“Vivimos en la sociedad del miedo”

Isaac Rosa penetra con su novela en la gran paradoja actual: la sociedad más segura, es la más temerosa

(Juan Carlos Rodríguez) El miedo es una lacra. Pende sobre nuestras cabezas como una amenaza constante. Una incertidumbre que Isaac Rosa (Sevilla, 1974) retrata como acaso nunca se había hecho en la literatura española. Es El país del miedo (Seix Barral), novela que encauza un catálogo de miedos urbanos: a la violencia, al inmigrante, a los mendigos, a los atracos, a la violación, a los descampados, a la policía, a los funcionarios…, que son los que van multiplicándose en Carlos, un padre de familia, razonable y pacífico, que descubre que su hijo es acosado en el instituto por un compañero, Javier. Y decide enfrentarse a él, pero no, no podrá…

¿Por qué el miedo? Quiero decir: ¿qué le indujo a escribir sobre el miedo…?

El miedo es uno de los grandes temas de nuestro tiempo. En sus múltiples formas: al terrorismo, a los pederastas, a la crisis, a la delincuencia. Vivimos en permanente estado de alerta. Y a mí me interesaba analizarlo desde el punto de vista teórico, identificarlo y ver a quién beneficia. ¿Por qué tenemos miedo? Ésta fue la pregunta que me hice yo y luego la extendí a la familia, al barrio, a la ciudad. Y me fui dando cuenta de que el miedo es muy difícil de someter a la razón. Aunque uno lo intente, siempre queda en el fondo un temor, por pequeño que sea, que jamás podremos superar.

¿Realmente se nos enseña a ser miedosos?

Nos educan en el miedo. Nos refuerzan viejos temores primarios, pero también nos inculcan otros nuevos. Existe toda una pedagogía que desde el nacimiento nos enseña a qué debemos temer. El miedo tiene muchas utilidades y muchos beneficiarios. Es un instrumento de poder, de gobierno. Hay quien lo usa en el sentido de Maquiavelo, quien se sirve de él para someter a la ciudadanía. Es claramente político. Y el poder es el primer beneficiado de que un Estado esté formado por ciudadanos dóciles y atemorizados. Una ciudadanía asustada es más manejable, y también más homogénea.

¿El miedo tiene ideología?

En tanto que es una emoción primaria, el miedo no tiene ideología. Otra cosa son los prejuicios, que con frecuencia son el alimento inicial del temor. A mí me interesaban los miedos propios del primer mundo, de las clases medias, de las grandes ciudades, que nos colocan en una situación de vulnerabilidad y que hacen que demandemos protección y que nos arrojemos en brazos del primero que nos ofrece seguridad, obsesionados como estamos con ella. Me interesaba ese miedo urbano, de clase media, propio de quienes tienen mucho que perder pero no lo suficiente para reparar lo perdido. Eso no le ocurre a la clase alta, ni tampoco a la más baja.

¿Se puede decir que vivimos, entonces, en una sociedad del miedo?

Sí. Es paradójico cómo siendo una de las sociedades más seguras de la historia, sin embargo nos sentimos vulnerables y desprotegidos. Hay un fondo en el ambiente de amenaza continua y renovable. Cada poco tiempo surge un nuevo miedo. Al terrorismo global, que desemboca en un recorte de libertades que aceptamos, aunque nos humillen en los aeropuertos, precisamente, porque tenemos miedo. Del mismo modo, cuando nos hablan de que nuestros hijos pueden ser secuestrados o víctimas de cualquier pederasta, aceptamos la videovigilancia o unas medidas carcelarias que en otras condiciones no haríamos. Con esta crisis, incluso, aceptamos medidas de flujo de dinero público hacia la banca privada que en otras condiciones no admitiríamos.

Hay, por cierto, en la novela una vocación evidente de exponer a modo de catálogo todos los temores contemporáneos. A veces asusta, cohíbe o angustia al lector… 

Desde el primer momento, quería que la novela tuviera una parte más ensayística, artículos que se pudieran leer de modo independiente, que iría alternando con otros relacionados con la intriga. Y así lo hice, hay un catálogo de los miedos urbanos, y a la vez son los miedos que atenazan al protagonista. Tenía otras posibilidades narrativas, pero las descarté. Estoy contento porque, más allá de las críticas, de que sean buenas o malas, muchos lectores me han transmitido sus felicitaciones, quizás porque se han sentido identificados con la novela.

