¿Qué hacemos con los diáconos permanentes?

(Vida Nueva) El Vaticano II aprobó el diaconado permanente para que cada Iglesia decida o no el establecimiento de su figura ¿Una clericalización del laico?, ¿un freno a la pastoral vocacional?… Su papel es hoy aún objeto de debate y en los ‘Enfoques’ abordan este tema el profesor de la Facultad de Teología de Granada, Diego M. Molina, y Josep-Ignasi Saranyana, Miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas.

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Preguntas y retos

(Diego M. Molina– Profesor de la Facultad de Teología de Granada) Desde que el Concilio Vaticano II reinstauró en la Iglesia el diaconado permanente han pasado ya cuarenta y cinco años, tiempo suficientemente largo para hacer una valoración. Después de un milenio, en el que el diaconado se había convertido únicamente en un paso obligado para llegar a ser presbítero, la vuelta a la vida del diaconado, como grado permanente del ministerio ordenado, sigue despertando preguntas y planteando retos diversos.

La primera pregunta es la necesidad de tal ministerio. Si bien es verdad que, como decían los escolásticos, “el ser precede al hacer”, también lo es que si no hay un “hacer” no se necesita que nadie “sea”. ¿Cuál es el contenido del diaconado?, ¿cuáles son las funciones propias de tal grado del ministerio? Si en un comienzo el diácono era la “imagen de la Iglesia”, el que se preocupaba de los pobres, de los enfermos, de los catecúmenos; el que servía de engranaje para que la vida de la comunidad funcionara…, en el siglo IV ya desempeñaba su función en torno a tres tareas: el servicio litúrgico, la predicación de la Palabra y el ámbito de la caridad y la administración. Una de las razones por las que desapareció el diaconado permanente fue porque estas tareas podían ser realizadas por otros miembros de la iglesia, en general por el presbiterado, que asumió las funciones litúrgicas y de predicación, y por el laicado (o la Vida Religiosa) que asumió el ámbito de la caridad. Tal desaparición del diaconado como grado permanente es un argumento para defender que el diaconado no es heredero de la misión apostólica (con cierto carácter, por tanto, sacerdotal), sino auxiliar de la misma. El reto que se plantea es la configuración del diaconado hoy desde una situación pastoral novedosa, sin querer volver a repetir lo que fue en el primer milenio de la Iglesia.

La segunda pregunta, más técnica, tiene que ver con el carácter sacramental de la ordenación diaconal, y la diferencia entre ésta y la del presbiterado y episcopado. Los textos señalan que el diácono recibe su ordenación “para el servicio” y no “para el sacerdocio” (LG 29). Su configuración es con Cristo servidor, y esta dimensión es fundamental para todos los grados del ministerio ordenado y para toda la Iglesia. Este aspecto debe ser más clarificado, pero ya sitúa al diácono en una relación distinta con todos los fieles no ordenados, y le posibilita un estar más en medio de ellos y un ser vistos sociológicamente (que no teológicamente) como puentes entre el sacerdocio y el laicado. El hecho de que la inmensa mayoría de los diáconos permanentes estén casados, desarrollen un trabajo secular del que viven, no hayan recibido una formación “separada” en los seminarios… vivan, en definitiva, una vida más parecida a la de la mayoría de los cristianos, los puede convertir en vehículos privilegiados de la Iglesia en medio de la propia Iglesia.

La tercera cuestión surge de la situación concreta en la que el diaconado permanente se ha restablecido y está en relación directa con la escasez de presbíteros. El hecho de que la inmensa mayoría de los diáconos permanentes sean varones casados (y no célibes) puede hacer pensar que la proliferación de estos diáconos va en contra de la estima de la comunidad eclesial por el presbiterado (célibe), algo que quizá esté en la base de ciertas reticencias para instituir el diaconado permanente que se percibe en algunas iglesias locales. El diácono aparece entonces como un sustituto del presbítero. El reto que se plantea al diaconado es encontrar su lugar en la Iglesia más allá de la situación concreta de escasez o abundancia de presbíteros.

A partir de estas ideas, se podría pensar un diaconado que ahondara en las siguientes líneas:

  • en lugar de poner el acento en la administración de los sacramentos, los diáconos deberían trabajar pastoralmente para que la acción sacramental de la Iglesia encontrase un terreno abonado, para que los sacramentos fuesen más efectivos;
  • en lugar de asumir la dirección de la labor caritativa de la Iglesia, el diaconado debería ser el recuerdo “sacramental” de que el servicio es una dimensión fundamental de la Iglesia;
  • en lugar de la animación litúrgica de la eucaristía dominical de comunidades ya formadas, el diaconado debería brindar su apoyo a las comunidades nacientes y hacerse presente en las situaciones de misión, fronterizas, que existen en todos los lugares.

