¿Puedo hacerle un favor?

La Navidad es tiempo de darse y regalarse. Como hace el personaje de este cuento que nos escribe Pablo d’Ors

¿Puedo hacerle un favor?

Eso es, exactamente, lo que solía decir.

Abordaba a cualquiera -hombre o mujer, joven o viejo, no tenía preferencia-. Y le preguntaba, con toda educación, casi con timidez:

– ¿Puedo hacerle un favor?

Por lo general, todos quedaban desconcertados.

– ¿A qué se refiere? Respondían.

Y hasta había quien huía despavorido, dándose a veces la vuelta, oscilante entre la perplejidad y el temor. 

Cuando le daban la oportunidad de explicarse, Jakob solía precisar hasta dónde llegaba su disponibilidad.

– No sé, lo que quiera -decía con toda naturalidad-. Si quiere ordenarme algo, yo estaría encantado de complacer sus deseos.

Ante frases de este género, las reacciones eran muy variopintas. Había quien se echaba a reír y se alejaba así, riéndose. De este modo perdía la oportunidad de que Jakob le hicieran realmente un favor. Otros, más escépticos, replicaban:

– ¡Ah, sí! ¿No me diga?

A esto Jakob respondía con su habitual seriedad:

– ¡Se lo digo completamente en serio!

Esta fórmula no solía funcionar: bastaba que Jakob dijera aquello para que se acrecentara la desconfianza de su interlocutor. En realidad, hasta que conocí a Jakob nunca me había percatado de lo arraigada que está la desconfianza en el ser humano. Las respuestas a los insólitos ofrecimientos de Jakob sirvieron para que me avergonzara de mis semejantes o, al menos, de mis colegas y vecinos, desagradecidos e incrédulos por naturaleza. 

Todavía más: no faltaban quienes a la generosidad de Jakob respondían con esta pregunta infame:

– ¿Y qué tengo que hacer a cambio?

Las contestaciones eran muy variadas: desde el tipo gracioso que, convencido de su ingenio, contestaba un: ¿Sí? cállese por favor, hasta aquel que le gritaba desconsideradamente: ¡Váyase al infierno! También había quienes replicaban: ¿Sí? hágame el favor de dejarme en paz. O aquellos que esgrimían un cobarde: ¡Lo siento, tengo prisa! O incluso: No tengo dinero. En fin, la raza humana.

De cada diez personas a las que eran brindados los espléndidos servicios de mi amigo Jakob, sólo uno o dos se beneficiaron de su bondad. Fue así como me di cuenta de lo poco que conocía a mis conciudadanos. En efecto, yo creía poder adivinar (a partir de las facciones de aquellos a quienes Jakob abordaba, por ejemplo, o por su modo de caminar, o por cualquier otro detalle, ínfimo pero revelador, quiénes se avendrían a la oferta de mi amigo Jakob y quiénes, por el contrario, la dejarían pasar. Por la forma tierna y serena de mirar, pensaba yo, éste aceptará. O, por el contrario, bastaba una mandíbula cuadrada y agresiva para que aventurase que tal otro la rechazaría de inmediato. Pero me equivocaba. Casi siempre me equivocaba: la gente que desea que le hagan favores no es nunca la que parece que los aceptaría.

Por otra parte, estoy agradecido a Jakob porque me hizo el primer gran favor que le pedí el día en que el destino quiso que mi camino se cruzara con el suyo. También porque siguió haciéndome favores durante muchos años. En realidad, bastaba que yo abriese la boca para que él intentara complacerme.

Agradecido como estaba por sus continuos favores, a los pocos meses de conocerle se me ocurrió fundar una asociación de amigos de Jakob: una fundación que congregara a todos los que nos habíamos beneficiado de sus abnegados servicios. Puse un anuncio en la prensa y los amigos anónimos de Jakob fueron apareciendo al principio de uno en uno; luego se corrió la voz y llegaron por decenas. ¡Y yo que creía que eran pocos los que accedían a sus favores! Pero es que son muchos años ya los que Jakob lleva saliendo a la calle para preguntar:

– ¿Puedo hacerle un favor?

A la fundación “Amigos de Jakob” acudieron gentes de toda clase y condición: a uno le había prestado dinero (pues Jakob era de familia rica); a otro, que andaba desesperado por no haber salido nunca con ninguna mujer, Jakob le presentó a una chica, también desesperada por no haberse citado con un hombre jamás. Claro que luego estaban aquellos para quienes había realizado favores más extravagantes.

– Báileme un tango -le habían llegado a decir. 

– ¡Si pudiera usted pasarme a máquina mi tesis doctoral…!

Había favores que se referían a la familia:

– ¡Hable con mi marido, por favor!

– ¡Ayude a mi hijo a sacar el curso!

– ¡El abuelo se queda tan solo en casa!

Otros favores se referían a viajes:

– Unos días en París.

– Un crucero por el Báltico.

– Un fin de semana en una isla desierta.

Y otros, en fin, de índole claramente académica o laboral:

– Proporcióneme las preguntas del examen.

– Ayúdeme a conseguir un empleo.

– Consiga que me asciendan.