Esto mismo estaba pensando: muchos se habrán sentido Carlos en algún momento…

Sin duda, el miedo es un elemento que permite una identificación muy clara. Porque la novela, creo, admite múltiples lecturas dependiendo del grado de identificación, de la cantidad de miedos que comparta el lector con mi protagonista. Dependiendo de ello, la vivirá de un modo u otro. Puede que a algunos lectores la novela les haga penetrar más a fondo en sus miedos. La verdad es que hay muchos lectores que me trasmiten que comparten estos miedos, incluso algunos que no están en la novela.

¿Cuáles?

Sobre todo, a los espacios abiertos, abandonados, que existen en las grandes ciudades. Miedo al espacio público deteriorado, que creo que tiene mucho que ver con la ficción, como lugares amenazantes. Y que hace que nos encerremos en el espacio privado. Y los miedos paternos, por supuesto. Sobre todo en mi generación. Los que tenemos entre 30 y 35 años y somos padres coleccionamos una gran cantidad de temores que amenazan a nuestros hijos.

¿Son sus miedos?

Hay una parte más personal, de mis propios miedos, en la novela, pero también hay una gran parte de observación de lo que sucede a mi alrededor, sobre todo de ciertas reacciones. Y también, indiscutiblemente, hay muchas lecturas, porque el miedo es un mal contemporáneo que crece con la ignorancia y con la imaginación. Es lo que se llama, por ejemplo, profecía de autocumplimiento. Si piensas que algo es una amenaza, cada paso que das conduce a que esa amenaza se cumpla.

La violencia escolar es uno de los miedos que cita…

Inicialmente, sí que hay una elaboración de una situación de violencia escolar, pero luego se diluye y se transforma en miedo a los jóvenes, a los adolescentes, a los niños incluso, que es un miedo que comparte mucha gente.

Sin embargo, habla usted en su libro de niños sobreprotegidos…

Carlos es un padre, como muchos de nosotros, excesivamente protector. El problema es que a muchos niños no se les está educando para que generen sus propias defensas. En nuestro convencimiento de que la sociedad está llena de peligros, intentamos preservarlos de todos. Pero construir una sociedad de ciudadanos asustados es un camino muy peligroso. 

Tanto como el final de su novela.

El final responde, evidentemente, a la decisión del autor, que es quien conduce a los personajes. Habría otros finales, pero yo quería éste. Quería reflejar cómo las actitudes defensivas, a la vez, generan otros miedos mayores todavía y más agresividad. Carlos pasa de un miedo paralizante a generar una gran agresividad y violencia. Puede que sea un final desesperanzador. Pero es al final que nos conduce esa espiral de engaños y autoengaños, de aislamiento, que hace que el protagonista tome una solución individual y desesperada, cuando mucho antes ha tenido la posibilidad de hacerle frente colectivamente si hubiera compartido su miedo con alguien.

Exponer la amenaza

¿Qué hacemos, entonces, con el miedo? 

Carlos vive un incidente que se podría haber resuelto a través de los servicios sociales o del instituto. Se puede pensar que huyendo hacia adelante se soluciona, pero no es así. Sí que es verdad que no sólo compartimos miedos, sino también temor a compartir estos miedos. Si hay algún mensaje es que no es necesario que entremos es esa espiral infinita de miedos y mentiras que no conducen a ninguna parte. Pero mi novela no ofrece soluciones, tan sólo expone que la amenaza del miedo está ahí.

¿Tuvo miedo a que se le siguiera encasillando con ‘El vano ayer’?

Miedo no. No sólo los críticos, también los lectores, piensan que toda novela de un autor debe ser mejor que la anterior. Pero yo no he sentido esta presión. Me he liberado mientras escribía. Aunque sí estaba inquieto por cómo se iba a leer esta novela. La verdad es que una vez en la calle estoy muy contento. No me puedo quejar. Es difícil comparar dos novelas tan distintas como El vano ayer y ésta. Por supuesto que hay más madurez, pero eso es inevitable dada mi edad. Ahora habría escrito otra vez El vano ayer, quizás de otra forma, pero sin duda con la misma estructura.

En el nº 2.633 de Vida Nueva.

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