El Prado descubre la anónima maestría de Maíno

El dominico es reivindicado por el museo madrileño como uno de los grandes pintores del Barroco

Adoración-Magos-Maíno(Juan Carlos Rodríguez) El dominico Juan Bautista Maíno (Pastrana, Guadalajara, 1581-Madrid, 1649), fue un artista que se prodigó poco y que acreditaba una técnica “tan sofisticada como elegante”, según el director del Museo del Prado, Miguel Zugaza. Pese a ello, la historia del arte le había enclaustrado en la sombra, quizás por su dificultad de situarlo, de acotarlo: un español que pintaba como los italianos, pero que, a la vez, preservaba una profunda originalidad y modernidad, además de la tardía y difícil identificación, tanto de sus datos biográficos como de sus obras. “Esta exposición nos permitirá rescatar del anonimato a un pintor que guarda una exquisita equidistancia entre el clasicismo de Carracci y el naturalismo de Caravaggio”, precisó Zugaza.

La muestra es ambiciosa ya desde su título: Juan Bautista Maíno. Un maestro por descubrir. No en vano, es la primera monografía que se le dedica al pintor en cuatro siglos “para explorar y apreciar en profundidad la verdadera talla artística de este pintor, cuya vocación religiosa pudo apartarle de una carrera artística más productiva, pero le facilitó formación teológica y humanística, dignidad social y una relación directa con Felipe III como profesor de dibujo del príncipe heredero, el futuro Felipe IV”, según la comisaria de la exposición, Leticia Ruiz Gómez, jefa del Departamento de Pintura Española hasta el 1700 del Museo del Prado.

La pinacoteca reúne casi toda la producción conocida del pintor alcarreño, 37 obras de las 40 que se han conservado hasta hoy, incluidas siete que nunca se han expuesto en público y algunas otras que, hasta la fecha, sólo se conocían en España por reproducción fotográfica. Conjunto que se ha contextualizado con otras 26 pinturas de contemporáneos tanto italianos –Caravaggio, Guido Reni y Carracci, entre otros–  como españoles: Velázquez, Luis Tristán o Pedro de Orrente.

Escuela Toledana

Juan-Bautista-MaínoHasta ahora, el reconocimiento a Maíno apenas había pasado de la elogiosa y breve referencia que hace de él el historiador alemán Carl Justi a finales del siglo XIX, quien afirmaba que “nadie llegó tan cerca de Caravaggio como este dominico español”. Justi inserta a Maíno en la Escuela Toledana, contemporánea de Velázquez. “Aunque breves, sorprenden las líneas dedicadas a este pintor, al que durante dos siglos y medio la historiografía artística sólo había dedicado algunos elogios, unas pocas notas someras sobre la excelencia de su pintura y unos cuantos lugares comunes a propósito de una biografía a todas luces escasa”, explica Leticia Ruiz. Porque cierto es que de Maíno apenas sabemos mucho: que nació en Pastrana, hijo del matrimonio formado por un comerciante de origen milanés llamado como el pintor –de hecho, algún investigador describe a Maíno como milanés por su origen familiar o quizás confundiendo a padre e hijo–, y la lisboeta Ana de Figueredo. Pasó su adolescencia en Madrid y, en una fecha imprecisa pero que se supone hacia finales del siglo XVI, viajó a Italia, donde tendría una decisiva formación pictórica vinculada a las dos grandes corrientes generadas en la Roma de 1600: el revolucionario naturalismo de Caravaggio y la revisión clasicista de Annibale Carracci y la escuela boloñesa. “Maíno vivió en primera persona toda esa confluencia de aportes y estilos –señala Leticia Ruiz–, y así lo manifiesta su pintura, caracterizada por un dibujo vigoroso y descriptivo, la monumentalidad escultórica de sus figuras, trazadas con una iluminación contrastada e intensa y un colorido vivo y saturado, con profusión de amarillos, ocres, azules cobaltos y bermellones”.

