¿Es aún la muerte un tabú para nuestra sociedad?

(Vida Nueva) La cercanía de Todos los Fieles Difuntos nos acerca un año más a la inevitable realidad de la muerte. ¿Es aún un tabú para nuestra sociedad?, ¿cómo aprender a familiarizarnos con ella?… Los ‘Enfoques’ se acercan a estas dudas y temores que suscita de la mano de Ramón Martín Rodrigo, OH, del Parc Sanitari San Juan de Dios de Sant Boi de Llobregat (Barcelona) y de Martín Gelabert, O. P., profesor de la Facultad de Teología de Valencia.

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Cátedra y tabú

(Ramón Martín Rodrigo, OH- Servicio de Atención Espiritual y Religiosa. Parc Sanitari San Juan de Dios. Sant Boi de Llobregat, Barcelona) “Con el entierro de mi hijo se acabaron los gestos de solidaridad y apoyo. En realidad, la gente huye de ti porque no sabe qué decirte. No estamos preparados para reaccionar más allá de la palmadita en la espalda o del tan socorrido te acompaño en el sentimiento”, afirma Antonio, padre de un joven muerto en accidente de tráfico y participante en un grupo de apoyo.

La biografía de toda persona, hombre o mujer, joven o madura, está sembrada de una sucesión de apegos, pérdidas y separaciones que recuerdan, consciente o inconscientemente, la precariedad y provisionalidad de todo vínculo y de toda realidad. En cierto momento leí que vivir es ir diciendo adiós a las cosas, vivir es llenarse de pañuelos blancos; es decir adiós al amigo, a los padres, a la novia rubia o al joven apuesto que nunca llegaron, al abuelo que murió… Y en la capacidad de convivir, encajar y elaborar de una manera constructiva todo ese conjunto de pérdidas el ser humano encontrará una de las mayores energías para su crecimiento personal y para seguir enfrentándose a la vida con actitudes vitales más sanas.

Frente a los criterios sociales reinantes en torno a la felicidad, la evidencia y la omnipresencia de la muerte es hoy uno de los grandes “agujeros negros” de nuestra sociedad. Es el verdadero tema-tabú de la actual sociedad del bienestar. Y como tal, traspasa el propio ámbito de la antropología para contaminar igualmente la psicología o la misma reflexión filosófica y teológica. Y no porque la evitemos o la neguemos la muerte deja de hacerse presente en todo momento de una manera machacona e inoportuna.

Los que nos movemos a diario junto al lecho del enfermo o metidos en tareas relacionadas con el duelo o el final de la vida tenemos que escuchar a modo de reproche o a la espera de una respuesta adecuada preguntas tan complicadas como: ¿por qué y para qué morir?, ¿por qué yo o uno de los míos?, ¿por qué ahora?, ¿cuánto tiempo me/le queda?, ¿y en todo esto dónde está Dios?, ¿y después qué?… Ante la finitud de la vida se producen este tipo de cuestionamientos que sobrepasan con mucho las superficialidades del quehacer cotidiano.

La muerte tiene hoy lugares concretos. No tiene cabida en casa, junto a la familia, en el lecho de toda la vida. Hoy es la muerte en las urgencias de un hospital, o en las unidades de cuidados paliativos. Tambien la muerte tiene hoy lenguajes nuevos. Ya no se la cita por su nombre. Hoy no se habla de muerte, sino de éxitus, deceso, desaparición, ausencia del ser querido, irse, dejarnos… La sola palabra muerte es dura, de mal gusto, de incómoda presencia. Y cuando llega, lógicamente, el difunto es recluido inmediatamente en el tanatorio, lugar eminentemente social y dotado de todas las comodidades de una sociedad de consumo. En muy pocas horas, por él desfilarán multitud de gentes, conocidas o desconocidas, para expresar su condolencia o simplemente para dejarse ver por la familia.

Pero si queremos crecer como personas y vivir como cristianos adultos, hemos de aprender a ver cercana a la muerte y familiarizarnos con ella. Es verdad que se trata de un aliado difícil, pero no la podemos pensar siempre como enemiga. San Francisco de Asís llegó a considerarla como la hermana muerte.

José Luis Redrado Marchite, del Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud, comenta en un sugerente artículo cómo formuló una pregunta a varios grupos de profesionales sanitarios sobre por qué la muerte puede llegar a ser una cátedra de vida. Y haciendo una síntesis de las numerosas respuestas recibidas, concluye que lo es:

  • porque nos enseña a valorar las cosas en su dimensión real;
  • porque nos ayuda a ponernos en contacto con la esperanza de una vida que transciende;
  • porque nos hace más sensibles a los valores humanos y espirituales.

