Turismo sexual, impunidad consentida

La explotación de niños genera 5.000 millones de euros

(José C. Rodríguez Soto) Pocos lugares hay en el mundo tan paradisíacos como Mombasa, en la costa de Kenia bañada por el Océano Índico. A diferencia del turismo masivo de sombrilla y chiringuito, allí cada hotel tiene su parcela de playa, donde, entre arenas y cocoteros, se relajan sin agobios los turistas, casi todos europeos o norteamericanos. Pero en este mar de envidiable tranquilidad hay algo que llama en seguida la atención al recién llegado, y es la escena harto frecuente de un hombre –generalmente ya algo entrado en años, de cara roja y barriga cervecera– de la mano de una muchacha que podría ser su nieta.

Y tampoco es extraño ver a mujeres blancas bastante maduras junto a adolescentes masculinos africanos. Hacer el primer contacto no es difícil. En los numerosos bares cercanos a los hoteles hay infinidad de menores dedicados a la venta ambulante, o que abordan al primer muzungu (blanco, en suahili) que se encuentran presentándole un impreso que detalla el importe de tasas escolares de algún colegio donde el chaval no puede estudiar por falta de dinero.

En Kenia, en teoría, hay leyes que castigan con severas penas el sexo con menores, pero no parece que su policía –una de las más corruptas del mundo– las apliquen muy escrupulosamente, si se tiene en cuenta que bastantes de los turistas que se dedican a esta sórdida actividad vuelven allí cada año para dar rienda suelta a sus instintos pederastas. Un artículo publicado en The New York Times el año pasado calculaba en 30.000 las niñas de entre 12 y 14 años que se dedican a la prostitución en Mombasa, a las que habría que añadir varios miles más en los enclaves turísticos, más al norte, de Malindi y Lamu. Según el rotativo estadounidense, el número de menores que se dedican a esto ha aumentado desde que a finales de 2007 la violencia electoral en Kenia provocó el desplazamiento de cientos de miles de personas.

Otros países que hace años eran también destinos de turistas que viajan para tener sexo con niños han introducido recientemente medidas muy estrictas contra la explotación sexual infantil. Es el caso de Tailandia. En los locales públicos situados a lo largo de las playas de Phuket, en el sur del país, numerosos carteles advierten sobre las duras penas a las que se puede enfrentar quien se aventure a solicitar favores sexuales a menores de 18 años. Pero muchas organizaciones que trabajan por los derechos de la infancia en el sureste asiático lamentan que lo único que han conseguido estas medidas es alejar a los pederastas a Nepal, países africanos como Kenia o la vecina Camboya, que sigue siendo el destino preferido por estos viajeros. En 2003, Unicef calculaba que 250.00 turistas sexuales habían visitado Camboya, una cifra que en los últimos años se ha multiplicado por 2,5. Según la ONG Child Wise, el 80% de los menores de 15 años que vive en la capital, Phnom Penh, ha tenido algún contacto de tipo sexual con turistas. Es una de las tendencias de esta lacra: cuando el turista pederasta se encuentra con que la ley le pone las cosas más dicífiles, emigra hacia países donde puede dedicarse a satisfacer sus deseos de forma más segura.

Si estas cifras en Camboya asustan, los cálculos globales sobre el número de quienes hacen turismo sexual con niños rozan el horror. Son cuatro millones de viajeros cada año (entre ellos, 40.000 españoles, asegura Save the Children), según estimaciones de distintas organizaciones que trabajan en pro de la infancia. Una de ellas, ECPAT (Red Internacional contra la Explotación Sexual Comercial Infantil), calcula que los niños víctimas de este sórdido negocio son algo más de dos millones, y que las redes de tráfico que los explotan obtienen unos beneficios de unos 5.000 millones de euros al año. Algunas recalaron en Sudáfrica durante el Mundial de Fútbol, como advirtió repetidamente la Iglesia católica del país mucho antes de que comenzara el gran evento. Llama la atención que los principales medios de comunicación, que tanta atención han prestado a los escándalos de pederastia por parte de algunos miembros del clero, no mostraran ningún interés por tocar ni de refilón el tema de las redes de tráfico de personas que hicieron tranquilamente su agosto entre partido y partido.

