La Cruz de la Reconciliación

(Anselmo Álvarez, OSB- Abad del Valle de los Caídos) Más allá de afinidades o aversiones, el Valle de los Caídos encierra mensajes que interesan profundamente a nuestra sociedad. No estamos sólo ante dificultades que afectan al bienestar material de nuestra vida, sino ante carencias que alcanzan a la persona, a la familia y a la colectividad de los españoles en sus estructuras más hondas. Una de ellas es la que afecta a nuestra convivencia, que en el pasado conoció el enfrentamiento abierto y que hoy se expresa en ese antagonismo hacia las afirmaciones religiosas y morales profesadas por tantos cristianos españoles.

La ruptura con el pasado se convierte a veces en censura extrema cuando se trata del Valle de los Caídos. Pero, precisamente, su espíritu y fines se centraron de manera expresa en la voluntad de contribuir a superar el desgarramiento abierto en el corazón de los españoles. Su mensaje no es la evocación de un triunfo, sino el llamamiento para que, a través de la concordia y del perdón mutuo, recuperara la conciencia de su unidad espiritual y social.

Así lo dice el lenguaje fundacional: “Éste ha de ser el Monumento a todos los Caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz” (DL 1957). Palabras corroboradas por la más alta autoridad humana, cuando el papa Juan XXIII se refirió a los que descansan en la Basílica “bajo el signo de la paz y la concordia fraternas, a la sombra de esa cruz monumental”.

Pero se manifestó ante todo en símbolos que una nación de cultura cristiana reconoce fácilmente en su significado reconciliador: una cruz y un templo, en los que se representan y renuevan los hechos culminantes por los que la humanidad fue reconciliada con Dios y consigo misma, y que son la fuente única de comprensión y unidad sobre los que fundamentar nuestra convivencia. Es Cristo el que “nos ha reconciliado por medio de la cruz” (cf Ef 2, 16) y “el que ha hecho de los dos pueblos uno solo, porque Él es nuestra paz” (íd. 2, 14). Separar al Valle del significado de esos símbolos o vaciarlos de su sentido, es como borrar de España sus connotaciones cristianas: se hacen irreconocibles.

Otros tienen las leyes, las palabras y las dádivas; en el Valle actúa lo único valioso y eficaz en orden a instalar y fortalecer la concordia en los corazones: “El sacrificio de la reconciliación perfecta” (Plegaria Eucarística de la Reconciliación II). Tenemos también la oración: por los muertos y por los vivos, por los que ofrecieron su sangre por aquello que estimaron más valioso, y por los que hoy quieren recoger ese legado y hacerlo fructífero para el presente.

En el Valle se ora permanentemente por España, lo que representa una de las mejores contribuciones a sus intereses superiores, y, especialmente, a la causa de la concordia: “Algún día, cuando se haya restaurado insensiblemente el espíritu de la fraternidad, hija legítima del mandato divino del amor al prójimo, se rezará por todos los muertos, engañados o no, porque todos lucharon por una España mejor”. Lo escribió Vicente Rojo (Así fue la defensa de Madrid).

El Valle ha de ser un lugar neutral, apto para la conciliación más que para la reivindicación apasionada de ideas o figuras que protagonizaron el entorno de la guerra. Esto correspondería a un foro político, lo que no tiene cabida en él, según lo indica la propia Ley de la Memoria Histórica, a. 16). Entre todos necesitamos todavía sedimentar muchas ideas, apaciguar muchos espíritus, serenar muchas actitudes, abajar las voces o los brazos que se siguen alzando con ánimo beligerante y convertirlos en palabras y abrazos de paz. Este es el mensaje que brota desde aquí y desde el ánimo de la mayor parte de los españoles. A todos ellos les unimos en el deseo de que sepamos caminar juntos por sendas de magnanimidad y de paz.

Entonces el Valle será memoria de España: de su adhesión secular a la cruz de Cristo, que ha inspirado sus empresas más elevadas, así como de nuestro esfuerzo, de ayer y de hoy, por la conquista de lo santo y de lo justo, de la verdad que hace libre y sabio a un pueblo.

En el nº 2.725 de Vida Nueva.

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