Monjas que salen al encuentro de los no creyentes

Una comunidad de agustinas acoge a los alejados en el Camino de Santiago

(Miguel Ángel Malavia) A través de la búsqueda de Dios desde un espíritu renacentista, en una comunidad de religiosas agustinas en Becerril de Campos (Palencia) conviven monjas filósofas, teólogas antropólogas, políglotas, pintoras, músicas… Como explica la hermana superiora, Prado González, “todas ponemos nuestros talentos al servicio de la evangelización”. Hoy conviven en la casa 24 hermanas. Pese a las diferencias de edad (la menor tiene 20 años y la mayor 50) y origen (hay siete peruanas, una húngara y una inglesa, siendo el resto españolas), buscan ser “una sola alma, un solo cuerpo, un solo espíritu”. Quienes han acudido a su casa huyendo del trasiego del día a día destacan los sentimientos que emanan de la convivencia con estas mujeres: interioridad, paz, recogimiento, pasión, fuerza, alegría, vitalidad.

Y es que reflejan la fuerza de lo nuevo. En el año 2000, enraizadas en el carisma agustino, siete de ellas fundaron el nuevo hogar. Desde el primer momento tuvieron claro que la pastoral de alejados sería un eje fundamental en toda su acción. Su camino en esta dirección les acabaría llevando hasta un Camino con mayúsculas, el de Santiago. Pero antes, el primer paso lo dieron asentando su propia vida comunitaria “a base de comunión y fraternidad, en una atención intensa a la interioridad, la oración, el silencio, la simplicidad de vida y el estudio sistemático”. Su día a día comprende la formación –todas estudian, ya sea teología, ciencias religiosas, psicología o la ciencia de base para la que mejor dotadas estén–; la elaboración de obras de arte y manualidades que luego venden en busca de la autosuficiencia; y el entregarse a la oración y la celebración de un modo que fascina a sus huéspedes. El rezo de los Laudes en Becerril equivale a sumergirse en un mar de cánticos celestiales y sonidos melódicos, salidos de cítaras, guitarras, flautas, crótalos, panderos, violonchelos y violines. Tal sinfonía de voces y sonidos “se elevan para hablar con Dios, unidas entre nosotras y con todos los hombres del mundo”.

Arraigada la comunión, buscan a la persona de fe, organizando Encuentros de Teología, Oración, Interioridad y Formación. A ellos están invitados todos. Desde los niños del pueblo, que reciben allí la catequesis, hasta los miembros de otras confesiones, siendo la labor ecuménica consustancial a estas mujeres. Y, tras el creyente, el desarrollo de su particular carisma: acoger “al que no busca a Dios, al alejado, al que anda perdido”. La respuesta a esa intuición les llevó hace cinco años hasta el Camino de Santiago. Carolina Blázquez, una de las hermanas fundadoras, recalca que eligieron el Camino por ser éste un espacio ideal para acudir al encuentro de “personas que jamás vendrían a nuestra casa. El Camino supone un lugar privilegiado, un río de agua que pasa a nuestro lado con miles de hombres y mujeres que buscan”.

Su labor en la peregrinación jacobea se inició en un albergue en Bercianos del Real Camino (León), acudiendo cada verano. Según Carolina, “allí aprendimos a acoger a los peregrinos. Era una tarea apasionante, en la que el pueblo compartía con nosotros el trabajo y la ilusión por la acogida”.

Un coro siempre especial

Cada tarde organizaban un encuentro musical en el que se reunían vecinos y peregrinos. Entre todos formaban un coro siempre especial. Ante el éxito de la fórmula, en 2007 buscaron un albergue donde trabajar en la acogida de forma estable y continuada, asentándose en Carrión de los Condes (Palencia). Allí, mientras ellas se reparten en turnos, también cuentan con el apoyo insustituible de voluntarios laicos. Muchos de ellos estuvieron como peregrinos y hoy vuelven como manos abiertas para ayudar. Como explica Carolina, los hay incluso pertenecientes a otras confesiones cristianas: “Aurora es ortodoxa francesa. Cada vez que viene, el patriarca de su Iglesia le da un icono bendecido para nosotras como signo de unidad”.