De esta manera, el diaconado permanente podría ir encontrando un lugar en la Iglesia sin entrar en competencia con otros miembros de la misma.

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Serios interrogantes teológicos

(Josep-Ignasi Saranyana– Miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas y Profesor Ordinario de la Universidad de Navarra) La institución del diaconado permanente fue sancionada por el Vaticano II, que autorizó a “restablecer el diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía” (Lumen gentium, n. 29), señalando que lo pueden recibir “hombres de edad madura, aunque estén casados [con el consentimiento del Romano Pontífice], o también jóvenes idóneos”, aunque manteniendo estos últimos la ley del celibato. Como es sabido, el diaconado permanente fue una batalla librada por algunos teólogos, especialmente por Karl Rahner, con ánimo de suplir la carencia de sacerdotes y evitar, por ello, que muchas comunidades de fieles quedasen desasistidas, sin la celebración solemne del bautismo, sin la bendición de los matrimonios, sin viático a los moribundos, sin funerales ni sepelios religiosos, etc.

El Concilio enseñó también –y esto es muy importante– que todos los diáconos, permanentes o no, reciben la imposición de manos “no en orden al sacerdocio, sino en orden al servicio o ministerio”. Tres son, por tanto, los grados del Orden, pero sólo dos de ellos son sacerdotes: los obispos y los presbíteros.

La ordenación de diáconos permanentes quizá haya resuelto, en algunos lugares, las carencias asistenciales antes señaladas, pero también ha planteado serios interrogantes teológicos. En consecuencia, la Comisión Teológica Internacional dedicó dos quinquenios a estudiar con atención la sacramentalidad del diaconado y, sobre todo, la posibilidad de ordenar mujeres “diaconisas”, partiendo del supuesto de que esa ordenación no supone el acceso de la mujer al sacerdocio, cuestión ya zanjada desde la solemne carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, de 22 de mayo de 1994. La Comisión concluyó sus estudios en el año 2002, con un documento que no constituye magisterio, pero que debe tomarse muy en cuenta, por la alta preparación técnica de los redactores y por su autoridad moral como asesores cualificados de la Santa Sede. La tesis de la Comisión es que todo diácono actúa sacramentalmente in persona Christi servi, de forma distinta, por tanto, al sacerdote, que actúa siempre in persona Christi capitis. Esto es lo que pretendía enseñar el Concilio Vaticano II –dicen los miembros de la Comisión Teológica Internacional– cuando recalca que se impone las manos a los diáconos en orden al servicio o ministerio. Hay dos formas, por tanto, de impersonificación crística, pues Cristo no sólo es cabeza, sino siervo. El carácter de siervo es propio de Cristo, que es, asimismo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia. En consecuencia, si el diácono participa también del carácter esponsal de Cristo (quien fecunda a la Iglesia al darle su sangre, como atestigua san Pablo), es obvio, como conclusión teológica, que debe ser varón.

Hasta aquí, algunas cuestiones teológicas suscitadas por la condición sacramental del diaconado, en parte provocadas por la nueva figura del diaconado permanente. Pero, además, los diáconos casados, vistiendo muchas veces un clergyman impecable y paseando del brazo de su mujer, han provocado no pocas perplejidades entre los fieles, más en unas latitudes que en otras. Tienen derecho al traje clerical, porque son clérigos. Con todo, en un momento en que algunos cuestionan la ley del celibato sacerdotal, enfrentándose incluso a la autoridad jerárquica, el detalle que acabo de señalar no es asunto baladí. Por ello, el Concilio advirtió que deben ser las conferencias episcopales las que deben considerar la oportunidad de establecer diáconos permanentes.

Al mismo tiempo, si se consigue substanciar las carencias sacerdotales con diáconos permanentes, cabe la posibilidad de que se enfríe la pastoral vocacional, de modo que habiendo pocas vocaciones para los seminarios diocesanos, se abandone el fomento de ellas.

La Iglesia es inconcebible sin sacerdocio. Una pastoral vocacional poco activa en este punto podría pervertir el modelo genuino y original de Iglesia, fomentando expresiones de la Iglesia más en consonancia con el modelo eclesiológico surgido de las Confesiones reformadas.

En el nº 2.707 de Vida Nueva.

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