Una casa para el hijo pródigo que quiere forjar su voluntad

El centro ‘Oikía’, en Santa Cruz (Bolivia), abre un horizonte a los niños de la calle

(María Gómez) Miércoles a mediodía. En una esquina, un muchacho joven tirado en el suelo, la cara pegada a la arena, medio durmiendo. Cualquiera aseguraría que está borracho. Su boca parece morder el polvo. Malviste una camiseta sucia -una polera, dicen en Bolivia-, no se sabe ni de qué color, y un pantalón corto, viejo y roto. Todo mugriento y maloliente. En los pies, unas chanclas rotas. Es una historia real, tan real como que el chaval estaba cerca de la casa de Pepe Cervantes, en el barrio de ‘Plan 3000′ en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), y cuando éste se lo encontró, le cambió la vida. Al chaval, y a Pepe.

“Me acerqué para preguntarle qué le pasaba. Apenas podía contestar, era como si no supiera hablar. Le pregunté por su nombre y me lo dijo. Con la voz entrecortada sólo respondía con monosílabos en mi intento de dialogar con él. Era como si no quisiera saber nada de sí mismo, y mucho menos contarlo a alguien. No miraba a la cara, sino que permanecía con la cabeza agachada. Le pregunté si quería comer algo y le di un bocadillo de queso. Empezó a comer y me senté junto a él para acompañarle y charlar con él. No estaba borracho, sino hambriento”. No es que no supiera hablar, sino que no podía articular palabra alguna.

Este relato lo plasmó Pepe en un artículo titulado “No tengo a nadie en el mundo”. En él recoge lo que el chico le contó, cómo le abandonaron sus padres, cómo se escapó del hogar para niños desamparados con ocho años y que sobrevivía desde entonces rondando el mercado, fumando de vez en cuando marihuana y tomando a veces alcohol puro. “Hastiado de sí mismo, estaba derrotado”, escribió Pepe, quien le respondió: “Me tienes a mí”. Y juntos iniciaron un largo proceso de recuperación, primero comida, antibióticos y pomada, luego el documento nacional de identidad, porque los niños de la calle, como el joven que Pepe se encontró, ni siquiera existen legalmente…

Un fenómeno social

“Al atender al chico, me di cuenta de que aquél no era un caso particular, sino que era un fenómeno social en aquel barrio de extrema pobreza”. Así que Pepe se empeñó en diseñar un proyecto de ayuda a niños pobres, abandonados y marginados. Poco a poco, ha conseguido levantar una casa de acogida donde los chicos pueden descubrir algo que no han tenido: “El principal problema que he encontrado en ellos no es sólo las carencia básicas, sino necesidades humanas como el cariño. Son chicos que están destrozados. Si no fuera porque tengo fe y esperanza en Dios, no creería en la redención de una persona tan desecha en una fase tan determinante de la vida. En sus historias son víctimas. Un niño no es un delincuente, y si comete delitos es porque hay algo roto”.

José Cervantes en un sacerdote murciano que llegó a ‘Plan 3000′ hace más de seis años. Su discurso es claro; su tono, cálido. Alrededor de un café, habla con serenidad, pero con pasión a la vez, de la problemática que se encontró a medida que se fue metiendo en ella, de las metas que se marcaba a corto plazo, del objetivo final que espera conseguir para con estos chavales, de las dificultades, las motivaciones…

Ya en el seminario había descubierto que “la mejor forma de servir a Dios era dedicarme por completo a él” y que “la mejor manera de entregarle mi vida era ponerla a servicio de los demás”. Eso le llevó a estudiar e investigar la Biblia y el Evangelio, y es doctor en Teología Bíblica y en Filología Clásica y licenciado en Sagrada Escritura, entre otros muchos títulos. Consta también en su currículum el ser fundador y director, desde 1994, de la revista Reseña Bíblica, de la Asociación Bíblica Española; miembro fundador del Foro Ignacio Ellacuría-Solidaridad y Cristianismo; miembro del Comité de la Revisión y Traducción de la Biblia, de la Conferencia Episcopal Española; y columnista del periódico La Verdad, de Murcia. A primera vista, un perfil académico como éste podría no conjugar con el perfil de un misionero entregado en un barrio perdido del Tercer Mundo, pero Pepe defiende que todo es lo mismo. “La Palabra de Dios se transmite sobre todo con el testimonio de nuestra vida, especialmente en el servicio a los pobres del mundo”, por eso el hecho de ser misionero es algo que ejerce de las dos maneras: “Las múltiples tareas que desempeño como sacerdote tienen esa única motivación y eso es lo que unifica la vida y me da una armonía espiritual en las muy diversas circunstancias en las que tengo que vivir”.

