Saramago o la perplejidad de vivir

El escritor portugués, que murió en Lanzarote a los 87 años, fue despedido en Lisboa con honores de Estado

(Juan Carlos Rodríguez) Escritor tardío, José Saramago no tuvo nada que decir hasta los 40 años. Esa era la edad en la que, defendía, la experiencia le da a uno el bagaje justo para expresar literariamente su conexión con el mundo, lo que para él era la literatura. Sus novelas –con Ensayo sobre la ceguera por bandera– expresaban ese diálogo con el compromiso moral y colectivo. Quizás lo peor que le pudo pasar fue ganar el Nobel en 1998. El único de la literatura portuguesa. Entonces, se sintió en la necesidad de intensificar lo que ya se había manifestado en aquella década de los noventa: poner delante del ser novelista al hombre político, comprometido y fugaz.

Hasta entonces, su literatura había estado teñida de un vibrante compromiso social, de un otear el mundo con los pies enfangados, de la reivindicación del hombre dolorido por lo que sucede a su alrededor. De un hombre moral y colectivo. Tras el Nobel, el escritor se disipó para quedarse tan sólo el activista. No se calló nunca y encabezó todas las batallas en las que –equivocado o no– se le ofreciera una trinchera y una guerra que a él, contra la Iglesia o contra los retazos de la dictatura de Fidel, contra el Gobierno Aznar o contra la intervención en Irak, le pareciera justa. A veces, hasta el cansancio. Se creyó, con el Nobel, en la obligación de devolver a la sociedad lo que le dictaba su corazón caliente, comunista recalcitrante. Triunfó como líder de masas, pero se perdió el escritor.

Ante Saramago no se podía ser indiferente: cautivaba o sembraba un rechazo ideológico que él incomprendía, pero que poco o nada tenía que ver con su literatura. Al menos con su primera literatura. Aquel insinuante Memorial del convento, novela que en 1982 atisbaba una voz renovada, diferente, fresca. Su narrativa era sencilla en el trazo, compleja en el sentido e inteligente en la composición. Parecía haber llegado rápidamente a su culmen con El año de la muerte de Ricardo Reis, absorbente indagación del universo de Fernando Pessoa, con quien le unía, más allá de su nacionalidad, una intensa búsqueda hacia la comprensión del mundo. “Escribo para comprender”, confesó. Frase que se ha hecho famosa, pero que prácticamente tan sólo es cierta en su primera literatura. Después, especialmente desde 1991, a partir de El evangelio según Jesucristo –novela en la que el intento de humanizar la figura de Jesús, oponiéndole a un Dios en el que desemboca su rabia o su odio contra el cristianismo–, sus novelas se transformaron en un “escribir para sentenciar”, un ir ajustando cuentas con el mundo, que fuera de las páginas de la novela aún se radicalizó más. Inició una absurda batalla contra Dios, de la que Caín, su última novela, ha sido una última andanada para transmitir la imagen de un Dios violento y vengador, sembrada de todos los terrenos comunes imaginables –desde las Cruzadas a los abusos–, pero que a diferencia de otros autores que ya recorrieron ese camino, manifestaba un desconocimiento latente, un desprecio rotundo a los textos bíblicos. Y al Dios verdadero. No había más verdad que la suya.

Desde el rencor

Ya no es un escritor que busca y da testimonio de lo que ha encontrado; aquí, ya de vuelta, escribió más desde el rencor que desde la perplejidad. Aún disfrazándolo de ironía, su condena judeocristiana estaba envuelta de ceguera. Su lucha con Dios no era la lucha del hombre de El evangelio según Jesucristo: era la lucha del número, del soldado, del militante. Escribía ya el político, el ideólogo, el comunista, pero el escritor desapareció por completo. Lo había hecho en El viaje del Elefante, en el que el discurso en defensa del humanismo apenas se sostiene literariamente.

Ese colofón indebido, o los traspiés de su condena a un Dios incierto, no han de ocultar sin embargo a un escritor que, antes de la fama y de las coronas de laurel, del hombre público y la batalla política, trazó algunas novelas memorables que angustiaban al lector, que le despertaban, que le incitaban a mirarse por dentro, que le preguntaban directamente a los ojos por su lugar en el mundo. Es el Saramago de las novelas inquietantes: Todos los nombres, Ensayo sobre la ceguera, La caverna, El hombre duplicado o Las intermitencias de la muerte, un quinteto que aunque encierra distintos matices de calidad, retrata más acertadamente que ningunas otras la condición humana y el siglo XX. Luego se fue diluyendo: el campesino prefirió la ideología y confundió a quien no estaba a su lado con el enemigo. Escribió de más, y estaba en todas partes. Sus lectores echaban de menos la inocencia perdida, la sutil madeja en la que sus personajes sin nombre iban tirando de un mundo cada vez más incomprensible, a la vez que no se daban por derrotados y trataban de alertar sobre la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron…

Toda la obra –47 años de literatura y 87 de vida– es política, pero lo es desde un compromiso por el hombre, por el medio ambiente, por la bondad, por el corazón, que trasciende al que quiso medirse con Dios y la Iglesia. Quizás ese Saramago –especialmente tras el Nobel– ha dañado mucho a Saramago. Sin ese Saramago en continua palestra y discurso enquistado, ese otro literario y campesino, parabólico y humano, habría sido más leído y creíble. Si estaba en todas las sopas, leerle acababa siendo un riesgo de indigestión. A veces eso era lo que ocurría, pero si el lector tenía la paciencia o la precaución de volver atrás y buscar La balsa de piedra o El año de la muerte de Ricardo Reis, descubrirá a un escritor preciso, dolido, ferviente, que nos zarandea como sólo saben hacer unos pocos elegidos que devuelven la literatura a su estado primario, convirtiendo la lectura en angustia y conmoción, nada que ver con el panfleto o la retórica que prefirió para saldar cuentas con Dios desde un falso ateísmo. Con Caín extrapolaba su propia biografía. Ese personaje, condenado por Dios a errar por el mundo, le retrataba en su propia contradicción: si Dios no existe, ¿por qué condenarle por los males del mundo?

El escritor con su mujer, Pilar del Río

Ha muerto Saramago. El Saramago portuñol, el Saramago ibero, el Saramago de Lanzarote, el Saramago de Pilar del Río, el Saramago despedido en Lisboa con honores de jefe de Estado. El que acabó convirtiéndose él mismo en nuestra mala conciencia pública: siempre presente para recordar a quien quisiera oírle que el mundo no iba a ninguna parte, que así no había esperanza. Pero en Lanzarote ha muerto también ese Saramago que fue capaz de escribir unas cuantas novelas en las que se puede aprender a ser mejores. Otras le sobraron, confundido en guerrear con una imagen falsa de Dios, que marcó toda su vida. Pero esa es la ley de la literatura y de la vida. Unas veces acertamos; otras, no.

Fue escritor cuando quiso serlo; lo dejó de ser cuando intentó también creerse más que un novelista de éxito, un juez que tiene la última palabra. Había también un Saramago íntimo y personal, al que pocos accedieron. Queda para los suyos. Pero lo que permanecerá con un eco universal serán tres, cuatro, novelas necesarias para conocer la perplejidad de vivir en las dos últimas décadas del siglo XX. Las otras, incluidas las antirreligiosas, serán pasto del olvido.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.713 de Vida Nueva.

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