La verdadera ‘Puerta de la Esperanza’ de Damasco

Las Hermanas del Buen Pastor, junto a los más necesitados de Siria

(Texto y fotos: Javier F. Martín) A la ciudad antigua de Damasco se puede acceder por ocho puertas: las de la Liberación, del Paraíso, de la Paz, de Santo Tomás, del Este, la Pequeña, la de Bab al-Jabiya y la de Bab Kisan, en la zona sureste de la ciudad, por la que, según la tradición, huyó san Pablo. A esta secuencia de enclaves, algunos de denominación, tradición o historia cristianas, habría que añadir una nueva puerta, en pleno corazón del alambicado callejero de la ciudad: la ‘Puerta de la Esperanza’. Una sencilla placa de cerámica preludia un estrecho pasillo hacia un patio repleto de plantas, niños, mujeres, sonrisas y silencio. Los que traspasan ese dintel saben que la esperanza real se abre para ellos. Es la casa de las Hermanas del Buen Pastor, el punto de referencia de una ingente labor pastoral, asistencial y caritativa que llevan a cabo dos religiosas sirias y tres libanesas. Cinco monjas se multiplican para acometer una tarea que el resto calificaríamos de inabarcable.

La atención y cuidado a mujeres y niñas víctimas de violencia en el hogar o de conflictos, guerras y desplazamientos forzados; el trabajo con las internas en la prisión de mujeres de Damasco; la gestión del Centro Oasis, de escucha y atención psicológica y de asesoría legal para víctimas de violencia familiar; o el trabajo específico con niños iraquíes desplazados por la guerra, completan la agenda de actividades de estas religiosas que se dejan la vida por los que menos o nada tienen.

“La Congregación del Buen Pastor tiene un carisma muy especial que cuida de madres solteras, mujeres maltratadas, etc. En Siria, está muy involucrada en ayudar a los iraquíes refugiados”, señala la experta en Oriente Medio Marie-Ange Siebrecht, responsable para Asia-África del Secretariado Internacional de Ayuda a la Iglesia Necesitada (AIN). Y por eso van a seguir con la agenda ocupada, porque algunos miles de buscadores de esperanza en Siria tienen pasaporte iraquí. Son individuos o familias que han atravesado la frontera huyendo de la guerra, de la violencia, de la extorsión. Unos huyen del terror, y otros muchos del lastre que supone ser católico en un país donde el radicalismo islámico campa sin freno. Aunque ahora el número ha descendido, la población refugiada iraquí ha llegado a significar el 10% de los habitantes de Siria. Demasiado peso demográfico en un país que vive entre la franja mediterránea habitada y el inhóspito desierto. Es tal la importancia del colectivo iraquí, que incluso ACNUR desarrolla un proyecto específico para ellos. También están las Hermanas del Buen Pastor, “y prestan su ayuda a las familias cristianas proporcionándoles papeles o trabajo, y atendiendo, entre otras, sus necesidades sanitarias”, subraya Siebrecht.

En Damasco, las familias iraquíes refugiadas son cerca de 2.500. “El problema por el que vienen es la falta de seguridad. Aquí necesitan, principalmente, ayuda médica. Y eso, en estos momentos, es muy caro de obtener”, dice Abuna Farid, párroco de Santa Teresa de Jesús, la única parroquia caldea de la capital de Siria, quien se lamenta: “No tengo medios para atender a esta gente. Necesito dinero para pagar los alquileres de algunas familias. Se han venido aquí sin prácticamente nada, y apenas pueden vivir en pequeños apartamentos”, donde cohabitan con otras.

Sanando a los niños

Por y para estas familias, y, de forma muy especial, por y para estos niños iraquíes, las Hermanas del Buen Pastor han puesto en marcha un proyecto con el sugerente nombre de Happy Land (‘Tierra de la Felicidad’), en Sednaya, a pocos kilómetros de Damasco. La responsable para África-Asia de AIN-Internacional explica que compraron una parcela en la que ya había una casa, tras organizarlo un poco, “llevan allí a niños en excursiones de fin de semana o períodos más largos de vacaciones escolares. Algunas familias vienen también para escapar de Damasco”.