Acogida diaria

Ahora mismo está a punto de marcharse a Bolivia, que es donde está entre febrero y septiembre, ejerciendo de vicario en la Parroquia de Cristo Misionero. Como sacerdote, dirige la casa Oikía, un proyecto enteramente de la Iglesia y cuya identidad jurídica pertenece al arzobispado de Santa Cruz de la Sierra, sede del cardenal Julio Terrazas. Oikía -“en griego significa casa, hogar, es la casa del hijo pródigo”, explica Cervantes- se articula en dos centros: Oikía Día y Oikía Noche, que no constituyen una institución permanente de formación estable, sino de acogida diaria. Cada día, los chicos y las chicas pueden ir a Oikía Noche, dormir allí y, después de desayunar, pueden salir a la calle o ir a Oikía Día, donde les ofrecen actividades propias de niños (talleres deportivos, culturales, etc.). Por la noche, de nuevo eligen si quieren ir a Oikía Noche, donde un médico está disponible para atender los “cuerpos dolidos” que pueden llegar en cualquier estado.

Así se trabaja la parcela de los sentimientos, lo más difícil en una personalidad resquebrajada. Se sabe porque enmascaran su tristeza enorme con violencia y agresividad, pero al conocerles y estar un rato con ellos, cuenta Pepe, se encuentran consigo mismos y no hay uno que no termine llorando. “Estar aquí no es algo que hacen porque nosotros se lo decimos, sino porque lo deciden. Es un principio educativo básico: ellos tienen la posibilidad de elegir, cada día dos veces, y aprenden de la experiencia. Nuestra pretensión no es sólo darles comida o un nivel cultural, sino que ellos experimenten que es posible vivir, convivir, dialogar, respetar…”.

Junto con el personal contratado, Pepe cuenta con un grupo de voluntarios bolivianos y españoles que están allí seis meses o un año. “Venir no es hacer una aventura solidaria, ni vienen a resolver sus propios problemas, sino para ayudar a gente que está al borde de un abismo”. Les pide una carrera universitaria, “porque ese nivel nos da una comprensión de la complejidad de las cosas, porque las cosas no son simples, y mucho menos en los seres humanos. El análisis de lo que significan los niños de la calle como expresión de todo un mundo de marginación, de pobreza, de una de las manifestaciones singulares del Tercer Mundo en la periferia de las ciudades grandes… Todo eso obedece a muchos factores que no vamos a resolver, pero conocerlos implica atender con seriedad, e ir con una perspectiva de esperanza y realismo: sabemos que vamos a hacer una acción muy puntual, que es ayudar a 20, 30 o 40 niños, y nada más, nosotros no somos los redentores del mundo. Somos una acción muy concreta que se enmarca en una acción social de otra envergadura, pero lo nuestro es conocer profundamente este problema”.

“Soy una persona feliz. Vivir y hasta llorar con estos niños es lo que da sentido a mi vida”, afirma. Le guía a Pepe una certeza importante: “Mi pasión es la Biblia, y la mejor lectura del Evangelio la he encontrado en los pobres”.

Una filosofía, dos parábolas

La filosofía de Oikía viene ilustrada por la parábola del hijo pródigo y por la del buen samaritano. “Ambas son parábolas de la misericordia, que es el corazón humano que se vuelca en la miseria”, explica Pepe Cervantes. El sacerdote está convencido de que hay que atender al que está en los márgenes de la sociedad, “siempre confiando en su propia libertad, que es lo que les puede afianzar para poder salir de donde están. Hay veces que casi los daríamos por imposibles, pero creemos en el principio de redención. Habrá una posibilidad, descubrirla es nuestra tarea”. A la casa le puso el nombre de Oikía porque “aunque haya sólo uno, ya ha venido, ha vuelto y ya tiene la posibilidad de vivir con dignidad”.

 En el nº 2.645 de Vida Nueva.

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