Juan Manuel de Prada: “No es tiempo de atrincherarnos”

Escritor

(Juan Rubio- Fotos: Luis Medina) “Plantearse si soy o no un escritor católico, partiendo de la consideración de que ser católico de por sí es algo extraño o incongruente en nuestra sociedad, es extraño; resulta raro porque a nadie se le ocurre decir si tal o cual escritor es bajito o rubio. Puesto que esas cosas son vistas como algo normal, nadie lo dice. A mí, en principio, es una etiqueta que me resulta molesta por ese rasgo de extrañeza que se le confiere. Lo cual no deja de ser algo disparatado en un país como España, donde debería ser frecuente”.

Ésta es la primera respuesta cuando empezamos a charlar con Juan Manuel de Prada, un escritor de largo recorrido, una mente excelente, todo un archivo bien documentado puesto al servicio de la narrativa. Juan Manuel de Prada lleva un tiempo en muchos lugares públicos y publicados, con una presencia destacada. Su palabra y su opinión entran dentro de una banda de sentido común entre los españoles. Escribe sobre fútbol o sobre cine. Su nombre está en televisión, en la radio y en la prensa. Es un hombre mediático, pero es un hombre con mirada de escritor lleno, no de escritor vacío montado en la torre esperando la inspiración.

A este escritor nacido en tierra vasca, pero afincado en su ciudad levítica de Zamora, la inspiración siempre le llega trabajando. Trabaja y se posiciona. Y lo hace desde sus convicciones religiosas.

“No un escritor pío”

“Soy un escritor católico. Pero ahora bien, ¿en qué consiste ser un escritor católico? Ésa es la gran pregunta. A veces se piensa que si eres ambas cosas, escritor y católico, has de ser un escritor pío. Y eso es un grave error, además de falso. Mary Flannery O’Connor tiene una gran frase para describir lo que es un escritor católico: ‘El escritor católico tiene que mostrar la intervención de la Gracia en un territorio que es propio del diablo’. Para mí eso es un escritor católico, buscar la Gracia sin olvidar que la literatura puede ser el territorio del diablo. Muchos católicos con un sentido algo ingenuo y almibarado leen mis novelas y se escandalizan con algunos pasajes que pueden ser realmente duros, retratando aspectos muy sombríos de la naturaleza humana. Pero el escritor católico no debe negarlos, al contrario”.

¿Te sientes una rara avis dentro del panorama literario español?

Hoy por hoy, sí. Absolutamente. Nuestro tiempo está marcado por la pérdida del sentido del arte, que a lo largo de los siglos y en todas las civilizaciones ha sido la búsqueda de la verdad más profunda del hombre, así como de su trascendencia. Nuestra época no se asemeja a ninguna otra en el sentido de que el arte se ha hecho muy nihilista. Cuando el arte pierde el sentido de la belleza, entendida ésta con mayúsculas, se convierte en un aspaviento. Hoy esto es lo que se aprecia en todas las expresiones artísticas. Hoy el artista plástico, como el pintor, trata de llamar la atención, más que proponer obras que indaguen en la belleza. Y esto se aprecia también en la literatura, que ya no es sino un tirabuzón del ingenio y no aspira a explicar el mundo. Por todo ello sí me considero escritor raro, porque mi literatura va por otro camino de la predominante hoy, lejos del nihilismo.

