca del requiem aeternam que del puer natus es nobis, el peso de la vida y de lo vivido confieren una altura de vuelo (no por méritos propios, sino por la misma densidad de la existencia), y desde esa altura, uno ve que el fundamento no está en la coreografía, menos en el poder; la piedra angular es el ser, Dios. Nada te turbe, nada te espante, solo Dios basta.

En el nº 2.726 de Vida Nueva.

Compartir