Fanny Rubio: “Tenemos que despertar al Dios de la fraternidad”

Una década después de ‘El Dios dormido’, la escritora Fanny Rubio reflexiona sobre María Magdalena y la literatura contemporánea

(Juan Carlos Rodríguez) Escuchar a Fanny Rubio (Linares, 1947), sumergirse en su pasión y en su fascinación por las palabras, siempre es extraordinario. Pero escucharla reflexionar, sentir, acerca de María Magdalena, de Jesús, de su novela El Dios dormido (Alfaguara), es aún más emotivo. Toda una década ha transcurrido desde que esta poeta, doctora en Filología Románica y profesora de Literatura Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, publicó El Dios dormido, una novela reveladora, sugerente, bellísima, de una mujer, Mariam de Betania, que en soledad y en duelo, rememora la muerte de su amado: el “Sanador”, Jesús, un amor imposible, al que aún podrá ver una última vez, ya resucitado. “Era una mujer inteligente, rica, fascinante, enigmática”, señala Rubio, de la Magdalena protagonista de una obra que contiene el ritmo de la poesía y el misterio de las palabras. Y respeto, mucho respeto por la experiencia religiosa y por no atravesar los límites de la Teología.

Ya había mucha documentación teológica y muchas interpretaciones históricas cuando yo me puse a trabajar en la novela y afronté una profunda lectura de todas ellas -explica-. La idea, sin embargo, nació sola, no de ningún libro, sino de una canción de Patty Smith que escribió acerca de la idea de que ‘el hombre que amas se ha acabado de morir’. Y eso me hizo pensar en qué habría sentido María Magdalena. Aquella frase rebotó en mis oídos. ¿Qué hace alguien cuando recibe la noticia de que la persona que ama acaba de morir? Grita. Y ese grito de Mariam de Betania fue el germen.

Han pasado diez años, pero la novela vive… Siempre me encuentro con María Magdalena y con esta novela, se me aparece en conversaciones en sitios más insospechados: en charlas sobre poesía, sobre amor extremo o místico, sobre el duelo… que es un tema que casi nadie quiere tocar. Tienen algo de sagrado en la cultura occidental y religiosa, incluso en la laica. Es frecuente que me vaya encontrando con hilos que me conducen a El dios dormido. En museos de todo el mundo, por ejemplo. Porque Magdalena aparece reiterativamente en la pintura sagrada. Ella es una buscadora, la que llena su existencia de palabras. Es una figura que asalta en cualquier rincón. Ahora una compañía de teatro vanguardista lo está representando en algunas iglesias de Roma.

¿Cómo recuerda su proceso creativo?

Me dio muchísimo placer escribirla y dolor, también. Fue apasionante para mí y, en cierto modo, sigue siéndolo. Porque veo que también ha sido apasionante su lectura para profesores de arameo o para teólogos muy notados, que han destacado de ella capítulos como el de la expulsión de los demonios, e incluso lo han recomendado en clase. Para mí, que no vengo del mundo religioso, me llena de satisfacción ver que es una novela que no rompe, que no desmonta, ningún presupuesto de nuestra cultura. Aunque es cierto en la novela que Mariam de Magdala no aparece trabajada como un personaje religioso, sino simplemente narrativo.

En diez años, la utilización literaria del personaje de la Magdalena ha cambiado mucho.

Es verdad que hay una tendencia moderna a escudriñar su figura. Es verdad que mi novela fue, si no la primera, de las primeras, en recuperarla en España. Hay un libro que a mí me gusta mucho, porque coincido plenamente con él, escrito por la teóloga Carmen Bernabé, que es importante para mí. Era realmente una aristócrata judía que siguió a Jesús, no una prostituta arrepentida como se nos ha hecho creer. No podemos obviar que en todos los evangelios gnósticos aparece como una seguidora de Jesús, como la persona que recibe el legado de la resurrección, como el gran símbolo del duelo. Hay referencias a ella contundentes. Pero me concentro en la mirada de una mujer enamorada de un varón probablemente inalcanzable, de su maestro o sanador, que tiene una misión ajena a ella y que se interpone entre ambos. Me gusta esa alusión a Jesús como “Sanador de palabras” que muchos le daban, un hombre fascinante que en mi novela es, sobre todo, sanador de cuerpos, sanador de almas.

