Hacia una laicidad sana y positiva

(Antonio Pelayo– Enviado especial a París) ¿Cómo ha seducido el Papa a Francia?”, titulaba el lunes 15 de septiembre Le Figaro, uno de los periódicos más influyentes, haciendo balance de la visita de Benedicto XVI al país. Con frases menos espectaculares, cabeceras como Le Monde o Sud Ouest coincidían en el diagnóstico y subrayaban los múltiples aspectos positivos de este primer contacto directo del Santo Padre con la antes llamada “hija primogénita de la Iglesia”.

El mismo Joseph Ratzinger, en su discurso de despedida en el aeropuerto de Tarbes-Lourdes, en presencia del primer ministro François Fillon, se preguntaba: “¿Regresaré a su hermoso país? Es mi deseo, deseo que encomiendo a Dios”, manifestando así que dejaba “no sin pena la tierra francesa” y regresaba a Roma convencido de que, contrariamente a un titular de Liberation que sentenciaba que la suya era una “misión imposible”, la finalizaba con pleno éxito.

Si se me permite entrar en el juego, yo también me apunto al balance plenamente satisfactorio de esta primera visita de Benedicto XVI a París y Lourdes, y aunque las comparaciones sean siempre odiosas, habiendo acompañado a Juan Pablo II en sus viajes al país galo puedo afirmar que su sucesor ha sido tanto o más capaz que Wojtyla de abrirse un hueco en el corazón de los franceses, no fáciles en la expresión de sus afectos.

Las explicaciones son varias. La primera es, sin duda, que el profesor Ratzinger ha encontrado su manera de hacerse querer por las gentes, muy distinta de la del pontífice polaco, pero no menos eficaz. La segunda es que cada vez más amplios sectores de la sociedad francesa están de vuelta de algunos anquilosados prejuicios, como el del laicismo radical que el presidente Sarkozy quiere transformar en laicidad positiva. Por último, aunque sea un factor de orden sin duda menor, frente a las catrastrofistas previsiones meteo­rológicas, el buen tiempo ha permitido a las gentes poderse asociar a las ceremonias presididas por el Papa.

Él mismo, en su ya aludido discurso de despedida, definía así esta estancia: “Mi viaje ha sido como un díptico. La primera tabla ha sido París, ciudad que conozco bien y lugar de muchas reuniones importantes. La segunda tabla del díptico ha sido un lugar emblemático que atrae y cautiva a todo creyente. Lourdes es como una luz en la oscuridad de nuestro ir a tientas hacia Dios. María ha abierto una puerta a un más allá que nos cuestiona y seduce”. En la capital, Benedicto XVI pasó día y medio, y a la bella localidad de los ­Pirineos donde Bernardette Soubirous vio a la Virgen por primera vez el 11 de febrero de 1858, le dedicó dos días y medio. En ambas desarrolló un programa bastante apretado de ceremonias litúrgicas y de actos -pronunció doce discursos- que demuestra que, a pesar de sus años, tiene arranque para resistirlo.

Inevitablemente, el viernes 12 todos los objetivos de los fotógrafos y las cámaras de medio mundo estaban pendientes de si el presidente Nicolas Sarkozy llegaría al aeropuerto de Orly solo o con Carla Bruni. El jefe del Estado quiso que su esposa le acompañara en este excepcional gesto de cortesía hacia su huésped y ella escogió un discreto traje de chaqueta gris, opción aplaudida por los más exigentes comentaristas del protocolo y a la que ni el Santo Padre ni los cardenales parecieron prestar ninguna importancia, saludándola con la normal cortesía.

En el Palacio del Elíseo se congregaban varios centenares de personalidades, exacta representación de la Francia institucional: los más altos cargos del Gobierno y la Administración pública, líderes de los partidos políticos, las finanzas y la economía, deportistas, gente de la comunicación, etc. Todos ocupaban sus puestos en la Sala de Fiestas, escenario habitual de las ceremonias de mayor rango en la vida pública de la nación. Al filo del mediodía hizo su entrada Benedicto XVI, acompañado por Sarkozy y su séquito: el secretario de Estado, cardenal Bertone; los cardenales Etchegaray, Poupard y Tauran; el secretario para las Relaciones con los Estados, Mamberti, y el nuncio Baldelli.

