No hay medicinas para los pobres

África consume tan sólo el 2% de los fármacos del mundo

(José Carlos Rodríguez Soto) Si un habitante de una aldea remota de la República Centroafricana visitara una farmacia en España es muy posible que pensara que se ha equivocado de establecimiento. En su país, como en muchos otros de África, las farmacias funcionan al mismo tiempo como clínicas y no es raro encontrarse con una fila de mujeres con niños enfermos haciendo cola a la entrada de lo que puede ser un simple chamizo atendido por una enfermera (a menudo no cualificada) donde unas modestas estanterías exhiben lo más esencial: medicamentos para el paludismo, antibióticos, sueros de rehidratación oral, cajas de aspirinas o paracetamol y poco más. Seguramente, lo que más le sorprendería en cualquier farmacia de nuestro país serían los llamativos anuncios de productos milagro que prometen a sus consumidores lucir una piel morena, evitar la caída del pelo, levantar el ánimo si uno se siente triste, tener unos dientes más blancos, recobrar el vigor sexual en edades tardías y, sobre todo, adelgazar en pocas semanas. 

A poco que se piense, esto debería sorprendernos a todos. ¿Realmente que se nos caiga el pelo a cierta edad, pasar por algún bajón emocional en momentos difíciles o tener una piel más bien blanca son problemas médicos? Si no lo son, hay quienes los convierten en tales y ganan enormes cantidades de dinero por ello, aunque sea a costa de olvidarse de los verdaderos problemas de salud que causan la muerte a millones de personas en los países más pobres. Un estudio publicado hace dos años por la monja benedictina y doctora en medicina Teresa Forcades (Los crímenes de las grandes compañías farmacéuticas) afirma que “los criterios médicos se pueden manipular a fin de crear estrategias para definir nuevas patologías, en función de los intereses de las compañías farmacéuticas”. Es algo así como “inventarse una enfermedad o hacer pasar por patológico lo que son estados normales de la vida”. De esta forma se generan beneficios multimillonarios. El caso más conocido es el de la Viagra, comercializado en 1998 por Pfizer, la principal compañía farmacéutica norteamericana de Estados Unidos. “Tres años más tarde (2001) -afirma la doctora Forcades- a 17 millones de hombres les había sido recetado este medicamento y su volumen de ventas superaba los 1.500 millones de dólares. Los directivos de Pfizer se preguntaron: “Y si fuera posible conseguir un éxito semejante con un producto similar dedicado a las mujeres?”. De este modo, la empresa Pfizer movilizó recursos para organizar conferencias internacionales (financiadas por otras 20 empresas farmacéuticas) y publicar artículos supuestamente científicos que proclamaron la existencia de una nueva enfermedad: la “disfunción sexual femenina”. Sin embargo, hace cuatro años la agencia reguladora de los medicamentos en Estados Unidos impidió que se comercializara el primer medicamento destinado a sanar esta supuesta dolencia (un parche de testosterona de los laboratorios Procter & Gamble) debido al peligro de que entre sus efectos secundarios se encontraran enfermedades cardíacas y cáncer de mama. Hasta aquí llegó el invento, que ha quedado paralizado. Al menos de momento.

No resulta rentable

Pero volvamos de nuevo a nuestro hipotético visitante de la República Centroafricana. Si quisiera comprar en la farmacia medicamentos para tratar la enfermedad del sueño (tripanosomiasis humana africana) causada por la picadura de la mosca tse-tse, endémica en su país y en los vecinos Congo y Sudán y que causa la muerte a más de 150.000 personas al año, no podría hacerlo. Ni en Europa ni en ninguna otra parte del mundo. El único fármaco disponible para tratarla es el melarsoprol, muy doloroso de inyectar, en muchos casos ineficaz y que puede causar la muerte de entre el 3 y el 10% de los pacientes a quienes se les administra, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Existe, sin embargo, un medicamento más efectivo y seguro: la eflornitina, usado como principio activo del tratamiento conocido como DFMO. Pero su fabricante abandonó su producción en 1994 porque no le resultaba rentable. La eflornitina, sin embargo, se usa como principio activo de cremas que evitan el crecimiento del vello. Su uso en cosmética reporta, sin duda, muchos más beneficios que si se utilizara para fabricar medicamentos destinados a curar una enfermedad que afecta a poblaciones que no tienen ningún impacto en la economía global. En 1998, Médicos Sin Fronteras (MSF) y la OMS negociaron con la internacional farmacéutica Aventis poder usar el stock remanente de DFMO hasta que se agotaron sus existencias al cabo de un año. MSF, que desde hace algunos años lleva adelante una importante campaña para llamar la atención sobre las “enfermedades olvidadas”, no ha conseguido que ningún fabricante acepte producir DFMO.

El caso de la enfermedad del sueño es sólo la punta del iceberg de una realidad mucho más dramática. El conocido sociólogo suizo Jean Ziegler, ponente especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, revela en su libro El Imperio de la Vergüenza un elocuente dato: entre 1975 y 1996 los laboratorios farmacéuticos desarrollaron 1.233 moléculas nuevas, de las cuales sólo 11 tenían que ver con el tratamiento de las enfermedades tropicales. Aunque África es el continente donde las enfermedades causan más estragos, sus países sólo consumen el 2% de los fármacos registrados en el mundo. Priman los beneficios y se producen fármacos caros y superfluos para quienes puedan pagarlos, sean dermoestéticos, adelgazantes, antioxidantes, antidepresivos o estimuladores de la sexualidad, todo ello con una gran presión propagandística que intenta convencernos de que no podemos vivir sin ellos. Según el estudio de la doctora Forcades, el 10% del dinero para investigación se destina a enfermedades que padece el 90% de la población mundial, mientras que el 90% de los recursos va para investigar enfermedades que padece el 10% de los habitantes del planeta. Además, las compañías farmacéuticas más poderosas -Abbott, TAP, Astra Zeneca, Roche, Pfizer, Merck y Bayer explotan al máximo los medicamentos (incluidos los esenciales) en forma de monopolios y en condiciones que no tienen en cuenta las necesidades de los enfermos ni su capacidad adquisitiva. Eso, a pesar de que a menudo las compañías farmacéuticas recorren África buscando recursos naturales como plantas medicinales aprovechables para su industria, saltándose la soberanía de cada país sobre ellos y sin ofrecer nada como compensación