Una regeneración

¿El proceso espiritual que viven los personajes y se traspasa al lector también lo vivió?

Estuve trabajado diez años en la novela, y a veces tenía la sensación de que no quería acabarla, porque en sí mismo el proceso creativo estaba resultando transformador, espiritual. Quería también sacarme mis propios duelos escribiéndola. Fue una regeneración. Pienso que, y eso me llena de orgullo, es un texto que admite lecturas religiosas, heterodoxas y laicas. Claro que también quería sacarle el mayor provecho narrativo a la novela, pero no desde el punto de vista mercantil. Porque esta Magdalena de la que nos han inundado ahora no tiene ni pies ni cabeza, e puramente comercial, con un poco de magia, un poco de erotismo, un poco de historia y un poquito de astrología. Una bobada. El código Da Vinci es, por ejemplo, uno de estos subproductos en los que la figura misma de la Magdalena es lo que menos interesaba.

¿Por qué le fascinó María Magdalena?

Desde niña me fascinaron mucho dos mujeres de la Biblia. Una del Antiguo y otra de Nuevo. La mujer de Lot, la única que no tiene nombre en la Biblia, que representa la memoria, la desobediencia. Y, por supuesto, Magdalena, que sigue presente en mi vida. El personaje me encandiló tanto que, en cierto modo, me hice Magdalena hace tiempo. Tiene una fuerza, una inteligencia, un atractivo… Pero para mí su gran regalo en la novela son las palabras, los diálogos amorosos, esa manera de hacer que se despierte el Dios que tenemos dentro, el Dios dormido que habita dentro de los humanos, ese Dios que es Amor.

Y que está más dormido que nunca…

Yo creo que sí, que está más lejos que nunca. La sociedad contemporánea no deja pensar, no dejar sentir, el consumo compulsivo. Quizás estos momentos de crisis nos pueden hacer descubrir que estamos innecesariamente rodeados de materiales, de objetos, de residuos. Y eso nos haga prestarle más atención a ese Dios que todos tenemos dentro, que es la voz de la conciencia, de la fraternidad, del encuentro con el otro… y que tenemos que despertar. En mi novela, esos discípulos que siguen a Jesús son un grupo de utópicos rebeldes que quieren crear un mundo distinto. En ese sentido, creo que estamos muy cerca de volver a la rebeldía, a la búsqueda de un mundo mejor, que tantos religiosos y laicos están queriendo construir.

La literatura contemporánea no contribuye demasiado a ello, ¿no?

Los últimos veinte años han sido muy baratos narrativa, literaria y culturalmente hablando, y han costado muy caro. Años en los que mucha novela entraba en la mercantilización, en los que mucho escritor se ha convertido en showman. Años de espectáculo más que de pensamiento. Ha habido autores, como Javier Marías o Manuel Longares, que no han renunciado a pensar, pero no ha sido la novela por la que se ha preocupado el mercado, ni ha sido impuesta por los distribuidores, ni estado de moda en los suplementos literarios.

Tampoco la literatura religiosa, espiritual…

La hemos tenido en la poesía. Con un poeta fundamental, constante en la búsqueda de lo espiritual, aunque no fuera católico prácticamente, como era José Ángel Valente. Desde los años 70, desde La memoria de los signos, lo místico, lo espiritual, la palabra sagrada está muy presente en su poesía. Estaba subyugado por el Evangelio de san Juan. Una poesía para todos quienes buscamos un mundo diferente.

¿Cómo observa el hecho religioso hoy día?

No quiero molestar a nadie, pero sí que es verdad que después de dos años en Roma como directora del Instituto Cervantes y de conocer bien el Vaticano, he advertido que en la Iglesia Romana hay como más variedad, más apertura, ecumenismo, más espacio para los disidentes que en la Iglesia española. Con mucha cultura, con mucho buen hacer. Me molesta que habiendo tantas posibilidades de encontrarnos unos y otros, en España no lo tengamos claro. No tiene sentido.

En el nº 2.647 de Vida Nueva.

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