Javier Elzo: “Jesús es un desconocido para la mayoría de adolescentes”

Sociólogo

(José Luis Celada– Fotos: José Sampedro) Muchos padres y profesores piensan que la adolescencia es como “un sarampión que se pasa con la edad”, y acaban creando estereotipos que no se corresponden con la realidad de la mayoría. Con el ánimo de desmontar algunas de estas imágenes distorsionadas, Javier Elzo ha querido dar la palabra a los verdaderos protagonistas y, en su último libro, escuchar La voz de los adolescentes (PPC, 2008). Hijos de una sociedad en permanente cambio, nuestros chicos y chicas se muestran a menudo “desnortados, sin referentes”, apunta el sociólogo vasco. Tampoco en Jesús, “un perfecto desconocido para la mayoría” de ellos, reconocen el modelo que andan buscando. 

Ha titulado su nuevo libro La voz de los adolescentes. ¿Es por aquello de que en la adolescencia la voz es uno de los signos más evidentes o identificativos del cambio? ¿O más que una metáfora se trata de una provocación?, porque los adolescentes se suelen mover más bien entre el silencio y el grito…

En realidad, mi primera idea era titular el libro El grito de los adolescentes, como continuación y complemento de otro que publiqué hace ocho años que titulé El silencio de los adolescentes: lo que no cuentan a sus padres. Pero otro escritor se adelantó con el mismo título y debí modificar mi primera idea. Pienso que los adolescentes y los jóvenes se manifiestan de diversas maneras y que hablan a través de sus silencios, sí, pero también lo hacen con sus palabras y sus gritos, a veces gritos silenciosos, por ejemplo cuando callan resignadamente para no preocupar a sus padres cuando los ven desbordados.

Pero el libro, entre sus objetivos, pretende dar la voz a los adolescentes. Hablamos y escribimos mucho “sobre” los adolescentes y “de” los adolescentes. Pocas veces les damos la palabra y, menos aún la escuchamos con atención, intentando entrar en su propio esquema mental, en su lógica interna, en su universo simbólico. Es lo que pretendo en este libro, en base a un arsenal de estudios en los que he participado, y habiendo pedido, como complemento para este libro, a 272 escolares españoles, de 16 a 18 años la gran mayoría, que me respondan libre y espontáneamente, con sus propias palabras, a determinadas cuestiones centrales que les afectan directamente: sus relaciones familiares, su vida en el centro escolar, qué buscan en el tiempo libre y cómo lo valoran, la importancia del grupo de amigos y compañeros, de sus encuentros en torno al botellón, cómo viven su sexualidad, qué piden a la pareja. En fin, cerrando el círculo que inicio con una reflexión sobre los cambios en la familia española, cómo se sitúan ante sus padres: qué les piden, cómo les ven…

Dados los cambios tan rápidos que sufre nuestra sociedad, ¿los adolescentes de hoy serán los jóvenes de mañana, o no tiene por qué?

Aunque, cronológicamente hablando, la juventud es la continuación de la adolescencia, en la realidad nos encontramos con chicos y chicas que por edad -digamos 16 ó 17 años- debiéramos calificarlos de adolescentes, y en realidad son ya jóvenes; y otros con -digamos 25 ó 30 años- que consideraríamos jóvenes, siguen siendo aún adolescentes. Me explico. Adolescente es quien, más allá de su edad, está anclado en el presente y no quiere salir de él. Joven es aquél que, sabiéndose en proceso de formación para su inserción en el mundo laboral, es consciente de que su actual situación es transitoria. Obviamente, cuanto más tarde se dé el paso de la adolescencia a la juventud mayor dificultad tendrá para situarse autónomamente en la vida, y lo hará al albur de las circunstancias de cada uno, a veces sin saber lo que quiere.

Perfil español

¿Tiene algo el adolescente español que le haga diferente al resto?