También se ha dado el caso de quien llegó en peregrinación y, con el tiempo, pasó a ingresar en la comunidad. Es lo que le pasó a Erika Mezosi, húngara. Tras venir al Camino por primera vez hace quince años, su relación con él fue tan intensa que “nació en mí el deseo de continuar y de devolverle tantos dones recibidos; así que me apunté para ser hospitalera voluntaria en distintos albergues. La acogida cristiana me atraía mucho: vi en ella una posibilidad de nueva evangelización y de dar testimonio de un amor gratuito”. Poco después, conoció a las hermanas agustinas… y con ellas descubrió la vocación a la Vida Religiosa. “Decidí seguir el Camino –en todos los sentidos– unida a ellas”, dice feliz.

Cada día llegan a Carrión unos cincuenta peregrinos, de toda nacionalidad y edad. Pero, ¿cómo se inicia la relación? “El Camino ya ha ido trabajando en ellos de forma misteriosa, de modo que, tras un primer acercamiento, a veces tan sólo con un pequeño gesto de acogida, como ofrecerles un vaso de té fresco, muchos empiezan a sonreír, se acercan a preguntarnos o sencillamente a contar qué peso interior llevan sobre sí a lo largo de su peregrinación”, cuenta Carolina. Rota esa barrera, y como el problema de la diversidad de lenguas es un hecho –aunque la formación en idiomas, para facilitar el diálogo, es punto referencial y rutinario en la casa matriz de Becerril–, apuestan por crear un espacio de encuentro a través de la música. Al igual que en Carrión, reúnen a los peregrinos e interpretan melodías conocidas por todos, como Gracias a la vida, el Himno a la alegría o Ultreia. Entonces, muchos se sienten interpelados y se incorporan al canto. Para Carolina, “es ahí cuando parece que es posible la unidad entre los pueblos. Ese sentimiento de fraternidad se afianza en la cena, en la que cada uno parte con los otros su pan. El día termina con la oración, en la que una hermana les ofrece una palabra de vida para su camino y dos regalos: una bendición sobre la frente de cada uno y una estrella de papel”. Ambas, bendición y estrella, quedan grabadas en su corazón. Ejemplo de este sentimiento reparador fue el de Christian, quien llegó una tarde después de dos meses de peregrinación desde Alemania. Había emprendido el Camino de Santiago tras la muerte de su mujer. Carolina lo recuerda perfectamente: “Era un hombre silencioso. Al pasar noche, nos preguntó si podría quedarse un día más. Le dijimos que sí, pero, aun así, no se decidía del todo. Finalmente, cuando nos dijo que se quedaba, inmediatamente y a una sola voz, respondimos: ‘¡Bienvenido a casa!’. Entonces, con todo el peso de su vida, se apoyó sobre el quicio de la puerta y rompió a llorar como un niño mientras nos decía: ‘No tengo a nadie en este mundo que me pueda decir estas palabras’”. Sí lo tenía. Las monjas filósofas y artistas fueron su roca de vida.

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Sin fronteras de naciones y edades

Los ecos del carisma de las monjas de Becerril han llegado hasta el otro lado del charco. Hace un tiempo, siete hermanas agustinas peruanas ingresaron en la comunidad. La idea es que se formen y, con los años, vuelvan a Perú para impulsar allí esta peculiar experiencia de fe. Todas lo ven como “una oportunidad para abrir caminos de vida” en comunión, siendo su integración plena. Carolina Blázquez explica, satisfecha, que son “una comunidad mestiza, que quiere ser pluricultural e internacional”.

La convivencia tampoco entiende de edades. Lucía Fortea, la más joven a sus 20 años, entró en la comunidad en 2008, como postulante. Siempre fue una chica activa en su diócesis de Alcalá de Henares. Participaba en catequesis, coro, peregrinaciones…, pero, en el fondo, “buscaba una respuesta”, pues sabía que “el Señor esperaba un sí de mí”. Llegó a Becerril en busca de sosiego, para unos ejercicios espirituales. Y allí encontró lo que buscaba: “La primera mañana bajé a la capilla pensando que no iba a encontrarme con nadie, y allí estaba toda la comunidad rezando y cantando. Me senté atrás del todo y, cuando levanté mi mirada al Sagrario, vi muy claro cómo el Señor me decía que éste era mi sitio, que era aquí donde tenía que entregar mi vida”. Tenía 16 años. Dos después, un 4 de octubre, volvió para ser feliz.

En el nº 2.720 de Vida Nueva.

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