Nada ilustra mejor esta política de primacía de los intereses comerciales en el campo sanitario como el caso de los medicamentos anti-sida en África, donde mueren al año unos 3 millones de personas y donde vive la mayoría de los 40 millones de personas infectadas por el virus VIH en todo el mundo. La mayor parte fallece por falta de acceso a los medicamento antirretrovirales. Un tratamiento combinado completo cuesta hoy en España unos 9.000 euros al año (pagado por la Seguridad Social). Ante un coste tan elevado, se entiende que la única tabla de salvación para los infectados en África han sido los antirretrovirales genéricos, fabricados en Brasil, Tailandia, Suráfrica y -sobre todo- en India. Gracias a una ley de 1970, los genéricos indios podían ser comercializados en otros países pobres, al eliminar el sistema de patentes. Esto consiguió reducir el precio del tratamiento antirretroviral en el año 2005 de 1.500 a 150 dólares por persona y año. Pero el 23 de marzo de 2005, el Parlamento indio se vio obligado a aprobar, por imperativo de los acuerdos internacionales de la Organización Mundial del Comercio, una nueva ley que derogó la de 1970, para que la comercialización de medicamentos en India estuviera sometida al sistema de patentes. Esto ha encarecido los precios de medicamentos esenciales (como los utilizados para combatir la malaria y la tuberculosis, además de los antirretrovirales) más de diez veces. Una campaña de Médicos Sin Fronteras de 2005 denunciaba que, además de prohibir la producción de genéricos en los países pobres, las compañías farmacéuticas -que atacaron a los fabricantes de genéricos acusándoles de “piratería”- se negaron a comercializar en ellos los medicamentos que nos les aportaban suficientes beneficios. Un ejemplo ilustrativo fue el de la combinación antirretroviral Kaletra, de la casa Abbott. Esta compañía ha comercializado recientemente una versión de Kaletra que no necesita refrigeración (la usada normalmente en España). A pesar de la utilidad que un preparado así tendría en África debido a las altas temperaturas y a la falta de acceso a suministro eléctrico regular, la casa Abbott se ha negado a comercializarlo en África.

En numerosas ocasiones, Juan Pablo II alertó sobre la falta de ética cuando los intereses comerciales priman sobre las necesidades de los enfermos. Durante la conferencia sobre el sida celebrada en Nueva York en 2001, envió un mensaje en el que subrayó que “en muchos países es imposible el cuidado de los pacientes de sida debido a los altos costes de los medicamentos patentados”. El Santo Padre recordó que “la Iglesia ha enseñado consistentemente que hay una hipoteca social sobre toda propiedad privada, y que este concepto hay que aplicarlo a la propiedad intelectual. La sola ley del beneficio económico no puede ser aplicada a lo que es esencial en la lucha contra la enfermedad y la pobreza”. Benedicto XVI se refirió a este tema en septiembre del año pasado: “Las estructuras farmacéuticas deben preocuparse por la solidaridad para permitir el acceso a cuidados y fármacos de primera necesidad para toda la población, y en todos los países, particularmente para las personas más pobres”,

Otro aspecto que ha salido a la luz pública en años recientes es el de las investigaciones clínicas en países en vías de desarrollo. Desde la publicación del libro El jardinero fiel, de John Le Carré, posteriormente llevada al cine, estos experimentos han estado en el punto de mira de los activistas de derechos humanos. La principal acusación por parte de los críticos es que los rigurosos requisitos que regulan la realización de ensayos clínicos en los países ricos no son tan exigentes en los países pobres. Y es precisamente en ellos donde se concentran la mayoría de las investigaciones de enfermedades que aún no tienen cura. Pocos gobiernos africanos han reaccionado contra este abuso. El más llamativo ocurrió en 2007, cuando el gobierno federal de Kano (Nigeria) demandó a la multinacional farmacéutica estadouni- dense Pfizer, pidiendo 2.750 millones de dólares en compensación por los grandes daños causados tras las pruebas médicas ilegales de un medicamento para la meningitis (Trovan). Este medicamento, supuestamente produjo la muerte a 11 niños y deformaciones a otros 181, como parálisis, sordera, ceguera y daños cerebrales. La demanda fue posteriormente suspendida por un tribunal nigeriano hasta finales de enero de 2009.

El documento internacional que rige las normas éticas de toda investigación que involucre a humanos es la Declaración de Helsinki, firmada en 1964. 

En noviembre del año pasado, los Estados Unidos se dio de baja de esta Declaración de Helsinki y la sustituyó por un documento propio, llamado la Guía Clínica de Armonización para la Buena Práctica Clínica, un cambio que según se afirma en un artículo de investigadores de las universidades de Western Notario (Canadá) y de Indiana (Estados Unidos), aparecido en la prestigiosa publicación médica The Lancet, implica una rebaja en los requisitos éticos. Por ejemplo, el documento de Helsinki apunta, entre otras cuestiones, que los participantes de países pobres deben tener, posteriormente, acceso a los tratamientos ensayados, si son eficaces, mientras que el documento por el que se rige ahora los Estados Unidos no menciona nada al respecto.

En el nº 2.644 de Vida Nueva.

Compartir