Sí. El adolescente español de hoy crece en unas circunstancias propias. Son pocos, la mayoría hijos únicos, hijos de unos padres (y alumnos de unos profesores) que hicieron la Transición, y educados más en la defensa de los derechos que en la asunción de responsabilidades, en la promoción de valores finalistas (tolerancia, respeto al diferente…) y con graves fallos en la práctica de valores instrumentales (constancia, esfuerzo…). Además, viven la gran revolución familiar. Las madres han salido de casa sin que los padres hayan entrado, las disputas intra-matrimoniales son elevadas, así como las separaciones y divorcios. Los padres, y más aún las madres, están desbordados, y en muchos casos no pueden atender a la educación de sus hijos como debieran y, la gran mayoría sin lugar a dudas, quisieran. Añádase la ausencia de referentes holísticos, y ahí tienen a un adolescente de 16 años construyendo un puzzle de mil piezas de, digamos, la Basílica del Pilar (su vida), sin tapa, sin modelo. 

¿Son los adolescentes los grandes desconocidos de nuestra sociedad, o los grandes ignorados? 

Ignorados, ciertamente, no. Basta ver la cantidad de publicidad que va dirigida a ellos, toda la masa de artículos, revistas específicas para ellos, libros (como éste mío), sin hablar ya de los pedagogos, los educadores, los psicólogos, etc. que les analizan.

Desconocidos, creo que en gran medida sí, aunque hay ciertamente padres y madres y no pocos profesores y educadores (no los meros enseñantes) que saben cómo son sus hijos y alumnos. Pienso, particularmente, en los educadores-profesores que aman su profesión. Muchas veces he pensado en lo importante que sería hacer una investigación, más cualitativa que cuantitativa, usando como base de estudio la experiencia de estos educadores.

¿Qué le pasa a una sociedad en donde algunos de sus adolescentes queman a indigentes o degüellan a compañeras de clase, como hemos visto recientemente?

Publiqué un artículo en El Periódico de Catalunya al día siguiente de la tragedia de Ripollet, antes de que se supiera el detalle de lo sucedido. Entre otras cosas, decía que “si nos detuviéramos en lo que hacen y piensan nuestros menores, descubriríamos en ellos la dificultad de asumir cualquier frustración y diferir en el tiempo lo deseado en el presente, la no aceptación del límite, sea el que sea, así como todo lo que connote autoridad exterior a la del grupo de pares, una incapacidad para gestionar la soledad, más aún para pensar en soledad y verse, como son, en su verdad”. 

Hay muchos chavales desnortados, sin referentes, en muchos casos provenientes de familias, sea despreocupadas de ellos, sea excesivamente preocupadas, sea falsamente tolerantes, en esa tolerancia que raya en la indiferencia.

Creo que, en el estado actual de las cosas, ésta será una importante explicación a tener en cuenta ante estas manifestaciones, aparentemente inexplicables, en menores y jóvenes que tienen de todo, pero que siempre quieren más, que luego no saben qué hacer con lo que tienen, que lo que quieren lo quieren al momento y que no toleran ninguna dilación al respecto. 

¿Escuchamos a nuestros adolescentes o simplemente los sobrellevamos, en espera de que “se les pase el pavo”?

En parte, creo ya he respondido a esta cuestión antes. Hay padres y profesores que escuchan, pero la gran masa piensa que la adolescencia es como un sarampión que se pasa con la edad. Entre tanto, crean el estereotipo del adolescente violento, que se pasa con el alcohol y las drogas, que come la sopa boba, etc. Ese adolescente existe, con demasiada frecuencia, pero hay otros muchos, la mayoría, que no son así, en absoluto. 

Padres y escuela

Los padres, la escuela… ¿quién pone el cascabel al ‘gato’ de la adolescencia?

Ambos, claro está. El problema es que, habitualmente, la relación entre los profesores y los padres es inexistente y, cuando la hay, demasiado frecuentemente es mala o de sospecha mutua.

¿Por qué, ahora, los padres, ante un problema de sus hijos en el colegio, creen antes a sus vástagos que a sus maestros?

Por varias razones. Señalo, demasiado esquemáticamente, dos. Diría, en primer lugar, que se ha perdido el sentido de la autoridad (expresión que tiene mala prensa) y, en segundo lugar, que es más fácil descargar la responsabilidad en el otro (el maestro) que asumir la impotencia propia ante las dificultades de la vida moderna en la educación.

