Lecciones de la Doctrina Social contra la crisis

(J. Lorenzo) La Iglesia no tiene recetas económicas para combatir la peor crisis económica y financiera desde el crack de 1929. Lo que sí tiene es un rico magisterio -muchos políticos se sorprenderían de sus propuestas- en donde se ofrecen orientaciones con las que, de haberse tenido en cuenta, difícilmente se habrían dado las causas que han llevado a una situación que trae de cabeza a los líderes mundiales.

Los gobiernos agotan los calificativos para referirse a esta crisis: insólita, histórica, impredecible… Incluso algunos han abjurado de sus principios motores -el no intervencionismo estatal en el mercado- para hacer frente a la primera gran encrucijada global del tercer milenio. ¿Cabría esperar que, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia, aprendiesen algunas lecciones de esta crisis? ¿Servirá este tsunami para que las relaciones comerciales que habrán de reconstruirse se asienten también sobre sólidas bases éticas? ¿Aprenderán los países ricos a implicarse con la misma celeridad en la resolución de otras crisis, como, por ejemplo, la todavía no resuelta derivada del encarecimiento mundial de los alimentos? ¿Aceptarán, en definitiva, “domesticar” a un sistema capitalista en estado salvaje? Es posible que estas preguntas puedan parecer ingenuas o que la reflexión derivada de ellas nos parezca obvia, pero, como acaba de señalar el portavoz del Vaticano, el jesuita Federico Lombardi, “estas reflexiones, en realidad, son esenciales desde una perspectiva de amplias miras que tenga en cuenta los mismos intereses generales de la humanidad, orientada hacia un desarrollo pacífico y equilibrado, a favor de todos”.

Desde la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), su presidente, Francisco Güeto Moreno, desgrana a Vida Nueva una serie de lecciones “si miramos la actual crisis económica desde la comprensión del ser humano y de su vida social que nos ofrece la Doctrina Social”. Por ejemplo: “Necesitamos recuperar la vinculación entre economía y ética. La economía es actividad humana, y por eso, no es, como algunos pretenden, algo que esté más allá de la moral. Es moral o inmoral (humaniza o deshumaniza) según los fines que persigue y los medios que utiliza. Por tanto, no vale todo para la obtención de mayores beneficios monetarios”.

En segundo lugar, señala que “necesitamos acabar con la desregulación total de la economía que se disfraza con expresiones como liberalización, flexibilización… Para ser humana, la economía necesita regulación (de las finanzas, de la producción, del mercado laboral…) que la oriente hacia fines sociales de justicia. Y es una obligación de los poderes públicos el garantizar esta regulación”.

Y, por último, Güeto apunta que “necesitamos, sobre todo, construir una economía real: modificar sustancialmente su actual orientación hacia la obtención del mayor beneficio posible por otra que busque responder realmente a las necesidades humanas, las de todas las personas y del cuidado de la naturaleza. Necesitamos pasar de producir para el beneficio a producir para la vida”.

También la catedrática de Ética y Filosofía de la Universidad de Valencia, Adela Cortina, aboga por extraer lecciones de una crisis cuya resolución se aventura aún lejana y de cuyo impacto real en la personas apenas estamos empezando a ser conscientes. “Se puede aprender -afirma Cortina- que la prudencia es necesaria en las finanzas, porque la buena economía no persigue el beneficio máximo, sea cual fuere el riesgo, sino el beneficio suficiente en el medio y largo plazo. También responsabilidad, porque quien tiene tanta influencia en las vidas humanas ha de evitar el daño que puede hacerles. Otra cosa es mala economía. Y, por último, que hay distintas formas de gestionar el mercado. Una, la de la especulación febril, sin redes y sin normas; otra, la del engarce en una sociedad cohesionada, donde funcionan las instituciones con los debidos controles. Las fiebres descontroladas destruyen la confianza, sin la que el sistema no funciona”.

Y el actual mercado, sabido es, no tiene demasiado en cuenta a la persona, de la que se nutre para su crecimiento, pero que, a la vez, es su principal víctima. Así lo ve Juan Carlos Carvajal, consiliario diocesano del Centro de Madrid de las Hermandades del Trabajo, quien tiene muy presentes a las 608.005 personas (el 30,14% más) que han engrosado las listas del paro en España en el último año. “Los desempleados son las primeras y reales víctimas de esta crisis. Estos trabajadores en paro no sólo se quedan sin su medio de subsistencia, sino que, de algún modo, parecen perder su lugar en el mundo. Sus familias ven amenazado su futuro, la posibilidad de conservar las viviendas, ya hipotecadas, se esfuma; su autoestima queda herida y las relaciones personales sufren la misma desestabilización que su situación económica. Los espantosos datos con los que nos desayunamos todas las mañanas no son cifras, son personas”.

