El bien contra el mal, apogeo de la novela negra

(Juan Carlos Rodríguez) El bien y el mal dirimen hoy su lucha en la novela negra, un género que goza de un prestigio refulgente y que es mucho más que un banal entretenimiento literario. En El cuento número 13, la extraordinaria novela de Diane Setterfield, el Dr. Maudsley receta a la señorita Margaret una medicación infalible contra la depresión: las obras completas de Sherlock Holmes. Eso es: Arthur Conan Doyle investigando y resolviendo nuestras propias dolencias. 

Con sus excepciones, sus peculiaridades y sus clasificaciones, la novela negra sigue un patrón inamovible desde los años 30, cuando se tiró del hilo fundado por Edgar Allan Poe. Más que convencional, está limitada por su propia estructura: asesinato, desconcierto y caza del culpable. Por eso se sigue hablando de género. Pero ha incorporado un elemento que le hace elevarse hasta hablar de grandes novelas sin más cortejos, gracias al detective Martin Beck, que le dio al “género policiaco” la génesis de una identidad que encarna otra visión del mundo: escéptica y crítica con lo que nos rodea, de talante social y cáustico, de incomprensión ante los nuevos tiempos y, a la vez, de una acuciante necesidad de explicarse los porqué de esta “degeneración” de la violencia de la que somos testigos. Aunque el detective ya no está en medio del abismo, sino a un lado: un ángel bendecido en lucha contra el Mal.

La violencia está ahí: latente, extrema, cruel como las páginas de sucesos. ¿Qué ha cambiado entonces? El ángulo, por ejemplo, de la mirada. El comisario, el policía, el investigador se ha quedado fuera de ese carrusel de violencia. Nunca como ahora es el bien el que combate contra el mal. Un bien que representa la ley, pero una acepción muy personal de la ley del hombre: duda de la justicia, pero la defiende, al mismo tiempo que reivindica un ser humano y tolerante. Eso es: Martin Beck, el detective creado por el matrimonio sueco Per Wählo y Maj Sjowall durante finales de la década de los 60, abrió el camino. De ahí que hoy, otro autor sueco heredero de aquellos, Henning Mankell, prefiera hablar de “novela roja”, en vez de “novela negra”. Porque la novela denominada “social” desde Los miserables de Victor Hugo hoy se escribe con tinta policíaca. Kurt Wallander (personaje de Mankell) y Guido Brunetti (comisario ideado por Donna Leon) estarían de acuerdo. 

Sociedad contemporánea

Y se enfrentan a un mal, ciertamente, que a diferencia de hace unos años, puede habitar en todas partes. Es esta novela negra europea, sin duda, el mejor escenario donde entender y explicarse por qué se corroe la sociedad contemporánea, hacia donde vamos y por qué. Con “la cara tan redonda y obtusa como un budín de Norfolk”, el Padre Brown, la genial creación de G. K. Chesterton, simboliza, como ningún otro “investigador”, la lucha permanente entre el bien y el mal. El Padre Brown, con su “simplicidad de santo”, es un detective atípico porque, en realidad, no pretende tanto descubrir al asesino -que lo hace- como ofrecer una lección moral: somos malignos porque somos humanos. La maldad, de lo lejos que se puede ir en su busca y de cómo puede enmascararse ésta bajo una apariencia convencional, es la gran plaga de la sociedad contemporánea. Y, por supuesto, el motor de la novela negra. Ese “sentido moral” resulta que, décadas después, se ha aposentado en la novela negra contemporánea como una condición necesaria. En Stieg Larsson, por ejemplo. En La máscara de Midas, relato escrito el año de su muerte, en 1936, Chesterton se explaya a propósito de un banquero y las nuevas formas de enriquecimiento deshonesto. ¿No es lo que hacen ochenta años después Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, los personajes de Larsson?