Nuevas relaciones

El lector tiene a su disposición el texto íntegro del discurso del Papa (ver Pliego) y un comentario de nuestro director a este momento cumbre de la visita, lo cual me permite no dilatarme demasiado en este punto. Sí quisiera subrayar algunos puntos de la alocución del presidente, una aportación muy notable al debate que sobre las relaciones entre la Iglesia y los modernos Estados democráticos se está abriendo paso sobre nuevas bases. Sarkozy era muy consciente de que sus palabras iban a ser analizadas a fondo no sólo por la oposición política, sino también, especialmente, por los laicards o radicales del laicismo que aún quedan en la vieja Francia.

“La democracia -dijo el jefe del Estado- no puede separarse de la razón. No puede contentarse con reposar sobre la adicción aritmética de los sufragios ni sobre los movimientos apasionados de los individuos (…) Es también legítimo para la democracia y respetuoso de la laicidad dialogar con las religiones. Éstas, y en concreto la religión cristiana, con la que compartimos una larga historia, son patrimonios vivos de reflexión y de pensamiento, no sólo sobre Dios, sino también sobre el hombre, sobre la sociedad e incluso sobre esta preocupación hoy central que es la naturaleza. Sería una locura privarnos de todo eso, sencillamente una falta contra la cultura y el pensamiento. Por eso yo invoco una laicidad positiva (…) La laicidad positiva, la laicidad abierta es una invitación al diálogo, a la tolerancia, al respeto”.

Es fácil imaginar el impacto que estas palabras -y la sobria respuesta del Papa, que es una invitación a abrir el debate- produjeron en una opinión pública habituada al intercambio ideológico y político.
La importancia objetiva de este problema robó protagonismo al segundo discurso papal del día, el pronunciado en el neogótico Collège des Bernardins, obra póstuma y muy querida del cardenal Lustiger. El público era de gran gala (‘la crème de la crème’, en expresión castiza), sin muchos escapularios confesionales, porque allí estaban codo con codo creyentes y agnósticos, librepensadores y clérigos de otras religiones, exponentes del pensamiento laico. Este texto ratzingeriano es uno de los mas bellos salidos de su pluma fecunda. Interrogado por una cadena de televisión, un hombre tan incapaz de vanos halagos como el ex ministro de ­Justicia Robert Badinter dijo: “Estoy literalmente encantado. Es una conferencia que hace honor a las Academias que integran el Instituto de Francia”.

El Papa no perdió tiempo en recoger aplausos, aunque sí quiso saludar a algunos de los presentes que fueron y son compañeros suyos en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, y se dirigió hacia Notre Dame, donde se reuniría con el clero de la capital. Para sorpresa de los organizadores y de los responsables del servicio de seguridad -eficaces pero con algunos malos modos que hubieran podido evitarse-, una compacta multitud se había arremolinado en los alrededores.

La Eucaristía del sábado se celebraba en la explanada de los Inválidos. El marco en sí es ya espléndido, y con un sol radiante pero sin excesos, se mostraba magnífico. Cuando el papamóvil enfiló el puente del zar Alejandro III, la multitud -280.000 personas, según la prefectura de Policía- entró en fibrilación. Había de todo, sobre todo familias y jóvenes; no faltaban los movimientos y los añadidos de otras provincias y naciones limítrofes, pero eran très parisien. El público vivió el acontecimiento con profundidad e impresionó a todos por su justeza en los cantos y silencios. Así se lo dijeron al cardenal Vingt-Trois, arzobispo de París, sus hermanos en el Episcopado y los numerosos miembros del Gobierno que asistieron a la misa a título personal, todos menos el primer ministro, que dijo representar “al Gobierno en una manifestación de la confesión religiosa que es mayoritaria en Francia”.

La segunda tabla del díptico comenzó en la tarde del sábado, cuando el Papa aterrizó, bajo la lluvia, en el aeropuerto de Tarbes-Lourdes para dar inicio al recorrido habitual del peregrino en este año jubilar: visita a la casa natal de Bernardette, al “calabozo” donde vivía su pobre familia y participación en la procesión de antorchas.

La mañana amaneció soleada, cosa que agradecieron los peregrinos, impacientes por asistir a la Eucaristía en la prairie, el terreno que bordea el Gave sobre el que se había alzado un altar que evocaba la nave de la iglesia con sus velas desplegadas. Sonriente como pocas veces le hemos visto, Ratzinger oyó el afectuoso saludo que le dirigió el obispo de Tarbes-Lourdes, Jacques Perrier, e inició el rito eucarístico.