De todos los favores que hizo mi amigo Jakob a lo largo de su vida, los más frecuentes eran aquellos que genéricamente podríamos calificar de “sentimentales”. El favor que yo mismo le pedí entra en esta categoría, y si hoy soy un hombre felizmente casado, es gracias a que Jakob me presentó a quien habría de ser mi futura esposa. Gisela, mi mujer, es guapa, inteligente, hacendosa, vital… Me sentí algo torpe y confundido en nuestro primer encuentro.

– Éste es Peter -dijo Jakob a Gisela-.

Y luego, mirándome con complicidad:

– Ésta es Gisela.

Acto seguido, Jakob unió nuestras manos y se marchó dejándonos de esta guisa. Gisela y yo nos miramos, todavía con las manos unidas.

– ¿Y ahora qué hacemos? Preguntó ella.

A lo que yo respondí:

– No lo sé.

Pero no solté su mano. 

Pocos meses después, Jakob fue el padrino de nuestro matrimonio.

Esta historia de mi amor por Gisela (y el suyo por mí) la relaté poco más o menos como acabo de hacerlo ahora en la primera reunión de la fundación “Amigos de Jakob”, cuando todavía éramos tan pocos que no teníamos que dividirnos en grupos (como sucede ahora). Cada “amigo” llegaba a la hora convenida, se sentaba en alguna de las sillas del círculo y, sencillamente, relataba cómo había conocido a Jakob y cuál era el favor que le había hecho. Aquellos tiempos eran formidables. El propio Jakob se presentaba ocasionalmente en las reuniones, a sabiendas de cuánto nos alegraba su compañía.

Por causa del aumento de socios, las reuniones de la fundación tuvieron que multiplicarse. Y no sólo porque siem- pre fuéramos más los llamados “Amigos de Jakob”, sino porque todos, sobre todo los más veteranos, queríamos reunirnos con mayor frecuencia. En realidad, casi todos queríamos seguir escuchando los favores que Jakob había hecho y volver a relatar, con mayor lujo de detalles, aquellos que nos había brindado a nosotros, en particular el primero.

Pero a los buenos tiempos siguieron los malos, como suele suceder. Y lo que pasó no pudo ser peor: Jakob murió, de repente; ¡él, que parecía inmortal! Una mañana no se levantó: se quedó en la cama, plácidamente abrazado a la almohada ¡y con una misteriosa sonrisa en los labios!

Todos los “Amigos de Jakob” nos enorgullecemos al recordar el tremendo fasto de sus funerales: toda la población se echó a la calle. ¡Toda! ¡Cuántos amigos tenía Jakob, tanto dentro como fuera de la fundación! En verdad, no había prácticamente nadie en nuestra ciudad al que Jakob no hubiera hecho directa o indirectamente algún favor. Nos sentimos tristes por su desa- parición, sí, pero también orgullosos de que gracias a su muerte se hubieran unido muchos de los que de ningún otro modo, y por ningún otro motivo, habrían querido volver a verse. 

Tras la semana de luto, declarada en la ciudad, recomenzaron las reuniones. Estábamos desorientados, no sabíamos por dónde tendría que discurrir nuestro futuro. La iniciativa partió de un tal Bruno Hilbig, un joven que frecuentaba mi grupo.

– ¿Por qué no seguimos su ejemplo? -dijo el estudiante Hilbig.

Le pedimos explicaciones.

– La práctica de hacer favores no tiene por qué restringirse a Jakob -explicó Bruno Hilbig, nervioso por haberse convertido en el centro de nuestra atención. 

Acto seguido sugirió que también nosotros, sus amigos, podríamos lanzarnos a la calle para decir a quien quisiera oírnos:

– Disculpe, ¿me permite que le haga algún favor?

– ¡¿Nosotros?! -le increpamos.

Hubo algunas resistencias, pero -tras las debidas explicaciones- a la mayoría nos pareció una propuesta brillante.

– ¡Al menos lo intentaremos! -dijeron los más osados, conscientes de que ninguno de nosotros haríamos nunca los favores tan bien como el maestro Jakob.

– Es sólo como prueba -dijo Bruno Hilbig, contento de la buena acogida de su intervención, al mismo tiempo que temeroso por sus consecuencias.

Y nos lanzamos a la calle.

¿Y saben lo que pasó? ¿No lo saben? ¡Pero es que no leen los periódicos! Desde que decidimos seguir el ejemplo de nuestro fundador, Tréveris, nuestra ciudad, se ha convertido en la población más alegre de toda Alemania. Basta pasearse por las calles para advertirlo: todos sonríen complacientes; todos se ayudan mutuamente; todos se detienen unos a otros para decirse:

– ¿Puedo hacerle un favor?

Y, por cierto, saben cuál ha sido el favor que me han pedido hoy? Que escriba la historia de Jakob y los orígenes de su fundación. Sólo espero que, con estas líneas, pueda considerarse cumplido mi servicio, quedando así de nuevo disponible para poder prestar nuevamente otro favor.

 

 

 

 

 

Pablo d’Ors (Madrid, 1963) es sacerdote y escritor. Finalista del Premio Herralde de Novela en el año 2000 con Las ideas puras (Anagrama), su última obra es Lecciones de ilusión (Anagrama). También es columnista de Vida Nueva.

 

En el nº 2.641 de Vida Nueva.

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