Chesterton, en cierto modo, impuso en el género negro y criminal la subversión: el detective, policía, periodista, historiadora, cura, hacker, sea cual sea la apariencia que emplee la defensa del bien, combate no sólo el delito, sino también un mundo regido por el falso igualitarismo, los prejuicios y la ausencia de justicia. Y ahí están, abocados al mismo destino: Ian Rankin, Denise Mina, Erin N. Hart, Henning Mankell, Liza Marklund, Karin Fossum, Äke Edwardson, Fred Vargas, Jean-Claude Izzo, Andrea Camilleri, Batya Gur, Arnaldur Indridason, Yasmina Kadra, Filipa Melo… hasta los nuestros, Lorenzo Silva, Alicia Giménez Barlett, Juan Madrid, Andreu Martín y Francisco González Ledesma. Desde Poe, Conan Doyle y Chesterton, la novela negra es un blues con sus fronteras y estructuras muy marcadas -un detective o comisario como solista-, pero que cada autor interpreta con su propio genio. Es el intérprete quien añade todo tipo de matices y hace que cada entonación sea diferente. Las partituras no se renuevan. Sobre todo, en los EE. UU., donde lo negro languidece con algunas excepciones desde los extremos que representan James Ellroy, John Connolly, Denis Lehane o Dan Fasperman, quienes no tienen casi nada que ver el uno con el otro. La novela de espías, primero, y de intriga -ocultista, literaria, o como se quiera llamar- después, le ha robado la clientela. Y hasta la imaginación.

Propiamente no debiera hablarse de “novela negra”; hoy lo que se escribe, lo que triunfa, es estrictamente el “género policíaco”, que en Estados Unidos, se ha ido volviendo insípido, pero que ha encontrado en Europa su meca de la mano de una abultada nómina de grandes escritores. Lo “negro”, esa combinación explosiva de bajos fondos, ley seca, tiroteos y violencia, evidentemente, se ha ido decolorando, mestizándose, ha evolucionado. De la misma manera que el detective novelesco ha dejado de ser parte de esa violencia y se ha quedado en la esquina. Observando y actuando, pero ya no cocea. James Sallis y Jerome Charyn son, quizás, los últimos mohicanos de ese modo de ver el mundo que fundó Dashiel Hammett. Pero, hoy por hoy, la novela policiaca tiene en Europa su escenario más renovador y poderoso. Y a la vez su gran mercado. De autores y de lectores. Nunca ha habido tantos autores y tan buenos. Y lo mismo podría decirse de los lectores. Es la culminación de un largo camino que iniciaron Wählo y Sjowall durante finales de la década de los 60 y principios de los 70 y que prosiguieron otros maestros como Manuel Vázquez Montalbán, casi una década después. 

El detective de novela negra es un maniático, a veces un psicópata que ha encarrilado hacia el bien su particular concepción de la justicia y de las normas. Un tipo extravagante, raro, incomprendido, pesimista, culto la mayoría de las veces, universitario, humano, en torno a los cincuenta años, de fracasada vida amorosa -excepto Brunetti, Jaritos o el Cetin Ikmen de Barbara Nadel-, que cree que hay que hacer las cosas a su modo y sin interferencias, furibundo, rebelde con sus superiores, casi siempre honrado, empeñado en seguir en la Policía porque “si no quién lo va a hacer”… Peter Robinson, creador de Alan Banks, lo describe: “Las historias policiacas de hoy son muchos más creíbles de las que escribió Agatha Christie, porque los personajes son más complejos y los detectives tienen vidas de verdad…”. Al lector no le importa ya sólo la trama, sino que busca, y encuentra, pura novela en la novela, la cotidianidad de cada día. Los escritores policíacos actúan así como un eco en el que reflexionan sobre lo que preocupa en la calle y, en algunos casos, avisan de lo que vendrá, visionarios a veces. Y aportan al mundo un poco de bondad.

En el nº 2.644 de Vida Nueva.

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