El eslabón más débil

Para Carvajal, esta crisis “ha puesto de manifiesto que los trabajadores son el eslabón más débil del sistema neoliberal que padecemos. Lejos de reconocer la supremacía del trabajo humano sobre los restantes elementos de la vida económica, este sistema económico ha precarizado el empleo y, so pretexto de flexibilidad, ha deshumanizado lo que debe ser ámbito donde el ser humano proyecte y crezca en dignidad”. Por ello, él es de los que apuesta por aprovechar esta difícil coyuntura para “promover un sistema productivo que ponga en el centro al trabajador, donde sus derechos no sean objeto de retórica, sino del compromiso de las instancias políticas y económicas, y donde el máximo beneficio especulativo dé paso a un empleo de calidad”. “¡Ah! -añade-, y por su puesto, en un mundo globalizado el problema laboral no se ha de contemplar sólo en cada país; el punto de mira ha de ser planetario. Nunca como hoy se ha hecho visible la hermandad que existe entre todos los trabajadores del mundo; por eso han de ser ellos los que deben reivindicar ‘un trabajo decente’, no sólo para sí, sino para todos sus hermanos”.

En definitiva, dicho con otras palabras, más Doctrina Social, más principios. Como afirma Juan Manuel Díaz Sánchez, catedrático de Doctrina Social de la Iglesia de la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid, esta crisis “ha puesto de manifiesto, una vez más -¿la penúltima?-, que el mundo de los negocios carecía de suficientes garantías técnicas… y morales. Y que la gestión de los mismos no ha sido buena”. “La especulación -prosigue- ha sido el virus que ha infectado al presente ciclo económico. Mientras las especulaciones -macro o micro-económicas- han sido rentables, entonces… ‘más mercado y menos Estado’. Y las medidas económicas anticíclicas o no han existido o, si sugeridas, han sido rechazadas. Eran comportamientos intolerables. Pero ahora que las ganancias han disminuido y peligran los negocios, se exige y admite la afirmación contraria: ‘más Estado y menos mercado’; en nombre, a veces -¡qué desfachatez!- de las necesidades que la misma crisis genera en los desfavorecidos”.

El resultado final en el que nos encontramos, añade el profesor Díaz Sánchez, “nos indica que una conducta sin referente último afecta seriamente a la estabilidad de las empresas, de las economías nacionales y de la entera humanidad. Y si carecemos de alternativas al capitalismo, a éste hay que someterlo inmediatamente, por lo menos, a dos medidas correctoras: la solidaridad y el bien común. Y eso, tanto a corto como a largo plazo. Con la primera se evita que quienes no especulan sufran las consecuencias de comportamientos ajenos irresponsables y que disfruten de ganancias insolidarias quienes, por ellas, más bien deberían ser ejemplarmente perseguidos. Y la segunda, el bien común, para crear aquellas condiciones sociales que facilitan a las personas un desarrollo integral y solidario y a los grupos sociales, que tienen la economía como un medio para ser más y mejor, no terminen aplastados por el afán desmedido de quienes todo lo ponen en el tener, ‘a cualquier precio'”.

Tampoco los obispos norteamericanos dudan en señalar a “la avaricia, la especulación, la explotación de los débiles y las prácticas deshonestas” como elementos desencadenantes de la crisis. Pero, junto a ello, ofrecen a los gobernantes su “fe y principios morales”, que “pueden guiarles en la búsqueda de respuestas justas y efectivas”. Entre ellos, tener en cuenta las “dimensiones humanas y morales” de la crisis; un mayor más protagonismo para la “solidaridad y el bien común”; o “un nuevo sentido de la responsabilidad [que] debería incluir una renovación de los instrumentos de control y corrección en las instituciones económicas y financieras”.