Presencia española

Entre los concelebrantes había un grupo de obispos españoles encabezado por los arzobispos de Toledo (cardenal Cañizares), Barcelona (cardenal Sistach) y Pamplona (Francisco Pérez), y los obispos de Ciudad Real, Palencia y Tarazona. Más de 20.000 compatriotas habían cruzado la frontera para acompañar al Papa, y su presencia en los santuarios no pasaba desapercibida.

Las limitaciones de espacio me obligan a ir directo a otro momento de la jornada: la reunión de Benedicto XVI con la Conferencia Episcopal Francesa en la sala donde ésta celebra sus asambleas plenarias. “Un acontecimiento -dijo su presidente, Vingt-Trois- cuyo último y único precedente se remonta a 1980, en el curso de la primera visita de Juan Pablo II a nuestro país”. El obispo de Roma habló en un tono más fraterno que pontificio: “Os animo a seguir trabajando en unidad y confianza, en plena comunión con Pedro que ha venido a confirmar vuestra fe. Ahora tenéis muchas preocupaciones. Me consta que os tomáis a pecho trabajar en el nuevo marco definido por la reorganización del mapa de las provincias eclesiásticas y me alegra profundamente”.

El Papa abordó algunos problemas de la Iglesia gala: la catequesis destinada a una transmisión íntegra de la fe, la aguda crisis de las vocaciones (“no se pueden delegar las funciones de los sacerdotes a los fieles en las misiones que les son propias”), las novedades en la liturgia a un año del motu proprio ‘Summorum Pontificum‘ (“nadie está de más en la Iglesia; todos sin excepción deben sentirse en ella como en su casa”) y, con un énfasis especial, la situación de la familia, que “se enfrenta a ahora a verdaderas borrascas”. Sobre la indisolubilidad del matrimonio cristiano y la necesidad de defenderla, ratificó que “la Iglesia no se ha inventado esa misión, sino que la ha recibido”. Recordó a los prelados que “no se pueden aceptar las iniciativas que tienden a bendecir las uniones ilegítimas” (las de los católicos divorciados vueltos a casar por lo civil).

Volvió a las relaciones Iglesia-Estado para remachar que “la Iglesia no revindica el puesto del Estado. No quiere sustituirle. La Iglesia es una sociedad basada en convicciones, que se sabe responsable de todos y no puede limitarse a sí misma. Habla con libertad y dialoga con la misma libertad, con el deseo de alcanzar la libertad para todos”.

La propina de la estancia en Lourdes fue la misa final con los enfermos, impresionante como todo lo que les tiene como protagonistas. Una vez más quedó demostrado, ­como afirma monseñor Perrier, que “sin los enfermos, Lourdes sería como la Disneylandia del catolicismo”. Peligro que hay que evitar a todo trance. Benedicto XVI ha dignificado la devoción mariana en general y el culto en este privilegiado lugar de las apariciones.

PEQUEÑA JMJ A LA SALIDA DE NOTRE DAME

En Notre Dame, el viernes 12 ya caída la noche, se congregaba desde hacía horas una muchachada de 30.000 seres humanos que presumían de manos en alto y de gargantas dispuestas a exhibirse. Una atmósfera que al Papa tenía que recordarle la reciente Jornada Mundial de la Juventud. Les dirigió un saludo que retomaba temas de Sydney: “Estáis en la edad de la generosidad, es urgente hablar de Cristo a vuestro alrededor, a vuestras familias y amigos, en vuestros lugares de estudio, de trabajo, de diversión. No tengáis miedo, tened la valentía de vivir el Evangelio y la audacia de anunciarlo. Llevad la buena nueva a los jóvenes de vuestra edad y a los otros. Ellos conocen las turbulencias de los afectos, la preocupación y la incertidumbre frente al trabajo y los estudios. La Iglesia cuenta con vosotros y quiero que lo sepáis”.

La fiesta no finalizó cuando el Santo Padre, entre aclamaciones, se retiró a descansar en la Nunciatura. Los jóvenes comenzaron una vigilia de oración, y en procesión, con antorchas encendidas, se dirigieron, ante la sorpresa de los viandantes, hacia la explanada de los Inválidos para pasar allí la noche y esperar a la Eucaristía del día siguiente.

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