Francisco Lerma Martínez, el misionero obispo

  • El prelado se describía así en Vida Nueva en 2010, tras ser nombrado por Benedicto XVI
  • “Sueño con que se superen las condiciones infrahumanas de los hermanos de la diócesis”, decía entonces

Francisco Lerma, obispo en Mozambique

Nací en un pueblecito de la huerta murciana, El Palmar, el 4 de mayo de 1944. Mi madre, Encarnación, trabajaba en una fábrica de conservas que había en el pueblo y donde hemos trabajado todos mis hermanos. Mi padre, Victoriano, era albañil y por temporadas se marchaba a Francia. Eran los años difíciles que siguieron a nuestra guerra fratricida. De mis padres recibí su fuerte fe y me enseñaron el amor al trabajo, la dedicación, el sacrificio, el respeto, la generosidad y sencillez de vida, la oración y el silencio. Virtudes que están en la base de mi vocación sacerdotal y misionera.

En la escuela y la parroquia se desarrolló el germen de la simiente que el Sembrador dejó caer en mi joven corazón. No puedo olvidar a los maestros Dª Pepita, Sor Mercedes y D. Santiago, y a los sacerdotes D. Miguel y D. José, de aquella primera fase de mi formación humana y, creo, ya misionera. Después fueron los años del seminario, en Murcia; la entrada en el noviciado de los Misioneros de la Consolata (Bedizzole, Italia, 1966); y la Teología en la Universidad Gregoriana de Roma, donde me licencié y me doctoré en Misionología.

Llegué a Mozambique muy joven, con apenas 27 años, en 1971. El país vivía los últimos años del colonialismo y lucha por la independencia de Portugal. Años dramáticos para su gente. Mi primer campo de trabajo, la Misión de Maúa –en la provincia norteña de Niassa–, se encontraba en el corazón de la guerrilla. Minas antitanque y antipersonas, emboscadas militares, secuestros, miedo y terror, controles policiales, era lo que se respiraba. La Policía política portuguesa nos controlaba todo: viajes, visitas, homilías, reuniones y encuentros. Hasta me hicieron un proceso que estuvo muy cerca de la expulsión.

En ese ambiente me inserí para ser testigo del Evangelio y ser fiel al mandato misionero de Jesús. Escuchar, aprender a hablar una nueva lengua, descubrir una nueva cultura, una historia y su pueblo. No fue fácil la tarea. Pero nunca dudé. Con el entusiasmo de mi joven edad y del amor con el que asumí ser misionero, viví plenamente aquellos primeros años. Todavía recuerdo los nombres de cada uno de los pueblecitos, las aldeas, los maestros y catequistas con los que hice camino al andar: Bernardo Nancoma, el catequista de la sede de la Misión; Daniel Cássimo, el catequista itinerante que me acompañó en mis visitas a las comunidades cristianas.

La Misión para mí se concreta históricamente con Mozambique. Ha sido mi primer y único destino misionero, durante estos 39 años, con un intervalo de un año de “misionero enfermo” y otro de cinco años (2002-2007) en nuestro Secretariado General de la Misión en Roma. Todas estas situaciones han sido para mí escuela de vida, donde el libro de las personas, sus culturas, historia y vida particulares me han acercado cada vez con nuevos matices al sujeto de la misión, al hombre y a la mujer, al niño y al anciano, al hermano que te acoge, te respeta y te ama como hermano y que tiene sed de lo que más íntimamente llevas encerrado en tu corazón. Se da un enriquecimiento mutuo muy difícil de explicar. Seguiré siendo alumno de esta escuela de vida también en esta nueva fase de mi vida como obispo misionero, o mejor, como misionero obispo –a lo mejor tiene más sentido dicho así y suena mejor–.

En todos estos años he aprendido a ser discípulo de Jesús y a caminar muy de cerca con los otros; he aprendido a escuchar, a no tener prisa, a respetar las diferencias, la sabiduría de los más ancianos, la serenidad y la calma ante el sufrimiento, la esperanza ante la oscuridad de las pruebas más dramáticas de la vida, la paz en los momentos más violentos de la guerra. He aprendido la inmensidad de lo sagrado, la intensidad y profundidad de la vida interior, las lágrimas y el perdón siempre que fue necesario, he aprendido al ser hermano acogido y amado con alegría, superando diferencias y discriminaciones.