Algunos periodistas sí se han implicado, y mucho, en la defensa de estos niños. Uno de ellos, Hernán Zin, siguió la pista de varios pederastas en Camboya durante seis meses y con sus pesquisas ayudó a que la ONG Protect interpusiera varias querellas contra europeos sospechosos de abusar de niños. Zin, que recogió su experiencia en el libro Helado y patatas fritas (2003), lamenta, en declaraciones a Vida Nueva, que “estas personas campen a sus anchas por países pobres, donde el Estado es muy débil y las familias de los niños miran para otro lado”. La causa principal parece clara: el turista pederasta piensa que en estos países puede dar rienda suelta a sus instintos amparado en el anonimato de un país lejano y con total impunidad.

Romper esa impunidad es la frustración principal de quienes trabajan por la protección de los niños víctimas de estos abusos. Ésta es la experiencia de Action Pour Les Enfants, una ONG camboyana filial de la española Global Humanitaria. Desde que iniciaron su proyecto en 2003, han conseguido poner entre rejas a 34 pederastas extranjeros, muy poco para los cientos de casos que han denunciado en los últimos siete años.

Falsos filántropos

Muchos de ellos se hacen pasar por filántropos que vienen a ayudar a familias pobres, incluso llegan a Camboya como profesores de inglés o médicos que vienen a ayudar algunas semanas, lo cual les ofrece un acceso a los niños. Como reconoció el director de esta organización, Seila Samleang, durante una visita a Barcelona el año pasado, una de las dificultades para emprender acciones legales contra los abusadores reside en que “muchos de los turistas sexuales hacen estancias cortas en el país, y no nos da tiempo a recoger pruebas”. También los métodos utilizados por los pederastas les facilita marcharse de rositas: “Muchos se acercan a las familias de los niños, se ganan su confianza, les ofrecen dinero e, incluso, apadrinan a sus víctimas. De esta forma se hace muy difícil conseguir que los menores testifiquen en contra de una persona que mantiene económicamente a sus familias”, afirma Samleang.

Hernán Zin califica como “desesperante” la lucha contra la impunidad: “Cuando yo acudía a la policía de Camboya para denunciar los casos que estaba siguiendo, no les importaba, y si pedía hablar con el dueño del hotel para alertarles de que en sus habitaciones había clientes que tenían sexo con niños, se encogían de hombros”. Uno de los pocos avances que se han dado para luchar contra esta plaga lo llevó a cabo EE.UU. hace pocos años, cuando promulgó una legislación que hace posible juzgar a un pederasta en suelo norteamericano aunque haya cometido el delito en otro país.

El P. Cullen lucha contra la explotación sexual de menores en Filipinas

Una de las personas que más se ha batido contra esta lacra es el misionero irlandés Shay Cullen (VN, nº 2.703), que trabaja en Filipinas desde 1969. Nada más llegar a su nueva parroquia de Olongapo, a 200 km. de Manila, se dio de bruces con la situación de las niñas que eran explotadas en cientos de bares que servían de burdeles para los miles de soldados de la base norteamericana de esta ciudad. “Un día iba caminando por la calle, se me acercó un hombre creyendo que yo era un turista y me ofreció dos niñas de doce años, que estaban allí a la puerta de un local”, recuerda en la revista comboniana World Mission. “Me indigné y cuando le amenacé con denunciarle a la policía, el hombre empezó a reírse, y junto con él, en la acera, varios policías se mofaron de mí. Me di cuenta de que todos ellos se llenaban los bolsillos vendiendo niñas a los miles de marines estadounidenses”. Al mismo tiempo que estos menores eran explotados con total impunidad, el P. Cullen descubrió que en la cárcel de Olongapo había muchos niños –algunos de no más de diez años– que habían sido detenidos por robar para poder comer.