Es un terreno árido pero cuidado, plagado de olivos todavía pequeños y con vistas al desierto. Marie Claude, la superiora de la comunidad, subraya que la finalidad es dar a los niños la infancia que no han tenido, que rían, corran y salten, que convivan con otros críos y descubran que no todo se limita a los tiros, amenazas y explosiones de su Irak natal, ni a la vida de semi-libertad que llevan en los mini-pisos de Damasco. Marie-Ange Siebrecht destaca que también reciben catequesis. “Para los refugiados, la casa de Sednaya es como un pequeño Jardín del Edén”, porque “muchos han vivido una situación de infelicidad absoluta”, añade sor Marie Claude.

La primera fase del centro Happy Land se terminó de construir en junio de 2009. El año pasado, ya acogió a más de 300 niños en diferentes campamentos de verano, coordinados por un grupo de doce voluntarios iraquíes. Para ellos, también refugiados, el contacto con los niños se ha convertido en una ayuda para sobrellevar el exilio forzado. Uno de los formadores, profesor de Psicoterapia, es un musulmán que fue encarcelado y torturado por el Ejército norteamericano por hacer unas fotografías. Lleva ya tres años fuera de su país, y ahora, cuando dirige las terapias, con los ojos cerrados, en silencio, pretende sanar el corazón y la cabeza de niños que acarrean traumas como antes acarreaban la mochila con los libros. Muchos son huérfanos de padre, de madre, de ambos, o hijos de padres torturados. Y eso es demasiado dolor para corazones tan pequeños.

Vidas que comienzan a airearse gracias al tesón de estas religiosas que no dejan de sonreír, querer y dejarse querer. Cuando hablan, cuando acarician, cuando reparten la merienda bajo los pequeños olivos de Happy Land, ofrecen el consuelo que tantos necesitan. Son, sin duda, la auténtica ‘Puerta de la Esperanza’, aunque vivan al día y precisen de las ayudas de instituciones como AIN, o de anónimos vecinos musulmanes del casco antiguo de Damasco que no tienen rubor en reconocer, con ese gesto, el trabajo impagable de las religiosas.

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Atracción por la clausura

Jacques Mourad

En Siria, país de mayoría musulmana, se está produciendo un curioso fenómeno: el respeto y atracción que genera en la población la aparición de comunidades religiosas de vida monástica dedicadas casi por completo a la oración. Como la Orden de la Unidad de Antioquía, fundada hace una década y establecida en el Monasterio de Santiago el Mutilado, en medio del desierto. La priora, Inés Mª de la Cruz, considera fundamental que la población encuentre aquí un lugar para reposar, rezar y encontrarse consigo misma. En un país en el que la conversión no es posible, el silencio y la oración son una forma eficaz de acercar a Dios a los hombres. También a través de la oración y la acogida internacional, otra joven congregación, Abraham, el enamorado de Dios, llama la atención de creyentes y no creyentes en los monasterios de Mar Elyan y Deir Mar Moussa. El primero, en mitad del desierto, se ha convertido en un oasis en el que trabajan cristianos y musulmanes. “El monasterio provoca que la gente se haga preguntas. La Vida Religiosa aquí no está muy vinculada a la vida monástica, no tiene sentido para ellos. Pero a partir de nuestra presencia, la gente se interesó por lo que hacíamos, comienzan a participar en el proyecto y en los momentos de oración o la misa”, señala Jacques Mourad, cofundador de la congregación.

En cuanto al otro monasterio, “mucha gente habla del milagro de Deir Mar Moussa. Gente de todo el mundo ha ido allí, y encuentran algo. Ahí tienes la sensación de que estás en contacto con Dios”. ¿Qué llama la atención de este lugar? Rafael, un joven francés que realiza la prestación social con esta comunidad monástica, apunta una causa: “El desierto te desnuda, y no es fácil asumir que estás sin nada. Al principio es incómodo, pero luego descubres que es bueno para ti”. Quizás en la posibilidad de encontrarte a solas con Dios esté la causa de esa atracción.

En el nº 2.719 de Vida Nueva.

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