Finaliza la “injusta” e inmoral” guerra de Irak

Juan Pablo II ya había denunciado la ilegitimidad de la invasión estadounidense

(Miguel Ángel Malavia) Con la retirada, el 19 de agosto, de la última brigada de combate por parte del Ejército de los Estados Unidos –aún quedan cerca de 50.000 soldados, cuya salida definitiva se producirá a finales de 2011–, el presidente Barack Obama da por concluida, técnicamente, la segunda guerra de Irak. El 1 de septiembre, en el discurso en el que proclamó oficialmente el fin del conflicto, Obama ratificó su compromiso con el futuro de la nación asiática, a la vez que afirmaba haber “cumplido con su responsabilidad” hacia ella. Pero lo cierto es que atrás quedan siete años de guerra “injusta”, “inmoral” e “innecesaria”, como la calificó en su día la Santa Sede.

La Iglesia fue la institución que más abogó por agotar la vía diplomática. Ejemplo claro del compromiso del entonces papa Juan Pablo II en la defensa de la paz fue la nota que la Santa Sede hizo pública al inicio de los bombardeos, el 20 de marzo de 2003. Con una dureza inusual, se decía: “Quien decide que han sido agotados los medios pacíficos que el derecho internacional pone a su disposición asume una grave responsabilidad frente a Dios, frente a su conciencia y frente a la historia”. Siete años después, ese capítulo de la historia se cierra con luto y desesperanza.

Obama anuncia el final de la guerra, el pasado 1 de septiembre

Siendo un hecho que la guerra de Irak ha resultado un fracaso desde los supuestos fines pretendidos por el entonces presidente George W. Bush –el régimen dictatorial de Sadam Husein fue sustituido por una supuesta democracia incapaz de extender su gobierno a muchas zonas del país; las fuerzas de seguridad se ven desbordadas ante un terrorismo que ha aumentado su acción de un modo exponencial; minorías, como la cristiana, son perseguidas sin freno por fanáticos islamistas; y, al final, no se encontraron armas de destrucción masiva (leitmotiv justificativo de la invasión)–, la consecuencia más funesta ha sido el alrededor de medio millón de víctimas, en su gran mayoría civiles.

Pero esta gran “tragedia humana”, como la calificó el papa Wojtyla, pudo haberse evitado si se hubiese escuchado la palabra de la Iglesia. El Papa unió a sus constantes llamadas desde un punto de vista ético o religioso –recalcó que la guerra sólo es legítima en caso de defensa directa, no siendo el caso de un ataque preventivo– otros argumentos eminentemente políticos. Así, apeló constantemente al diálogo entre las partes confrontadas, instando a Irak al desarme y recordando a los Estados Unidos que debían respetar la legalidad de Naciones Unidas, buscando consensos y no imponiendo seguidismos.

En la práctica, aquéllos fueron días de gran trabajo para la diplomacia vaticana. En febrero de 2003, cuando la invasión parecía ya inevitable, Juan Pablo II se reunió en el Vaticano, entre otros, con Tarek Aziz, viceprimer ministro iraquí; Kofi Annan, entonces secretario general de la ONU; o los principales presidentes aliados de Bush, el español José María Aznar y el británico Tony Blair. Además, se valió de las gestiones de algunos de sus principales colaboradores, como Jean-Louis Tauran, entonces secretario vaticano para las Relaciones con los Estados, o Roger Etchegaray, presidente emérito del Consejo Pontificio Justicia y Paz, quien realizó un histórico viaje hasta Bagdad para entregar a Husein un carta personal del Papa. Esta campaña, que contó con el apoyo de los obispos estadounidenses, creó momentos de cierta tensión con la diplomacia de Bush.

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UN CAOS INGOBERNABLE

La situación de Irak es catastrófica, como reconoce el obispo auxiliar de Bagdad, Shlemon Warduni, en una entrevista con Radio Vaticano.  “Es muy difícil vivir en un lugar donde no hay ley, donde no hay gobierno (…). Hace falta primero un gobierno estable, una ley que gobierne al país, porque ahora los terroristas van y vienen como les parece. No hay trabajo y sí coches bomba”, señaló. Su conclusión es clara: “Las tropas extranjeras se van, pero tienen el deber de dejar tras de sí la paz y la seguridad. Ahora vemos los resultados negativos de la guerra. Como decía el desaparecido Juan Pablo II y como dice Benedicto XVI, la guerra destruye todo y no hace ningún bien”.

En el nº 2.719 de Vida Nueva.

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