Esta experiencia le impactó tanto que decidió volcarse en ayudar a los menores víctimas de esta explotación. Al poco tiempo, con ayuda de un joven matrimonio filipino y del alcalde, que le cedió cinco hectáreas de terreno, inició PREDA (Asistencia al Desarrollo para la Recuperación de las Personas), una fundación en la que empezó acogiendo a niños de la calle, menores que salían de la cárcel, o procedentes de familias desestructuradas. Pero el trabajo del P. Cullen no se limitó a la asistencia. Pronto empezó a denunciar a los responsables que se enriquecían a costa de la pobreza de estos menores, especialmente las autoridades que concedían licencias a estos bares, que se multiplicaban con el aumento de las tropas norteamericanas, y se encontró con la oposición de todos los que tenían poder. “Era la primera vez que alguien hablaba en los periódicos abiertamente de abuso sexual de niños, porque Imelda Marcos había prohibido publicar malas noticias”. Durante varios años, el religioso sufrió el acoso de diversos grupos que pidieron su expulsión del país y recibió numerosos mensajes anónimos amenazándole de muerte. El P. Cullen no se achantó y lideró una campaña para pedir el cierre de las bases estadounidenses, algo que se llevó a cabo en 1992.

La marcha de los marines no terminó con el problema. Filipinas sigue siendo uno de los destinos preferidos por turistas pederastas. El autor de este artículo pudo comprobar que algunos burdeles no tienen reparos en ofertar abiertamente sexo con menores en páginas web que cualquiera puede consultar y que provocan verdadera repugnancia.

Autoestima minada

Según datos recientes de Unicef, alrededor de 70.000 niños y niñas son explotados en redes de prostitución que operan en el país asiático. Pero PREDA piensa que las cifras son más altas: al menos 120.000 menores de 17 años estarían atrapados en estas redes de explotación de menores, que casi siempre se ceban en niñas de ambientes pobres que han recibido poca educación. “A las chicas que trabajan en bares y clubes les lavan el cerebro para convencerlas de que no sirven para nada, excepto para este trabajo, que no pueden abandonar, porque tienen deudas y terminan convenciéndose de que el club es su familia y su única fuente de recursos”, asegura este sacerdote, quien explica que las redes de explotación tienen reclutadores que recorren los pueblos más pobres del país ofreciendo empleos de servicio doméstico a niñas a las que engañan fácilmente y que terminan siendo carne de club nocturno. PREDA ha sido nominado en tres ocasiones para el Premio Nobel de la Paz, y el P. Cullen ha sido uno de los candidatos más firmes al galardón que Transparencia Internacional otorga todos los años a individuos que se han distinguido por sus esfuerzos a favor de los derechos humanos.

Una de las principales actividades de PREDA –que cuenta actualmente con 88 empleados, todos filipinos– es ofrecer terapia psicológica para que las niñas se liberen de sus sentimientos de dolor, ira y sufrimiento acumulados durante años. Con ayuda de terapeutas experimentados, las muchachas hablan en una habitación acolchada donde pueden gritar, dar golpes y desahogarse en un ambiente seguro. Es el primer paso para que quienes han sufrido tanto puedan reorganizar sus vidas, aprender un oficio y tener un futuro digno.

Cuando uno se asoma a tanto horror no puede menos que preguntarse qué clase de persona es la que puede causar tanto dolor en seres tan vulnerables. Hernan Zin lo tienen muy claro: “El perfil del turista pederasta suele corresponder a un hombre soltero, de entre 30 y 50 años, de clase media y muy a menudo con estudios. El hecho de no tener responsabilidades familiares le facilita poder llevar una doble vida”.

jcrsoto@vidanueva.es

En el nº 2.718 de Vida Nueva.

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