Para determinados sectores de la Iglesia también resultas incómodo…

Yo me fijo en los grandes escritores católicos, que siempre han sido personas incómodas. Somos signos de contradicción, incluso entre los nuestros. Para mí eso es fundamental. Ahora mismo pienso en fray Luis de León, León Bloom (que ha pasado por diferentes etapas en su fe), Leonardo Castellani (que también tuvo muchos problemas con la Iglesia)… Yo creo que ahora hay una excesiva división, monolítica. El escritor ha de revolverse contra eso, ha de ser rebelde, cuestionar las cosas. Eso no es desobediencia. Te puedes equivocar, pero la obligación es cuestionar todo, incluso los fundamentos de la fe. G. K. Chesterton afirmaba que los católicos son los que están de acuerdo con los catorce puntos del credo y son libres para cuestionar todo lo demás. A veces en el seno de la Iglesia hay un excesivo acuerdo en las cosas que no son esenciales. Debemos acudir a las raíces, a los manantiales de nuestra fe, asegurarnos en ellos y poder discrepar de las cosas del mundo. Impera una visión monolítica de la Iglesia, que es homogénea y perjudicial, pues aleja a mucha gente de su consideración como cuerpo vivo ante la sociedad. Chesterton también decía que la Iglesia es una casa con muchas puertas. Y los católicos podemos entrar en ella por diversas de esas puertas. Lo hermoso es que al entrar, por la puerta que sea, todos llegamos al mismo sitio, que es nuestra casa y nos acoge por igual. Cuando empiezan a cerrarse puertas y se dice que sólo una es válida… es peligroso. A Cristo se puede llegar desde muchas experiencias vitales. En la pluralidad, en la infinita discrepancia en lo accesorio, la Iglesia se enriquece muchísimo.

¿Cómo vas a enfocar tu colaboración en ‘L’Osservatore Romano’, el diario oficial del Papa?

En los años que vienen los católicos tenemos que ahondar en los fundamentos, ser fundamentalistas en el sentido positivo y fecundo de la palabra. Tenemos que ir a las raíces, a los manantiales. En este sentido, Benedicto XVI nos está dejando un mensaje muy evidente: las ideologías no le ofrecen al cristiano una salida. Durante mucho tiempo hemos intentado una unión con las ideologías, pero hemos comprobado que no sirve. Sólo ha traído podredumbre y fariseísmo a la Iglesia; la ha vaciado de contenido y arrancado el núcleo verdadero, adulterándola. Por eso tenemos que ofrecer alternativas al hombre de hoy, pero desde la perspectiva cristiana. Lo que no tenemos es que dejar de dialogar con el mundo, con nuestro tiempo, aunque sin perder nuestro fundamento, sin caer en el laberinto y la hojarasca ideológica que lo recubre.

En cuanto a L’Osservatore Romano, hablaré sobre san Pablo. Una figura que nos está interpelando a que prediquemos en un mundo hostil. Tenemos dos opciones: o atrincherarnos y negarnos a dialogar con nuestro tiempo o confrontarnos con él. Debemos predicar a los “gentiles”, ayudando a la sociedad a transformarse desde dentro. No podemos estar en contra de la sociedad, enrocándonos en nosotros mismos. Pero hemos de dialogar utilizando las herramientas de nuestro tiempo, lo que incluye adoptar un lenguaje atractivo y recuperar una sensibilidad abierta al arte, a la belleza y al pensamiento que los católicos siempre hemos tenido y ahora estamos perdiendo, lo cual es dramático. No tenemos que tener miedo a la sensibilidad de nuestra época, para así poder cambiarla. San Pablo, en su Carta a Filemón, se carga la esclavitud, pero antes acepta las instituciones y el Derecho romano para, desde dentro, dinamitar ese sistema. San Pablo fue importantísimo. Gracias a él, el Cristianismo no es una secta judía y sí es una religión universal.

Obispos

¿Crees que los obispos españoles van más en la línea de lo que defendía san Pablo o en la de enrocarse sobre sí misma?