¿Que dónde radica mi esperanza? Sin duda, en Jesús de Nazaret, el Señor. Él es la razón de mi vida, la razón por la que estoy y continúo aquí. Sin Él todo lo demás no tiene sentido para mí. No son otros los motivos que me han traído a esta tierra amada. También me da esperanza el ejemplo de este pueblo, que en los momentos más oscuros de su existencia siempre ha sabido mirar hacia adelante, levantarse, superar odios fratricidas y sigue caminando con serenidad y sin rencores.

¿Que si he tenido miedo alguna vez? Bien, distingamos. Hay un miedo natural, espontáneo, lógico, el que cualquier ser humano puede tener ante una situación conflictiva o ante una enfermedad grave. Hay otro miedo más hondo. Si enfrentara la vida individualmente, sí que tendría miedo. Si tuviera ese miedo interior, no tendría fuerzas para estar aquí ni en ningún otro lugar. Con Dios, como dice una canción, somos mayoría; solos fracasamos siempre. Intento caminar por la vida con las manos dadas a los otros y ponerlas en las del Señor.

Entre las personas que más me han marcado están los 23 catequistas mártires de nuestro Centro de Formación de Guiúa, en la provincia de Inhambane, en el sur del país. Fueron masacrados en la noche del 23 de marzo de 1992, durante la guerra contrarrevolucionaria. Muchos de ellos habían sido alumnos míos. Estuve en su entierro. Perdí la fuerza de hacer alguna fotografía. Aquéllos mártires son ejemplo vivo para esta Iglesia y para todo el mundo. Yo, que fui su maestro, desde aquel día dramático y glorioso me siento su discípulo.

9 años pastoreando Gurúè

El pasado 24 de marzo el Papa me nombró obispo de la Diócesis de Gurúè, en la provincia costera de Zambezia. Asumo la designación como continuidad al ‘Sí’ que di una vez al mandato misionero de Jesús. Esa opción fundamental la hice ya hace tantísimos años… Me siento totalmente identificado con ella, y con ella quiero seguir identificándome en este ministerio episcopal que la Iglesia me pide. En ese sentido no ha cambiado mi vida. Por lo demás, estoy intentado entrar en la realidad de la diócesis y, junto con sus agentes de pastoral, encontrar las respuestas más adecuadas a los desafíos de esta Iglesia local y su sociedad.

La Iglesia en Mozambique enfoca la evangelización desde la perspectiva de la pequeñas comunidades cristianas, el ministerio ordenado, el empeño pleno del laicado en la responsabilidad evangelizadora, la lucha por la superación de los niveles infrahumanos y de extrema pobreza; desde la lucha en favor de la justicia, la paz y la reconciliación; y desde la inculturación de la fe, una fe que eche raíces en la cultura del pueblo. Ésos son los enfoques fundamentales de nuestra pastoral hoy.

Sueño con la unidad y comunión de todos los evangelizadores de esta diócesis y de todo su pueblo: “Que todos sean uno para que el mundo crea”. Sin este ideal realizado desde nuestra flaqueza, como esfuerzo de nuestro día a día, no hay evangelización. Sueño con nuestros más de 300.000 mil católicos en 2.020 pequeñas comunidades cristianas, para que continúen reunidas y animadas cada vez mejor, para que un día puedan tener sacerdotes suficientes para celebrar con mayor frecuencia la Eucaristía. Sueño con que todas las Iglesias sepamos dialogar, anunciar, vivir y celebrar juntos nuestra fe común en el mismo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sueño con que nuestra fe se inculture profundamente y eche raíces profundas en los valores más íntimos de nuestra cultura Lomwe.

Finalmente –aunque debería decirlo al principio–, sueño con que se superen las condiciones infrahumanas de la mayoría de nuestros hermanos de la diócesis, sus más de 1.500.000 habitantes, en una extensión de 42.450 km2. Situaciones de extrema pobreza, enfermedades endémicas, malaria y sida, asistencia sanitaria precaria… Sueño con establecimientos escolares suficientes y adecuados para todos los niños, alimentación para todos, carreteras en condiciones, comunicaciones… En fin, todas las condiciones fundamentales para que se alcance también en esta tierra un desarrollo integral de la persona humana, según el plan de Dios cuando creó esta tierra y sus habitantes.

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