Finalmente, los prelados recuerdan que la tradición católica pide “una sociedad de trabajo, empresa y participación” que, como recuerda la encíclica Centesimus Annus, “no está dirigida contra el mercado, pero sí exige que éste esté controlado adecuadamente por la sociedad y el Estado, para asegurar que las necesidades básicas de dicha sociedad estén cubiertas”. Estas palabras firmadas por el papa Juan Pablo II deberían, en fin, “adoptarse como un modelo a seguir por todos aquellos que ostentan cualquier tipo de responsabilidad en nuestra nación, en el mundo y por el bien común”, concluyen.

EL TRABAJO SÍ ES UN DERECHO FUNDAMENTAL

(Antonio Algora– Obispo prior de Ciudad Real y responsable de Pastoral Obrera de la CEE) Ante la crisis económica actual es muy difícil, a lo que parece, dar un diagnóstico y un pronóstico. Lo primero que viene a la mente es: ¡Ah, entonces no somos los humanos tan poderosos como solemos aparecer! ¡Los padres de la patria no saben qué hacer ni por dónde tirar! ¡Las “soluciones” que apuntan no van más allá de parchear la cosa y a favor de unos intereses muy concretos!

Admirados estamos, los de a pie en cuestiones económicas, y bastante desinformados, pues con los datos que van dejando caer con cuentagotas uno no sabe a qué carta quedarse. Una vez más, la sociedad ¡tiene derecho a saber! Saber quién ha provocado la crisis, porque si la ha provocado es que se ha enriquecido desmesuradamente. Saber dónde está el dinero que dicen ha desaparecido de la circulación; los delitos monetarios son calificados de muy graves contra el bien común. Saber cómo se van a poder pagar los endeudamientos que con tanta facilidad se han provocado, a ver si a estas alturas los únicos responsables de no pagar las hipotecas son los propietarios de los inmuebles que se endeudaron en unas circunstancias y en unas condiciones que, de la noche a la mañana, han variado sustancialmente. Saber hasta dónde va a llegar la pérdida de puestos de trabajo. Saber qué futuro aguarda a la población trabajadora que ha venido de fuera y que se ha ganado a pulso vivir en España y que no va a ir ya a sus naciones de origen. Saber…

La reacción de las comunidades parroquiales ha de ser la misma de siempre: vivir austeramente y repartir con los necesitados, dos “soluciones” que encajan perfectamente en los tiempos de crisis, pues, por una parte, hay que reducir el gasto, pero no a costa de parar el crecimiento económico, y éste se alimenta haciendo que el mayor número posible de población tenga acceso a los bienes producidos. Tendremos que ver la forma de aumentar las capacidades asistenciales de nuestras Cáritas y el trabajo de sus voluntarios, pero no para “hacer el caldo gordo” a los que ya saben tomar posiciones para salir gananciosos y enriquecidos de todas las crisis.

Y como el árbol no deja ver el bosque cuando estás encima de él, tomar la distancia suficiente para ver el bosque de problemas y de “otras crisis” que se estaban dando antes, y que en nada favorecen la salida de la crisis económica. Me refiero a algo que ha dicho Benedicto XVI en la apertura del Sínodo: “Desembarazándose de Dios, al no esperar de Él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que quiere y ponerse como la única medida de sí mismo y de su acción. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara que Dios ha ‘muerto’, ¿es verdaderamente feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y únicos dueños de la creación, ¿pueden verdaderamente construir una sociedad en la que reinen la libertad, la justicia y al paz? ¿O no sucede más bien -como lo demuestran cotidianamente las crónicas- que se difunden el poder arbitrario, los intereses egoístas, la injusticia y el abuso, la violencia en todas sus expresiones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad más dividida y confundida”.

¿No se ha ido demasiado lejos en eso que llaman “ampliar derechos”? ¿No nos está saliendo demasiado caro? ¿No se ha olvidado demasiado fácilmente el poderío económico de la institución familiar? ¿Cómo se va a suplir el vacío social que está dejando y el desamparo en el que queda la persona solitaria? ¿La liberalización del mercado de trabajo no ha ido demasiado lejos? ¿Son los trabajadores los culpables de la crisis? ¿Tienen que ser los trabajadores los principales perjudicados de la crisis? ¡Ah!, y no vale la trampa de que el paro va tener cobertura económica. El derecho al trabajo SÍ es verdaderamente un derecho fundamental de la persona y debe ser preservado por los Estados antes que ningún otro.

En el nº 2.632 de Vida Nueva.

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