La permisividad con que parece que se educa en estos tiempos a los chavales, ¿tiene que ver con cierto complejo de culpa de los padres por el poco tiempo que les pueden dedicar durante el día?

Más bien creo que responde a algo que ya he apuntado antes. Los actuales padres han crecido en una sociedad en la que la máxima de mayo del 68 del “prohibido prohibir” arraigó en España. Máxime cuando aquí veníamos de un régimen dictatorial del “ordeno y mando”. 

¿En qué medida está influyendo la cambiante configuración actual de los modelos familiares en el crecimiento del adolescente?

Sin magnificar el modelo anterior (mayoritariamente, padre ausente y madre educadora), es claro que la fragilización de los actuales núcleos familiares plantea serios problemas. Los hijos (muchas veces convertidos en meros niños) aceptan la realidad del divorcio (particularmente, cuando las relaciones entre los padres se han deteriorado hasta el punto de que hacen deseable el divorcio desde todo punto de vista), pero cuando, en una situación de conflicto superable, ven a sus padres separarse, casi como quien cambia de coche, lo viven como un trauma enorme. De ahí que vivir en una familia convivencial sea uno de sus anhelos mayores.

A la vista de estas carencias y de los desafíos actuales, ¿qué valores deberíamos inculcar en las nuevas generaciones para que puedan enfrentarse a su futuro con ciertas garantías?

En mi libro he indicado los siguientes: la competencia personal, la racionalidad; la distinción entre “el dinero como valor y el valor del dinero”, muy relacionados entre sí; la solidaridad; por un lado, la relación entre “la tolerancia y la permisividad familiar” y, por el otro, que, “más allá de la tolerancia, es precisa la necesaria intolerancia”. En sexto lugar, un valor demasiado olvidado en estos últimos tiempos, como es la “espiritualidad”; la insistencia en una distinción que nos acompaña ya casi dos décadas, esto es, la necesidad de ir más allá de la educación en los valores finalistas y poner el acento en los “valores instrumentales”; y, en fin, transmitir la ilusión para trabajar en pos de “la utopía por un mundo mejor”, valor que entiendo como el colofón y objetivo último de una acción personal y social responsable. 

Sus enseñanzas

¿Qué nos pueden enseñar hoy día los adolescentes al mundo adulto?

La veracidad y la ausencia de doblez; la lealtad a lo dicho, al amigo, a la pareja; la fidelidad, la honradez; la espontaneidad, la adaptación a las circunstancias, la revolución del día a día en detrimento de los grandes discursos, la importancia del cariño, la soterrada demanda de sentido auténtico…

En esta voz de los adolescentes, ¿suena la palabra ‘Jesús’?

Suena, pero en pocos adolescentes, y me temo que, en la mayoría, de forma confusa y difusa. Más allá de los nuevos movimientos religiosos, en los que Jesús es para sus jóvenes -sospecho, pues no tengo formación científica sobre ellos- portaestandarte, luz y refugio, constato que, para algunos escolares de centros religiosos, Jesús es ciertamente la manifestación de Dios, aunque no sean capaces de ir mucho más allá. Sin embargo, para la gran mayoría de ellos Jesús es un perfecto desconocido. Llevo años pensando que la falla no está en la catequesis, sino que está en el kerigma. Un kerigma sostenido.

Una reciente encuesta sobre la Infancia en España 2008 asegura que la mayoría de los niños, hasta los 14 años, cree en Dios y reza. ¿Qué les pasa después, que empiezan a alejarse?

Después también hay jóvenes que dicen creer en Dios y rezar. No tengo ahora las cifras a mano, pero creo recordar que superan el 40% los jóvenes de 15 a 24 años que reconocen rezar. Pero es cierto que, con la adolescencia, y más en los jóvenes poco formados, desciende la creencia en Dios. ¿Es nuestro kerigma y la posterior catequesis un tanto infantil en esos ámbitos? Necesitamos un cristianismo adulto para el siglo XXI.

En el nº 2.637 de Vida Nueva.

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