Francisco Lerma Martínez, el misionero obispo

Nací en un pueblecito de la huerta murciana, El Palmar, el 4 de mayo de 1944. Mi madre, Encarnación, trabajaba en una fábrica de conservas que había en el pueblo y donde hemos trabajado todos mis hermanos. Mi padre, Victoriano, era albañil y por temporadas se marchaba a Francia. De mis padres recibí su fuerte fe y me enseñaron el amor al trabajo, la dedicación, el sacrificio, el respeto, la generosidad y sencillez de vida, la oración y el silencio. Virtudes que están en la base de mi vocación sacerdotal y misionera.

Llegué a Mozambique muy joven, con apenas 27 años, en 1971. El país vivía los últimos años del colonialismo y lucha por la independencia de Portugal. Años dramáticos para su gente. Mi primer campo de trabajo, la Misión de Maúa –en la provincia norteña de Niassa–, se encontraba en el corazón de la guerrilla. Minas antitanque y antipersonas, emboscadas militares, secuestros, miedo y terror, controles policiales, era lo que se respiraba. La Policía política portuguesa nos controlaba todo: viajes, visitas, homilías, reuniones y encuentros. Hasta me hicieron un proceso que estuvo muy cerca de la expulsión.

En ese ambiente me inserí para ser testigo del Evangelio y ser fiel al mandato misionero de Jesús. Escuchar, aprender a hablar una nueva lengua, descubrir una nueva cultura, una historia y su pueblo. No fue fácil la tarea. Pero nunca dudé. Con el entusiasmo de mi joven edad y del amor con el que asumí ser misionero, viví plenamente aquellos primeros años.

La Misión para mí se concreta históricamente con Mozambique. Ha sido mi primer y único destino misionero, durante estos 39 años, con un intervalo de un año de “misionero enfermo” y otro de cinco años (2002-2007) en nuestro Secretariado General de la Misión en Roma. Todas estas situaciones han sido para mí escuela de vida, donde el libro de las personas, sus culturas, historia y vida particulares me han acercado cada vez con nuevos matices al sujeto de la misión, al hombre y a la mujer, al niño y al anciano, al hermano que te acoge, te respeta y te ama como hermano y que tiene sed de lo que más íntimamente llevas encerrado en tu corazón.

¿Que dónde radica mi esperanza? Sin duda, en Jesús de Nazaret, el Señor. Él es la razón de mi vida, la razón por la que estoy y continúo aquí. Sin Él todo lo demás no tiene sentido para mí. No son otros los motivos que me han traído a esta tierra amada. También me da esperanza el ejemplo de este pueblo, que en los momentos más oscuros de su existencia siempre ha sabido mirar hacia adelante, levantarse, superar odios fratricidas y sigue caminando con serenidad y sin rencores.

El pasado 24 de marzo el Papa me nombró obispo de la Diócesis de Gurué, en la provincia costera de Zambezia. En ese sentido no ha cambiado mi vida. Por lo demás, estoy intentado entrar en la realidad de la diócesis y, junto con sus agentes de pastoral, encontrar las respuestas más adecuadas a los desafíos de esta Iglesia local y su sociedad.

Sueño con la unidad y comunión de todos los evangelizadores de esta diócesis y de todo su pueblo (…). Sueño con que se superen las condiciones infrahumanas de la mayoría de nuestros hermanos de la diócesis… Sueño con establecimientos escolares suficientes y adecuados para todos los niños, alimentación para todos, carreteras en condiciones, comunicaciones… En fin, todas las condiciones fundamentales para que se alcance también en esta tierra un desarrollo integral de la persona humana, según el plan de Dios cuando creó esta tierra y sus habitantes.

Más información en el nº 2.718 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, lea el testimonio completo aquí.

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