Poco más, a excepción de que en 1613 ingresa en los Dominicos, en el monasterio de San Pedro Mártir de Toledo. Pero dejemos a la comisaria de la exposición del Prado contar su olvidada historia: “La lectura que del pintor hizo Justi fue, sin duda, un punto de inflexión. Hasta ese momento, las fuentes españolas describen a Maíno como un hombre culto y respetado que participó en la vida cultural de Toledo y Madrid y alcanzó la confianza de Felipe IV.

Poetas como Baltasar Elisio de Medinilla o el más afamado escritor del momento, Lope de Vega, le dedicaron algunas estrofas poéticas cargadas de adjetivos tópicos, pero que son notables reflejos de la fama alcanzada por el artista, al que Lope pone a la par de Alonso Sánchez Coello, Navarrete el Mudo y Diego de Urbina, o de sus contemporáneos Vicente Carducho, Eugenio Cajés y Juan van der Hamen. Llegó incluso a vincularlo con Tiziano, el paradigma de la mejor pintura en la corte española en el siglo XVII”. Aunque también se refiere a él Francisco Pacheco en su Arte de la pintura (1649), donde describe a Maíno como persona “de gran conocimiento en la Pintura”. Y, sobre todo, Jusepe Martínez en Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura, en donde escribe, aproximadamente en 1673, aunque el texto no se publica hasta dos siglos después: “Fue este noble religioso amigo de sus amigos, y a sus profesores los trató con grande admiración; no hizo muchas obras, que como él no pretendía más que lo que tenía, no cuidó más que su comodidad”. Frase que ha servido para explicar la escasa producción pictórica del pintor. Poco más. Salvo Antonio Palomino en El Parnaso español (1724), en donde, al tiempo que convierte al dominico en discípulo del Greco en Toledo, le describe tajantemente: “Fue uno de los más eminentes pintores de su tiempo”. Afirmación que, más o menos, se ha sostenido entre teóricos de la pintura barroca española, como August L. Mayer, Roberto Longhi y Alfonso Pérez Sánchez, quien elogió “la importancia, significación y belleza” de su obra, describiéndole como, “sin duda, la personalidad más fuerte y atractiva entre los artistas que trabajaban en Madrid”. Aunque el ex director del Prado discrepa con Martínez y Palomino: “Fue un artista más solicitado y activo de lo que las palabras de Palomino permitieron suponer”.

Retrato-caballero-MaínoEn cualquier caso, Leticia Ruiz no ha podido constatar más que la supervivencia de 40 obras documentadas como autoría de Maíno, aunque sólo siete están firmadas, entre ellas, algunas de las más conocidas, como La Adoración de los pastores del Ermitage y el velazqueño Retrato de caballero –probablemente un autorretrato–, que el Museo del Prado adquirió en 1936. Es la pinacoteca madrileña la que cuenta actualmente con el grupo de obras más importante, tanto en calidad como en número, con un total de 14 pinturas. Entre ellas, La recuperación de Bahía (1634-35), su obra más emblemática, destinada a decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, y que procede de las Colecciones Reales. Mientras que el resto llegó a la pinacoteca desde el extinto Museo de la Trinidad: las 10 obras que conformaban el Retablo de San Pedro Mártir, la gran tela del Pentecostés depositada en la iglesia de los Jerónimos de Madrid, y una excelente versión de Santo Domingo en Soriano, la más divulgada de sus iconografías, aunque el original que se puede ahora ver en la exposición procede del Museo del Ermitage de San Petersburgo. Otros préstamos significativos son San Pedro arrepentido, procedente de la Galería Barbié de Barcelona, y Magdalena penitente, de una colección particular suiza. El planteamiento expositivo es cronológico, a través de ocho ámbitos temáticos empezando por sus primeras composiciones para el Retablo de Pastrana, obras de pequeño formato y paisajes, las cuatro pascuas para el Retablo de San Pedro Mártir, retratos, obras de gran formato y santos, finalizando con La recuperación de Bahía.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.680 de Vida Nueva.

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