No creo que vayan hacia ninguno de los dos polos. Es difícil la situación. Simplemente, la clave está en darse cuenta de cuál es el lugar en el que el contexto político ha situado a la Iglesia. Lo malo es que aún seguimos con conceptos que ya son de otra época. Esto es peligroso. La Iglesia ya no tendrá la capacidad de influencia que tenía en sociedades más homogéneas o cuando era oficial. Eso ya ha cambiado. Ahora se plantean varias disyuntivas. Una opción es que podemos aliarnos con ciertas corrientes de pensamiento, con ciertas ideologías para hacernos fuertes, aunque no sean íntimamente cristianas, y así mantener cierta parte de nuestra influencia. Para mí eso sería calamitoso y acabaría en desastre. La otra opción es ser esenciales, despojarnos de todo tipo de servidumbres y que volvamos a predicar el Evangelio desde su radicalidad más plena. Ahí es donde la Iglesia sí podrá ofrecer una oferta a la sociedad más transformadora. Será más libre y tendrá más capacidad de crítica. Otra cosa es el tratamiento. Es decir, si el Estado trata igual a otra confesión que no le ofrece el mismo número de servicios sociales que sí le proporciona la Iglesia, entonces sí podemos pensar que actúa con mala fe. Si una reforma trata de negar la influencia católica sobre nuestra cultura y nuestra historia, también podemos pensar que se actúa de mala fe. Ahora bien, si lo que una reforma pretende es que no haya dependencias entre el poder civil y el eclesiástico, pues esa ley sí será buena. En cuanto a lo que está pasando ahora, sí creo que hay una cierta mala intención por parte del Gobierno. Y eso se aprecia en polémicas tan estériles como la de la retirada de los crucifijos, ya que al común de los españoles no les molesta ver un crucifijo, sino que a éste lo identifican con lo mejor del hombre. Yo ahí sí descubro que hay ciertas personas que tienen un enconamiento contra la fe católica. Lo cual es peligroso, porque reverdece lo peor de nuestra historia, los episodios más trágicos.

¿Crees que la Iglesia hoy está dentro del mundo de la cultura, como siempre ha sido en su tradición?

Éste es uno de los rasgos más preocupantes de la situación de la Iglesia en la actualidad. Es evidente que el Cristianismo, desde su origen, tiene una vocación de belleza muy fuerte, así como de búsqueda del logos. Esto ya se ve, por  ejemplo, en el primer capítulo del Evangelio de san Juan, donde se ve la misión del cristiano de propagar la belleza de la creación de Dios. Y toda la historia de la Iglesia está muy íntimamente ligada a la historia del pensamiento, del arte, de la literatura… Ha sido así ininterrumpidamente hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando comenzó una decadencia ligada a los procesos de secularización desarrollados en el mundo occidental. Lo malo fue que en ese momento, en vez de dar un paso al frente, la Iglesia retrocedió sobre sí misma. Así fue como perdió la capacidad de diálogo con la sensibilidad artística e intelectual. Por desgracia, la Iglesia hoy no tiene la capacidad para generar un mundo cultural a su alrededor, lo que es muy empobrecedor. Una de las causas puede deberse a que la Iglesia a veces no valora suficientemente los distintos carismas que conforman a sus miembros. Uno de esos carismas es el del creador, el artista, que por otro lado, siempre ha sido exaltado por la Iglesia; no así por otras confesiones cristianas. La figura del artista es parte esencial dentro de la Iglesia, que siempre se ha preocupado por la manifestación de la belleza con mayúsculas. Debemos reflexionar sobre si, a día de hoy, en los centros católicos se está tratando de potenciar esa capacidad creativa en las generaciones que vienen.

Palabras claras, contundentes, como todas las que salen de la boca y de la pluma de este escritor del siglo XXI.

SANTOS Y PECADORES

“Mi tratamiento de la religión es diverso, pues en mi literatura también aparecen personajes religiosos negativos, por decirlo así, que tienen que ver con el fariseísmo, con la corrupción de la fe. Esos personajes son los que utilizan la fe de los demás con pretensiones egoístas. También concedo mucha importancia a la figura de la persona torturada, que tiene problemas de fe. Y, por supuesto, otra figura es la del pecador, ya que la literatura no se hace con santos, sino con pecadores. El pecador no sólo es el más querido por Jesús, sino también por el escritor, que mira a esa oveja descarriada con mayor interés que al resto de personajes. Por otro lado, mi mirada es agradecida con el Misterio que rodea a nuestras vidas y que está ahí, presente. No pretendo crear una imagen idílica de lo religioso, por lo que mis personajes nunca son de una sola pieza. Por ejemplo, en El séptimo velo estuvo presente la figura de Fidel, un republicano (que tampoco lo era demasiado convencido) en la Guerra Civil y que era de algún modo creyente. Y es que no debemos olvidar que hubo una tercera España, muy diversa, muy numerosa y de la que por desgracia casi nunca se escribe. Hubo mucha gente que nunca llegó a pertenecer a un bando u otro, sino que cayeron en uno de ellos por las circunstancias”.

En el nº 2.633 de Vida Nueva.

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