Pero a pesar de que la muerte sea considerada como una cátedra de vida, es una realidad que casi obsesivamente queremos eliminar de nuestro campo mental o existencial y, por supuesto, del ámbito vivencial y educativo de nuestros hijos y nuestros jóvenes, pensando que nada relacionado con muerte o pérdidas puede ser beneficioso para ellos. Alguien ha llegado a escribir sobre la “pornografía de la muerte”. ¡Mala pedagogía para encarar una realidad tan cercana y de tanto calado antropológico!

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Tan presente y tan extraña

(Martín Gelabert Ballester, O.P.- Catedrático de la Facultad de Teología de Valencia) Nada hay en este mundo tan presente como la muerte. Está tan presente como la vida. Todo lo que nace, muere. Nacer es estar destinado a la muerte. No hay vida sin muerte. Y, sin embargo, se habla mucho más de la vida que de la muerte. Parece que sobre la muerte hay poco que decir. Incluso que es mejor no decir nada. No es tema de conversación; está mal visto hablar de ella. A veces, y es un signo más de cómo se quiere evadir el tema, se hacen bromas. Halloween, con sus referencias al más allá y al reino de los muertos, es un modo de tomar a broma un asunto tan serio. Porque tomarlo en serio parece que deprime. Sobre todo si se piensa que “no hay nada que hacer”. O peor aún: que la muerte es el “sin retorno”.

Las ganas de hacer desaparecer la muerte de la conciencia no evitan que la tengamos bien presente: en las películas, en las noticias… Y, aunque decimos que no nos gusta, y todos, en principio, nos posicionamos contra la muerte y a favor de la vida, hay datos que deberían hacernos pensar en la verdad de este posicionamiento. Pienso en la cantidad de muertes que provocamos por doquier con nuestras políticas económicas, nuestras guerras, o la explotación del débil y desamparado. Y también en el hecho de que todos somos muy comprensivos ante la muerte, cuando el que muere es el adversario o el que nos cae mal.

Mientras la muerte ocurre lejos parece que no nos afecta. Pero, ¿qué pasa cuando la vemos de cerca y, sobre todo, a esa cercanía se añade el afecto por el que muere? De una u otra manera, surge la pregunta de si este naufragio es la última palabra de la conciencia. La posible supervivencia de la conciencia ha estado siempre ligada a la fe en Dios. Fuera de la referencia a Dios, la muerte parece lo más “natural”. Pero quizá no tan natural. Pues la conciencia se rebela contra un acontecimiento que atenta contra lo más profundo de la vida. ¿Con qué derecho la naturaleza destruye una conciencia que, al fin y al cabo, no es obra suya ni está directamente bajo su dominio?

Si la consideramos fríamente, la muerte es la condición biológica para dejar sitio a otros. No hay espacio para todos y, para que unos sean y tenga sitio, otros deben desaparecer. En este sentido, la muerte tendría un carácter inter-comunicativo. Podría convertirse en un acto radical de amor para el prójimo más lejano, ya que al morir no dejamos espacio para una persona concreta, sino para todos. Si uno vive abierto al porvenir de los demás, la disposición a morir forma parte de esta apertura.

Ahora bien, si el porvenir del hombre se encuentra en el futuro absoluto que llamamos Dios, entonces la muerte y la apertura a tal futuro están íntimamente ligadas. El que muere o se desprende libremente de esa humanidad que considera su propiedad total, sin buscar conciliar el hecho de la muerte con la importancia absoluta de su persona, afirma, aunque sea implícitamente, a Dios como porvenir absoluto del hombre, un porvenir del que el hombre no dispone, pero al que está abierto. Reconocer el derecho de los otros a su propio porvenir y abrirse al porvenir de Dios es amar a los hombres y a Dios en el acto radical de aceptación de la muerte.

Muchos visitarán los cementerios el 2 de noviembre. Encontrarán lo que perdura en el mundo de quienes un día lo poblaron. Felices o desdichados, famosos o desconocidos, de cuanto poseyeron sólo se conservan sus nombres, único respeto que nos guarda la muerte. El creyente sabe que alguien más que los amigos que ha dejado aquí recuerda su nombre. Dios tiene a cada ser humano en su memoria. Eso es muy importante, porque en la memoria sólo están los muy amigos. Al acordarse de mi nombre, me hace partícipe de su eternidad. Si Dios existe, y es Amor, y el amor es fuente de vida, entonces no sólo sobrevive mi nombre. Sobrevivo yo.

Con la muerte parece que todo se para y aparece un profundo vacío. Pero para los que creen en Cristo se trata de un vacío lleno de Dios. A la muerte no hay que temerla, porque no hay que tenerle miedo a Dios.

En el nº 2.726 de Vida Nueva.

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